sábado, 4 de diciembre de 2010

en la isla

No sé por qué justo en este viejo café de Delft me puse a pensar en estas cosas, quizás porque el hombre que está sentado en la mesa de enfrente me recuerda a una historia que viví hace muchos años en una isla donde casi nunca hacía frío. Había viajado hasta ahí por un proyecto de danza que al final nunca se concretó. Como no quería volver a Uruguay tan pronto, me quedé escribiendo en Búger, un pueblo tan perdido en el fin del mundo que ni siquiera daba al mar. Me alquilé una casa en la misma cuadra donde vivía el ciego del pueblo. Se llamaba Antonio y siempre que me lo cruzaba por el camino, me decía:
-¿Cómo le va a la chica de Montevideo?
-¿Y cómo sabe que soy yo?
-Mis ojos no la ven pero mis oídos la escuchan bien.
Yo me sabía su respuesta de memoria pero me gustaba que él la repitiera siempre. Cada vez que Tonio me nombraba Montevideo a mí se me aparecía la imagen de la rambla a la altura de la escollera Sarandí, y enseguida veía un sol enorme derritiéndose en el agua a la hora del atardecer.
Un día, mientras Tonio y yo paseábamos por los campos tupidos de castaños, me contó que podía reconocer a cada vecino antes de que le dijeran buenos días. “Cada uno tiene su propio estilo de caminar y yo lo puedo diferenciar con la agudeza de mi oído”, me dijo.
Nunca pude imaginarme una vida sumergida en la oscuridad, ni esa sutileza auditiva de la que él me hablaba. Tonio conocía Montevideo. Había viajado una vez a principios de los 80 para visitar a unas primas que vivían en Palermo.
Mientras caminábamos me preguntó por el Café Sorocabana y yo le dije que ya no existía.
-¿Está segura? –dijo, y apoyó su bastón blanco al lado de un gato negro que nos venía siguiendo.
-Segurísima.
Se quedó mudo, con los ojos revoloteando; los tenía más blancos que de costumbre y parecían dos lunas caídas del cielo. Luego siguió caminando, cabizbajo, y yo a su lado. Atravesamos el campo en silencio hasta que en determinado momento se puso a silbar bajito una de las estaciones de Vivaldi, creo que era la del otoño, y ahí me di cuenta de que también tenía un oído privilegiado para la música. Al pegar la vuelta en dirección hacia el pueblo, dejó de silbar y me dijo:
-¿Y usted qué espera para volver por allá?
-Que las cosas en mi familia se calmen un poco, que las ideas se me ordenen en la cabeza... qué sé yo.
-No espere demasiado –dijo, se detuvo un instante y dibujó con el bastón en la tierra algo indefinido.
Suspiré. Lo cierto era que aún me dolía demasiado lo que había pasado en mi familia como para estar ahí, y a veces hasta sentía ganas de quedarme en la isla toda la vida.

Santiago, el hijo del panadero, era un muchacho introvertido, bastante más joven que yo, venía seguido a casa a charlar y a tomar café. Tenía muchos problemas con su padre, odiaba trabajar con él, y cada vez que venía a visitarme lo veía demasiado tenso; antes de decir algo, se pasaba un buen rato sentado en silencio de brazos cruzados, moviendo una rodilla como si el piso temblara bajo su pie. A veces, jugábamos a las cartas o yo le mostraba alguno de los últimos poemas que había escrito. Según él, no entendía un comino de lo que yo le leía pero le gustaba escuchar mi voz con los ojos cerrados, decía que lo tranquilizaba. En las noches de verano encendíamos un fuego en la esquina de casa y nos sentábamos en el cordón de la vereda a conversar hasta la madrugada. Tonio solía venir con nosotros y siempre tenía algo interesante para contarnos. Leía de todo. En eso me hacía acordar a mi viejo, aunque papá no se sabía de memoria los poemas de Rimbaud y Baudelaire ni los recitaba tan bien como Tonio, también le encantaba la literatura. Alguna que otra vez hasta se me llenaron los ojos de lágrimas pensando en que mi viejo hubiera podido estar ahí, charlando con nosotros, mientras las llamas recortaban figuras irregulares de un intenso color naranja que resaltaba en el cielo de la noche.
Santiago, a su modo, creo que también disfrutaba de aquellas veladas, hablaba poco pero cada vez que intervenía decía algo que me ponía la piel de gallina. Él solía tener la mirada fija en el fuego, siempre se preocupaba de mantenerlo encendido y de que no nos faltara ni la picadita ni el vino.

Una tarde, yo había ido a sacarle fotos a los castaños en flor y a mi regreso Santiago me estaba esperando en la puerta de casa más nervioso que de costumbre. Lo vi pálido y eso me asustó.
-¿Qué pasa? –le pregunté.
-Murió Tonio –dijo casi sin voz y sin darle vueltas al asunto.
Tonio ya no tenía más parientes en la isla; se encontraban todos desperdigados por Sudamérica. Así que Don Vicente, el párroco del pueblo, Santiago y yo, lo enterramos a la madrugada. El viento sacudía las ramas de los árboles con tanta fuerza que parecía que los iba a arrancar de raíz, las mesitas del café de la esquina de la iglesia estaban tiradas en la vereda, y las nubes viajaban por el cielo dibujando olas que se entrechocaban en el aire.
Yo le llevé a Tonio un ramo de flores silvestres, las que él siempre olía cuando paseábamos juntos, y en el momento de echárselas a la tumba me largué a llorar. Santiago me pasó un brazo por los hombros y así se quedó, en silencio, durante todo el entierro.
-Yo que tú me iba de esta isla cuanto antes –dijo después, de camino a la panadería de su padre.
-¿Y por qué?
-Porque tuviste la suerte de no haber nacido aquí.
-¿No te gusta la isla?
Santiago me miró con una expresión extraña; sus ojos parecían perdidos a miles de kilómetros de distancia, pero al final me respondió:
-No, no me gusta nada. Y menos aún los forasteros como tú; tarde o temprano se van y nunca más vuelven –dijo y enseguida desvió la mirada.
Me dejó sin palabras.
Santiago me dio una carta que Tonio me había escrito antes de morirse. La abrí cuando estuve sola y decía:
“Si todavía está por aquí, lléveme a Montevideo con usted, por favor. Los muertos no ocupamos mucho espacio, apenas un lugar en el recuerdo. Quiero volver a su ciudad para recuperar lo más valioso que tenía: la vista”.
Me fui de la isla antes de Navidad y llegué a Uruguay justo a tiempo para despedirme de mi viejo; se estaba muriendo.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Sigue nevando

