sábado, 13 de febrero de 2010

un pueblo hecho museo

Estaba caminando por las calles de barro de un pueblo finlandés, cuando de repente sentí un olor muy particular. Al principio, me costó distinguir aquel aroma, sabía que lo conocía de algún lugar, sin embargo, no se trataba de esos típicos olores que me vieron crecer durante la infancia, y sólo por eso, sería capaz de reconocerlos en cualquier rincón del mundo. El olor a garrapiñada lo reconocería inmediatamente, tanto en las calles de Montevideo como en las de Amsterdam. Al final, después de tanto pensar, le pregunté a Chris si él sabía a qué demonios olía aquel pueblo perdido en el tiempo. -Huele a sauna -me dijo él. Y era tal cuál, todo lo que uno veía estaba impregnado de ese aroma. Las casas eran tan bajas que había que inclinar la cabeza para pasar por debajo de las puertas. Estaban hechas de madera y de techos de paja, y en sus interiores aquel olor a sauna se sentía aún con más intensidad. En este pueblo conservado como museo, todavía están en pie, la panadería, el correo, la zapatería, la vieja imprenta, una tabaquería, un pequeño taller de cerámica y otras tiendas donde aún se realizan los mismos oficios que hace 200 años atrás. También se mantienen impecables, el interior de las casas de algunas familias de aquella época, con sus muebles antiguos y sus estufas a leña. En la sala comedor de una de esas casitas, Chris me pidió que mirara hacia el techo. Miré hacia arriba y me encontré con unos palos de madera que atravesaban toda la sala, como las vigas de un edificio, y de éstos colgaban unas roscas de pan. De esta forma se iban apilando, unas al lado de las otras, igual que las cuentas de un ábaco. -Así conservaban el pan hace 200 años para sobrevivir las heladas del invierno -me comentó Chris, al ver mi cara llena de asombro.
(Turku, Finlandia)

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