Cuando salí a la terraza, me sorprendió esta imagen:
Las huellas de los pájaros en la nieve.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Invierno



Volvió el tiempo de la nieve.

sábado, 13 de noviembre de 2010

cosas de la lluvia

Hay algo que me atrae de la lluvia especialmente en la noche, cuando no sopla un viento de locos y vuelo a mi gusto con la imaginación. No sé por qué pero me gusta escuchar la caída de la lluvia contra el paraguas, eso me da un cierto placer, así como ver la ciudad mojada y las gotas de agua bajo la luz de un farol o escribir con un dedo sobre los vidrios empañados de los escaparates; quizás sea una forma de protegerme o de evadirme del frío y de la humedad pero lo cierto es que lo disfruto y el viaje se me hace mucho más ameno. Lo que me incomoda son los charcos cuando no los ves y hundís los pies en donde no querías pero más me fastidian los autos que pasan a toda velocidad y te bañan sin importarles un comino. Otra de las cosas que naturalmente detesto es cuando una casa está agujereada y por algún lado se te llueve. En esos casos, no me salva ni el romanticismo. Pensé que esas cosas pasaban sólo en Sudamérica pero desafortunadamente me equivoqué. Los holandeses siempre están luchando contra el agua: lluvias, goteras, caños rotos, diques que se desbordan, en fin, el mar que se les revela y les reclama “la tierra tomada”.

Hoy de noche volvía de Utrecht y mientras caminaba de la estación hacia el centro de Delft, vi una imagen en la calle muy holandesa; un hombre de traje y corbata andando en bicicleta debajo de un paraguas. Antes me hubiera sorprendido de que aquel hombre trajeado como para ir a una fiesta no hubiera viajado en auto, pero hoy de noche lo vi tan integrado al paisaje de la ciudad como si se tratase de un árbol, un cisne, o un canal más. No sé por qué pero siempre que llueve me imagino una vela encendida en la mesa a la hora de cenar. Hoy la hubiera encendido, si Chris hubiera estado aquí. Pero él estaba en la India por trabajo y no me dieron ganas de comer sola en casa, entonces fui a un restaurante al que solemos ir juntos y casualmente había velas encendidas por todas partes. Me senté en una mesa que se encontraba frente a un espejo; la vela y yo nos reflejábamos en él como una sombra difusa o una escultura inacabada, y por eso era más fácil imaginarme que aquel lugar lo ocupaba Chris, sonriéndome con aquellos ojos llenos de vida, contándome con entusiasmo sobre sus andanzas por la India, “la próxima vez te traigo conmigo” me había escrito en un sms, y yo le comentaba sobre una presentación que había visto en Utrecht, y así compartíamos nuestras cosas como lo hacemos siempre. Cuando quise acordar, las distancias entre Holanda y la India se habían desdibujado, había dejado de llover, y yo ya no me sentía tan sola a la luz de la vela.

cosas del viento

Ayer hubiera jurado que volaba el mundo. Los árboles se sacudían tanto que daba la sensación de que se iban a despegar de la tierra en cualquier momento. Yo ya los veía con las raíces de cara al cielo. El viento arrastraba un río de hojas secas en medio de la calle, una bicicleta se balanceaba de un lado al otro al borde de un canal, un paraguas se disparó de las manos de una mujer y fue a parar a la copa de un árbol. De golpe vi que el nido de un pájaro rodaba por la vereda y casi salí corriendo detrás de él. Se escuchaba un zumbido permanente, como si alguien estuviera soplando una bolsa de nailon en cada esquina. Llovía a cántaros y me empapé hasta los huesos. El trayecto de una cuadra se me hizo el viaje más largo que había tenido en años y nunca sonó el despertador para sacudirme de ningún sueño, aquella odisea había que atravesarla bien despierta, con los pies lo más a tierra posible, sin chocarse con otros paraguas ni salir volando con ellos; no me hubiera causado ninguna gracia terminar colgada de los árboles o perdida en las alturas de alguna torre de Rotterdam.

viernes, 5 de noviembre de 2010



Y es esta sed de estar aquí y ahora la que me impulsa a escribir.

(fotografía: Alejandra Darriulat)

lunes, 1 de noviembre de 2010

horas y horas



Terminé de corregir la estructura de mi segunda novela. ¡Qué alivio! ¡Cuántas horas acumuladas en años sentada enfrente a una pantalla y dándole a las teclas! Bien dice el dicho popular: “Sarna con gusto no pica pero mortifica”. Ahora me espera en la próxima estación, ajustar bien el lenguaje, afinar el estilo como si fuera un instrumento, leer el texto en voz alta hasta el cansancio, exprimirle todos sus sonidos, sus colores, sus matices; tarea deliciosa que hay que evitar que no se haga interminable.

(La fotografía de la portada de la Lupa y la de este texto son de: Chris Maat)

martes, 19 de octubre de 2010

imágenes que vuelven

Y al mirar la ciudad como si abriera un álbum de hace veinte años atrás contemplaba todo con esa serenidad que me daba la distancia entre lo vivido y el momento en que lo recordaba, caminando por las calles angostas de Essen Werden, el lugar de mis 18 años y las frenéticas danzas cotidianas, el lugar de los bosques rojos en otoño que volví a recorrer una vez más hace unos días. Las imágenes del pasado volvían como una ráfaga de viento que acariciaba mi cara: las castañas mudas, reposando al pie de los árboles, con un trozo de cáscara pelada en forma de luna llena que yo solía pintar después de recogerlas en los bosques; la isla entre tinieblas en medio del río y los puentes de camino a la escuela de artes adonde iba cada mañana. Todo parecía haberse congelado igual que en el tiempo del recuerdo pero era sólo un parecer; no sólo yo había cambiado, también las cosas siguieron en movimiento, trazando su curso, dando volteretas, aunque sus metamorfosis hayan sido a veces sutiles e imperceptibles. En el caso del viejo café “Felicita” adonde siempre iba a escribir después de las clases de danza, la transformación había sido radical, se había convertido en una tienda de electrodomésticos pero el local seguía siendo el mismo de antes. Cada vez que miraba hacia allí, en lugar de lavarropas y microondas veía mesitas de café, y volví a verme sentada con un cuaderno abierto y una lapicera, mirando por la ventana a la gente pasar como si estuviera viajando en tren. Esa imagen del café me llevó a otra estación, la del el museo Folkwang donde había estado el día anterior a la caminata por Essen Werden, mirando una exposición sobre París bajo el punto de vista de los pintores impresionistas que aún nos siguen revelando lo maravilloso de un momento cualquiera que se disolverá en un abrir y cerrar de ojos, cuando el sol se corra y cambien de lugar las sombras, cuando una mujer anónima apague su último cigarrillo, y deje su asiento vacío en un café de Montmartre que podría haber sido de Montevideo o de cualquier parte del mundo.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Los patos en otoño

¿Adónde irán los patos cuando llueve? Los busco debajo de los puentes, debajo de los árboles que bordean los canales pero nunca los encuentro. Un día, Chris me contó que en sus plumas tienen una especie de sustancia impermeable que los mantiene protegidos del agua; algo así tendríamos que tener nosotros, pensé, que vivimos al norte y la lluvia nos visita tan seguido. Pero lo que más me sorprendió fue cuando Chris me dijo que además, podían volar a velocidades entre los 65 y 80 km por hora, y hasta diez horas de forma ininterrumpida. Con esa capacidad de vuelo, cuando se esconden de la lluvia, sabe Dios adónde van. En cambio, las heladas no los espantan del todo, cerca de Navidad a veces los canales están congelados y los patos caminan por encima del hielo sin ningún problema.

Hoy es un día que llueve de a ratos, sólo cada tanto se filtra el sol entre las nubes reflejando las copas de los árboles en las ventanas de los pisos altos de las casas; es como si las ramas bailaran mirándose al espejo. Si desplazo el foco de la mirada hacia el suelo, las calles están mojadas, las hojas se pegan en el asfalto como sellos de carta, y de repente visualizo la calle como un gran papel donde la lluvia escribe en los charcos y el agua refleja mi cara. Parada en el cordón de la vereda, miro los círculos que se dibujan con la caída de la llovizna. Una niña con su paraguas rosado, casi más grande que ella, se me acerca, me sonríe y mira al fondo del charco a ver qué hay, a ver qué aparece, quizás nos sorprenda el vuelo de alguna mariposa emergiendo desde allá abajo. Pero no, no hay mariposas por ningún lado. De repente nos sorprende un graznido, las dos miramos hacia el cielo al mismo tiempo y descubrimos un grupo de patos atravesando las nubes. Enseguida me acordé de lo que había leído una vez sobre el vuelo de los patos en grupo y resulta que ese viaje es mucho más potente que cuando vuelan a solas; el pato que va delante es el que guía el recorrido y los que van atrás lo alientan con sus graznidos hasta que el pato se cansa, baja la cola y esa es la señal de que necesita relevo. Le conté a la niña esta historia en holandés como mejor pude; ella me miraba con ojos grandes hasta que en un momento estiró sus brazos hacia el cielo y me dijo:

"Yo también quiero volar con los patos"...

(dedicado al escritor J.D. Salinger que falleció este año)

domingo, 26 de septiembre de 2010

guten morgen Berlín

Apenas se cayó aquel muro gris en el escenario, pensé, es el de Berlín, pero no, aquel aún estaba en pie, pintado de todos colores con expresiones fuertísimas donde el pueblo alemán grababa en silencio su más profundo dolor, y yo, miraba “Palermo”, una de las obras de danza teatro de Pina Bausch inspirada en la capital de Sicilia. Aquellas ruinas desperdigadas en escena, el humo que se desprendía de los escombros, y los bailarines vestidos de punta en blanco como si fueran a un banquete, también podían representar la decadencia del viejo imperio romano, y si lo trajéramos a los tiempos de hoy, podría ser el resquebrajamiento del imperio americano. Tres meses después de haber visto esa obra de la Bausch, cayó el muro de Berlín. Ese mismo día, al salir a las calles de Essen, la gente estaba nerviosa, y algunos gritaban, ¡el muro se cayó, se cayó, se cayó! Y ya no tuve dudas de que se trataba del de Berlín. Eran gritos con una mezcla de euforia y desesperación. Estábamos en 1989, yo recién había llegado a Essen, y antes de llegar ya había escuchado miles de historias sobre el muro de Berlín pero lo que nunca me hubiera imaginado es que la caída se fuera a producir estando en Alemania. Un año después, viajé seis horas en tren para ir a Berlín. Era la primera vez que iba y al llegar, lo primero que me impresionó fue el clima de tensión que se respiraba en todas partes, todavía había mucho sufrimiento en las caras que se veían por la calle. Aquel día, una niebla espesa cubría toda la ciudad, había humo por todas partes como si de golpe Berlín se hubiera incendiado, y el Brandenburger Tor desafiaba a la neblina con su poderosa presencia. Una de las imágenes que nunca se me borró de aquel viaje, fue la de un soldado con un clavel rojo en el bolsillo de su uniforme que se encontraba justo en el Checkpoint Charlie, y allí vendía restos del muro que todavía se podían ver desperdigados por Potsdamer Platz, y sólo por un par de marcos los turistas se llevaban de paso un trozo de muro a casa. Del otro lado, donde había sido Alemania del Este, el escenario era un descampado con edificios en ruinas.

Este año volví a Berlín, veinte años después de aquella primera vez, y la “escenografía” de aquella gran ciudad era completamente otra. Ya al llegar, la estación de tren me impactó con su reconstrucción completamente contemporánea, y el Potsdamer Platz estaba rodeado de una majestuosa arquitectura moderna. La cúpula de vidrio que construyeron en el Sony Center es realmente una belleza de la arquitectura de hoy en día. Entre el Este y el Oeste ya no se distinguían fácilmente las diferencias, sólo una línea de asfalto trazaba el lugar donde estuvo el muro, y en el Checkpoint Charlie se había reconstruido la famosa casilla de control, aquel punto estratégico de la ciudad en donde muchos alemanes habían perdido su vida intentando escaparse, se había transformado en el mayor centro turístico; vaya ironía... En Berlín me reencontré con una gran amiga uruguaya que fue la que me mostró la nueva cara de la ciudad, y justo ese día, jugaban en el mundial Uruguay y Corea. Vimos el partido sentadas en un bar al aire libre, lleno de alemanes tomando cervezas. Al día siguiente, hicimos una hermosa caminata bordeando el río Spree. El aire fresco y el cielo despejado le daban a la ciudad un toque liviano, como si todos estuviéramos envueltos en una gran burbuja de jabón. Frente al río se veían interminables filas de reposeras donde la gente tomaba sol. Aquel clima sereno era como una bendición si uno recordaba que hacía más de veinte años mucha gente se había lanzado a aquel mismo río para escaparse, sin mucho éxito.

Para mí fue emocionante ver aquel renacimiento de Berlín; allí se palpaba con claridad el florecimiento de Alemania, y la fuerza que está reconquistando a todo nivel. Por otra parte, Alemania todavía carga con el estigma de la segunda guerra mundial, y ese tema sigue siendo una especie de tabú, algo de lo que se prefiere no hablar, y ese silencio sinceramente me preocupa, porque de alguna manera encubre por dónde se desliza sutilmente la serpiente del actual nazismo. En el resto de Europa, estas corrientes extremistas se identifican con mayor claridad, pero Alemania casi no da señales al respecto, y eso me parece peligroso.

sábado, 25 de septiembre de 2010

detrás del muro

Antiguamente, en Europa, el encargado de cuidar un faro vivía allí mismo con su familia. En estas últimas vacaciones que tuvimos con Chris, el faro de Ameland me recordó esta historia: una ex alumna, medio alemana, medio holandesa, un día me contó que tenía unos tíos que habían vivido en el faro de un lugar de Alemania del Este. De niña, ella iba a menudo a visitarlos, y con sus primos inventaban historias de fantasmas cuando caía la noche y el ojo del faro se encendía desparramando luz como agua sobre el campo.
Los niños juntaban ramas, hojas y piedras con las que rodeaban la base del faro y soñaban que construían sus propias casas, o jugaban a las escondidas desafiando aquella luz que giraba en el cielo y que dos por tres los descubría detrás de un árbol.
“Era como vivir adentro de un cuento”, algo así me había dicho mi ex alumna hacía un tiempo.
Hasta que llegó el momento en que se levantó el muro, una profunda herida entre las “dos Alemanias” y, detrás de él desaparecieron el faro, los tíos, los primos, los juegos de fantasmas, y una parte de su infancia.
Después de la caída del muro, ella volvió a aquel lugar donde todavía se hallaba en pie el viejo faro sin luz y completamente deshabitado.

Hay un muro que tiene y no tiene que ver con el de Berlín; un muro invisible que me golpea por dentro cada vez que siento miedo, inseguridad o desamparo, y a veces es muy sutil, casi imperceptible, y puede asaltarme en cualquier parte. Cuando lo descubro, enciendo un mechero dentro de mí e intento derretirlo con la esperanza de poder sentir con claridad lo que está pasando, y si fuera de mí todavía hay murallas, a pesar de sentirme desnuda y vulnerable, lo prefiero en vez de permanecer ahogada detrás del muro.

En la época en la que conocí a aquella alumna, recién empezaba a dar clases de español en Rotterdam, hacía sólo un año que vivía en Holanda, hablaba un poco holandés pero si los alumnos me decían algo muy rápido, tenía que pedirles que me lo repitieran más despacio y todas esas cosas que pasan cuando uno comienza a comunicarse en otra lengua. Al principio, no fue nada fácil la comunicación con mi ex alumna; tuvimos que derribar varias murallas pero con el tiempo fuimos construyendo puentes que a veces se tendían sólo con una mirada, una broma o una sonrisa. Al cabo de dos años, un día me trajo escrita en español su propia versión de la historia del faro y me emocionó.
La había escrito muy bien.
Al finalizar el último curso, se despidió de mí con un abrazo y me dijo:
“Amiga, gracias por todo”.
Sentí un calorcito en el pecho y pensé, este tipo de cosas son las que realmente me mueven.

A ella le dedico este texto y espero que se encuentre bien.

viernes, 10 de septiembre de 2010

noche de tormentas y frutas

No recuerdo qué fue primero, si el golpe ensordecedor del trueno que retumbó en medio de la noche como si el cielo se hubiera quebrado en mil pedazos, o el sacudón que me dio la última imagen que tuve de la pesadilla de la que me acababa de despertar. Después de aquel crujido feroz, el cielo se iluminó y volvió a apagarse más rápido que el flash de una cámara de fotos, y en ese instante Chris abrió los ojos, me miró asustado, me abrazó debajo de las sábanas y se dio media vuelta, volviéndose a dormir como si no hubiera pasado nada.
No pegué un ojo en toda la noche. En mi cabeza habían quedado resonancias de aquel disparo en medio de la noche, entremezcladas con fragmentos de la pesadilla que me había dejado vestigios de un sabor amargo. Pero, respeté sus dulces sueños, le di un beso casi en el aire, me levanté en puntitas de pie, y me escabullí como la luna cuando las nubes la acarician con sus velos silenciosos.
Bajé las escaleras con la sensación de que descendía al camarote de un barco que atravesaba la marea en plena tormenta. El suelo de casa temblaba debajo de mis pies. Afuera se había desatado la lluvia con todas sus fuerzas, en la cocina encendí una luz tenue, y me puse a hacer una ensalada de frutas. Lavé cerezas, frutillas y moras, frutas que no me vieron crecer en mi niñez pero que tienen un sabor tan delicioso como si las hubiera probado antes de nacer. En cambio, aquellos frutos que mis dedos sentían debajo del agua de la canilla, sí vieron cómo crecía Chris en esta tierra nórdica.
Mi infancia rodó entre manzanas y naranjas en invierno, y rodeada de higos, uvas, duraznos y ciruelas en verano.
Mientras limpiaba la fruta intenté SENTIR.
¿Qué me había provocado aquella espantosa pesadilla? De golpe se me cerró el pecho, la garganta me dolió al tragar, los ojos se me nublaron de lágrimas, y descubrí un terrible miedo a volver a lo más doloroso de mi pasado, a la oscuridad en la que me había hundido tantas veces hasta tocar fondo. Sin embargo, siempre resurgí de las tinieblas, ¿y en aquél sueño? Alguien con quién nos hicimos mucho daño en el pasado, una persona con quién sobreviví situaciones muy dolorosas, me tenía atrapada en el vagón de un tren, no me dejaba salir de mi propia historia, se burlaba de mi feliz presente, y yo le pedía a gritos por favor que me soltara, le decía que no tenía más tiempo que perder, que mi viaje seguía hacia adelante y que no podía detenerme en aquella vieja estación.
No me acuerdo con nitidez si la persona me entendía, lo que sí recuerdo es esa sensación de angustia, de ahogo, que me producía estar en aquel tren y, a pesar de eso, dormida y todo, sabía que el gran salto, que la liberación de aquella angustia era abrir los ojos, soltar el llanto y el dolor con una bocanada de aire, como si recién hubiera nacido, y volver a despertarme al lado de Chris.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

molino de luz

Nubes en el horizonte, sombras en el mar, manchas de tinta azul o piedras flotando en el agua como cosas suspendidas en el tiempo y en el espacio.
Lo único que escuchábamos era el constante zumbido del barco, y su proa, como si fuera una tijera, cortaba aquella tela infinita arrugándola en olas pequeñas.
Viajábamos hacia Ameland; una de las islas del norte de Holanda. Durante el verano, cuando la marea está muy baja, ¡se puede caminar sobre ella y llegar hasta esas islas!
Nos hospedamos en un pueblo llamado Hollum. Por las noches salíamos a caminar, desde lejos siempre se veía la luz del faro; estrella gigante que apuntaba hacia distintas direcciones en medio de un pequeño bosque desde donde aún no se alcanzaba a ver el mar pero sí se escuchaban sus rugidos cada vez que se levantaba viento.
Después de caminar un kilómetro llegamos hasta los pies de aquel antiguo faro; “molino de luz” que guiaba a los barcos en medio de la noche y agitaba nuestros corazones como las hojas de los árboles.

martes, 31 de agosto de 2010

noche de San Agustín

El tiempo era ideal para comer afuera; ni demasiado frío ni demasiado calor, sólo se respiraba ese aire fresco típico de la montaña. Cerca de nosotros se escuchaba un acordeón que una rumana tocaba enfrente a una de las carpas. Las ramas de los abetos se veían aún más oscuras bajo aquella noche de luna llena.
Los tanos, dueños del campamento, hicieron una especie de asado; mientras la carne se hacía al fuego, preparaban una picada con aceitunas, quesos, pan casero, jamones y vinos italianos. Giovanni y Antonella nos invitaron a cenar, hablaban solamente italiano con una naturalidad como si les entediéramos todo. Yo le traducía a Chris lo que podía, y a ellos les respondía con mi precario italiano entremezclado con mi español rioplatense. Chris les hablaba directamente en español, muy despacio, y haciendo gestos con las manos; así nos entendíamos sin ningún problema.
Aquellos tanos tenían parientes en Argentina, habían intentado vivir allí pero la nostalgia había sido más fuerte y al poco tiempo regresaron al norte de Italia. Les conté que mis bisabuelos por parte de mi abuelo materno venían de Nápoles, habían viajado hasta Sudamérica y finalmente se habían radicado en Montevideo a principios del siglo XX.
Me preguntaron hacía cuánto tiempo que vivía en Holanda y si echaba de menos a mi país; les dije que a veces sí, pero que no lo extrañaba más que a mi infancia o a mi adolescencia, y por eso me sentía igual que cualquier otra persona, fuera inmigrante o no. ¿Quién no añoraba más o menos, algo de su pasado? También les conté que vivíamos en Holanda una vida muy intensa, que teníamos nuestro hogar, muchos amigos holandeses y de otros países, y eso me ayudaba, naturalmente, a convivir mejor con la nostalgia que cada tanto me golpeaba la ventana, susurrándome cosas al oído. Me preguntaron si no me sentía extranjera en un país con una cultura tan distinta a “la nuestra”, la latina. Y les dije que no, porque para mí ser “extranjero” significaba estar por fuera, no comprometerse con uno mismo y con el lugar donde uno vivía, y como para mí ese lugar era el planeta tierra, yo no me sentía para nada por fuera.

Es como lo de las religiones, habrá tantas formas de interpretar a Dios como seres humanos en el mundo, pero la creación es sólo una: el sol, el cielo, la tierra son los mismos viajes adonde viajes, y los seres humanos también, todos somos de carne y hueso, en todas partes la gente se ríe, llora, necesita amor; entonces, yo sólo creo en una sóla raza, la humana, con nuestras virtudes y nuestros defectos, cada quién con su cultura, su idioma, su forma de pensar y de sentir la realidad, pero en cualquier rincón del mundo uno puede hacerse un amigo, y eso basta para empezar a sentirse en casa.
Tuve la suerte de haber vivido desde niña en varios países, y hasta ahora no encontré ninguna sociedad, ninguna “raza” superior; creo que está más que vivencialmente demostrado que Hitler se equivocó en su modo de pensar y de actuar. Su filosofía se pagó con el precio de muchas vidas.
El cuatro de mayo de cada año en Holanda se hace el dodenherdenking que significa el recordatorio a los muertos. Ese día, el país entero se para a las ocho de la noche, y hace dos minutos de silencio en conmemoración a todas las víctimas de la segunda guerra mundial; se trata de una ceremonia importante porque perdonar no es lo mismo que olvidar. Para mí, perdonar es limpiar profundamente una herida e intentar no volver a cometer los mismos errores, y para eso se necesita tener la memoria no resentida pero sí despierta.
El 5 de mayo es el bevrijdingsdag, el día en que los holandeses festejan la retirada de la ocupación alemana, y se trata para todos de un festejo importante.

Creo que también le comenté algo de todo esto a Antonella, mientras ella me escuchaba con especial atención. Después de un breve silencio, me pidió que a nuestro regreso le enviáramos una postal desde Holanda, que nunca había estado en ese país, pero quizás algún día se animara a viajar para estar allí un cuatro de mayo, y homenajear a unos parientes que habían muerto en la segunda guerra mundial...
De repente, Chris me interrumpió la conversación para mostrarme un punto rojo que temblaba en el cielo. Aquella luz venía de la cima de una montaña; parecía un rubí en medio de la oscuridad; Chris intentaba fotografiarlo pero no era fácil, la noche estaba muy oscura, y en el campamento apenas habían unas lámparas encendidas a gas.
¿Aquello sería un incendio?
Le pregunté a Antonella qué era aquella luz roja que se veía desde tan lejos. Era una fogata encendida por los propios montañeses por el día de San Agustín.
Cada pueblo enciende un fuego en la cima de los Alpes una vez por mes en nombre de un Santo. Durante los foguerones brindan con vino o champán, a veces hacen música, bailan y disfrutan de la noche al aire libre. Durante la cena con aquellos tanos tan simpáticos, nos dimos cuenta de que estábamos rodeados de fueguitos que pestañeaban desde las cimas de las montañas, iluminando la noche entera desde todas partes.

Ahora, mientras escribo en casa acompañada de un café, enciendo una vela, y pido por la paz de todos aquí en el planeta tierra.

lunes, 23 de agosto de 2010

el clarinetista

Un hombre tocaba el clarinete como los dioses, interpretaba una música israelí que nos sacudía a todos en aquella esquina del casco antiguo de Delft. Enseguida se formó un pequeño público a su alrededor: una pareja de veteranos se miraron entre ellos y dijeron, “toca genial”; luego, le dejaron unas monedas; una muchacha frenó de golpe, bajó de la bicicleta, y se detuvo a escucharlo con una sonrisa que le iluminaba la cara; un japonés vestido con un frac blanco le sacó muchas fotos; unos niños se pusieron a bailar, un perrito los miraba moviendo la cola, y a mí, se me puso la piel de gallina. El clarinetista provocaba todas esas cosas. Algunas personas seguían de largo, como si escucharan llover, pero de alguna manera se integraban igual a aquel paisaje ciudadano. Era difícil ser indiferente al arte de aquel músico; sus melodías conmovían hasta los árboles.

De golpe me imaginé al mundo del internet como a una gran avenida: la gente atravesaba blogs, páginas web como si fueran galerías, y de repente extrañé la reacción espontánea e inmediata que un músico, un actor o un bailarín, reciben en el momento de producir arte en vivo y en directo. Eso tiene un impacto emocional incomparable. Lo sé por haberlo vivido durante la época en que me dedicaba más a bailar que a escribir. Aquella mañana de feria, el clarinetista cuyo nombre desconozco, me lo hizo revivir profundamente. Cerré los ojos, visualicé un pequeño escenario en la playa, me vi otra vez bailando con las olas, con el viento arremolinando la arena y las gaviotas que sobrevolaban al escenario dando giros en el cielo. Después de soñar despierta, abrí los ojos, el músico seguía tocando y yo me fui a la feria. Regresé al rato, con bolsas llenas de frutas, verduras, y una flor para el clarinetista. Quise agradecerle los sueños de aquella mañana, pero él ya no estaba.

viernes, 13 de agosto de 2010

el mundo y sus extremos

En un pueblo de casas muy rudimentarias, sólo con una calle sin asfaltar y un sol que calcinaba, había una camioneta pintada con el slogan de un partido político keniano; al lado de la camioneta, un hombre de traje y corbata pensaba en algo, con la mirada fija en el horizonte, y a pocos pasos de él, una jirafa comía bajo la sombra de un árbol. ¡Qué cuadro de Dalí!, pensé, sonriéndome.
Pero el clima de las campañas electorales en Kenia, no inspiraba ninguna sonrisa. La gente se veía tensa, nerviosa, con miedo.
“Creo que es mejor que nos vayamos mañana”, le dije a Chris, el día antes de volvernos a Holanda, “la cosa está que arde”, y el pueblo ardió de furia el día después, cuando hubo elecciones, y enseguida estalló una guerra civil. Nos parecía surrealista verla por televisión, cuando habíamos estado ahí, el día anterior.
Esta experiencia en Kenia de hace tres años atrás, me dejó pensando en muchas cosas: que ponemos demasiadas expectativas en los políticos, que en el caso de los kenianos es natural que lo hagan porque el nivel de corrupción de muchos gobiernos africanos es vergonzoso, y esos gobernantes le deben todo a sus pueblos, agua potable, luz eléctrica, una casa digna, salud y educación. En una sóla palabra, la base esencial para poder vivir dignamente. El tema está en que esa base no se construye de la noche a la mañana, y hay que crearla entre todos. Uno de los problemas más graves de las poblaciones marginadas es que están convencidas “de que no pueden salir adelante”, y eso es triste de ver y de oír en las historias de la gente. Ese convencimiento los hace aún más vulnerables y para los políticos corruptos es muy fácil manipularlos.

En Holanda hubo elecciones hace ya unos meses y salió una coalición entre la derecha y la derecha extrema que a mí no me gusta. Pero, todavía no se ponen de acuerdo para gobernar, sin embargo, la gente aquí en Holanda se sigue levantando cada mañana para ir a laburar, y creo que muchos holandeses no esperan demasiado de esta nueva coalición que si no se pone de acuerdo, el pueblo ya exigirá nuevas elecciones. Espero que las haya pronto y que podamos obtener un resultado menos extremista. Tampoco me convence la extrema izquierda porque no me gustan los extremismos de ningún color. No creo en verdades absolutas, ni en la política, ni en el arte, ni en la religión, ni en ningún aspecto de la vida. A mí me gusta que piensen diferente a mí porque de esa manera puedo acceder a otro punto de vista. Mi esposo es ingeniero y me fascina hablar con él de cualquier tema; muchas veces tiene una visión diferente a la mía, y eso me enriquece.
Pero por sobre todas las cosas, me gusta vivir en paz.

Y es lo que más le deseo al mundo.

lunes, 2 de agosto de 2010

kenia, tierra de nadie - tierra de todos (3)

La camioneta en la que viajábamos nos sacudía como si de golpe nos hubiéramos caído en una especie de licuadora gigante. Por la ventanilla (en lugar de calles asfaltadas, semáforos, quioscos, y los típicos cafés que uno ve al recorrer una ciudad) se veía una vegetación espesa, abundante, que nacía de todas partes y apenas dejaba que se filtrara algún rayo de sol. Mis ojos no podían distinguir ni el comienzo ni el final de aquellas plantas enormes contorsionándose como serpientes. Más allá de los pájaros y algún mono perdido en medio de la vegetación, casi no había animales. Después de haber viajado durante horas entre aquellas montañas desde donde se podía ver de lejos el famoso monte Kenia, descendimos a una especie de llanura donde las cebras pastaban tranquilamente bajo las acacias.
Estábamos de camino a Naivasha, Maarten nos llevaba hasta su casa, cuando de repente frenó la camioneta como si le hubieran puesto luz roja, miré hacia adelante, y quedé prendida de esta imagen: una jirafa cruzándosenos por el camino con paso elegante, y al llegar al otro lado, nos hizo una gentil reverencia.

martes, 27 de julio de 2010

kenia, tierra de nadie - tierra de todos (2)

Cuenta la leyenda keniana que un día hace mucho tiempo un Dios belicoso arrancó un árbol, y después, volvió a clavarlo en la tierra pero con sus raíces de cara al cielo. A eso se debe la forma extraña y grotesca del tronco y las ramas del baobab. No es tan fácil encontrarse con este árbol sagrado por el camino. Los kenianos creen que en todos los pueblos donde hay un baobab, habrá abundancia. Nosotros llegamos a ver uno sobre la costa del océano Índico en un pueblo de pescadores musulmanes; el mismo árbol parecía un gran Dios con su cabellera despeinada, gordo de tanto beber y comer en los banquetes de los dioses kenianos, y los niños jugaban alrededor de él. Detrás del árbol sagrado, el pueblo había construido una mezquita.
El baobab tiene un tronco hueco, de 9 a 10 metros de altura y hasta 10 de circunferencia, y una grieta por donde se puede ingresar a su interior.

Meses después de haber viajado por Kenia, una vez vi un documental sobre el baobab y unas tribus africanas muy antiguas. Las mujeres embarazadas iban a parir sus hijos dentro del árbol sagrado.

jueves, 22 de julio de 2010

kenia, tierra de nadie - tierra de todos (1)

Cuando llegamos por primera vez a la sabana keniana, tuve esta sensación: estoy en tierra de nadie y en tierra de todos. La primera impresión fue la de una tierra despojada; no se veían personas por ninguna parte, sino sólo animales, a excepción de otras camionetas de viajeros con las que nos cruzábamos cada tanto. Pero, naturalmente, nadie se atrevía a caminar por la sabana. Los únicos pobladores de aquella desmesurada naturaleza eran los búfalos, elefantes, gacelas, cebras, pájaros de todo tipo y color, entre otros tantos animales salvajes. Ellos estaban libres y nosotros encerrados dentro de la camioneta, especie de jaula humana con ruedas.
Nubes y más nubes de polvo se iban levantando sobre la marcha, mientras atravesábamos caminos de tierra con nuestra precaria camioneta-jaula. Un profundo silencio caía sobre nosotros; llovizna que nos iba penetrando sin darnos cuenta. Sólo el gemido de algún animal interrumpía aquel silencio de vez en cuando. Entonces, era como haber llegado a la casa de los animales; la sensación opuesta a la que tenía de niña, cuando iba al parque zoológico de Montevideo o de Buenos Aires.
En medio de la sabana me desarmé ante la fuerza del reino animal, y me vi aún más pequeña frente a esa imponente naturaleza. Sin embargo, a medida que iba transcurriendo el tiempo, empecé a sentirme parte de todo aquello. El miedo fue disipándose, como las nubes cuando se corren en el cielo y dejan que se vea la cara del sol completamente despejada. Así fue cómo me conecté con ese sentimiento ancestral; me sentí parte del origen de todas las cosas. Y fue en ese momento en que pensé, “estoy en la tierra de todos; aquí también es mi casa”.
Ahora, a veces, caminando por las selvas ciudadanas me descubro con más miedo del que tuve aquella vez en medio de la sabana.

martes, 20 de julio de 2010

en los bosques de finlandia

 En medio del bosque, una frutilla diminuta. Las copas de los árboles se veían como manos abiertas pidiéndole algo al cielo. Y el sol derramaba entre aquellos dedos larguísimas cintas de luz. En pleno verano las noches se toman vacaciones en estos países nórdicos, y el sol reina todo el día ocultándose apenas a la madrugada. Aquella frutilla, salpicada de rocío, parecía moverse sutilmente entre las hojas bajo la luz de la tarde. ¿Acaso la estaba imaginando? No. Era tan real como en los sueños. Cerré los ojos y la sentí en la boca despedazándose en mil sabores tan intensos como caricias a la hora de la siesta, y la lengua alegre haciéndose un festín en medio del bosque donde no había ni un alma en pena; sólo un reno me observaba desde lejos. Curiosamente no le tuve miedo y creo que él a mí, tampoco. Un estado de armonía suspendido en el vértigo de esa cuerda floja llamada tiempo reinaba en aquel sitio.

¿Cuánto más duraría aquel recobrado paraíso?

martes, 13 de julio de 2010

¿la máquina naranja o la celeste?

Un montón de e-mails y de sms recibimos con Chris el mismo día que Holanda y Uruguay jugaron en el mundial. Nuestros amigos holandeses querían saber “por quién íbamos a hinchar”, y algunos nos gastaban bromas diciéndonos que tal vez este fuera el “primer conflicto matrimonial que se nos presentara”. Me hicieron reír mucho, y de esta manera, al principio casi sin darme cuenta, empecé a sentir más de cerca el espíritu popular que se genera a partir del mundial. La verdad es que nunca me apasionó el fútbol ni es de las cosas que más me fascinan hasta el día de hoy. Es más, hasta hace poco, me era indiferente. Me parecía que sólo servía para exacerbar el nacionalismo de los pueblos y que la masa descargaba toda su agresividad en cada partido de una manera muy violenta para mi gusto. Pero en este mundial me detuve a observar (más despojada de prejuicios) todas las pasiones confrontadas que este juego despierta en la gente, incluyéndome a mí. Hasta el punto de que fuimos a ver el partido Holanda-Uruguay a la casa de unos amigos, con las camisetas ¡intercambiadas! Chris, con la celeste y yo, con la naranja. A mí me hubiera gustado que pudieran empatar pero eso no era posible en una instancia como en la del mundial.

Cuando recién llegué a Holanda (casi cuatro años atrás) y me preguntaban en la calle de dónde venía y yo les respondía, soy uruguaya, la mayoría de la gente quedaba boquiabierta y fruncía el entrecejo intentando ubicarse en el mapa. A no ser, los fanáticos del fútbol, esos se sabían de memoria donde estaba Uruguay, gracias a la primera copa mundial que ganamos en los años 30 y luego, gracias al gran triunfo del maracanazo. A mí, sinceramente, apenas me alegraba que identificaran a mi país a través de estos sucesos de la historia futbolística. Me hubiera encantado que me dijeran: “Ah, sí, Uruguay, el país de Horacio Quiroga, de Idea Vilariño, de Juan Carlos Onetti, o de Pedro Figari o de Eduardo Fabini”... por nombrar sólo algunos de los tantísimos talentos que ha dado nuestro país.

En cambio, la semana pasada, cuando les preguntaba a los Holandeses vestidos de naranja: ¿Y, quién gana el mundial hoy, la máquina naranja o la celeste? Me decían muy confiados que iba a ganar Holanda. Pero luego, cuando me preguntaban de dónde era, y yo les decía, de Uruguay... “¿Het is waar?” (¿De verdad?) me preguntaban, poniéndose de todos colores. Claro, es que no somos muchos los uruguayos que vivimos aquí en Holanda y calculo que en Delft ¡es muy probable que sea la única! Entonces, alucinaban pero sabían muy bien quiénes éramos y dónde estábamos ubicados en el mapa; bien al sur, entre dos grandes países, Argentina y Brasil.

Ahora, a cierta distancia de toda esta movida emocional, me pregunto hasta qué punto es tan importante que todo el mundo sepa “quiénes somos y dónde estamos”. Ya que hay muchos pequeños países en África, por ejemplo, que si me detuvieran en la calle para preguntarme en dónde quedan, también me quedaría boquiabierta. Por eso, si bien por un lado me encantaría que nuestra cultura se expandiera más, así como también las miles de culturas que seguramente desconozco, siento que sería bueno que sucediera sin esa carga de patriotismo insoportable que se nos inculca desde niños, y que no nos ayuda ni nos ennoblece en absoluto, sino todo lo contrario. A mí me gustaría que este tipo de efectos sociales tan fuertes como los que produce el mundial, produjera más acercamiento, más unión entre los pueblos, y que ayudara a flexibilizar las fronteras para que todos pudiéramos circular entre los países más libremente, no sólo para ir a ver los partidos del famoso mundial, sino para poder llegar a ser algún día verdaderos ciudadanos del mundo; un mundo que nos permita mantener nuestra propia identidad con dignidad y con tolerancia, vayamos a donde vayamos, y que a su vez, nos facilite la posibilidad de circular en él sin miedos ni resentimientos; un mundo que dé la libertad de elegir el lugar en donde queramos vivir, porque más allá de todo, la tierra es sólo una. Y son más las cosas en común que tenemos los seres humanos (no importa de qué procedencia) que las diferencias que nos separan. Por eso, mi sueño y mi intento de cada día es siempre “volver a empezar de nuevo” y acercarme un poquito más, en lugar de alejarme. Soy un ser humano como todos, y estoy aprendiendo a aceptar que a veces me toca perder y otras veces me toca ganar. En lo que respecta a crear un mundo más tolerante, creo que es la responsabilidad de todos nosotros, y que todavía nos falta mucho, pero, estamos en el camino...

miércoles, 7 de julio de 2010

noches de luna llena

Cuando era niña me encantaba hablar con la luna llena.
En las noches de verano abría las ventanas de mi dormitorio para dejarla entrar. Al recibir su resplandor en la cara, me acurrucaba en la cama abrazando a un oso de peluche. Los ojos de las muñecas brillaban tanto bajo aquel baño de luna que parecía que iban a echarse a llorar. Pero yo no quería que se pusieran tristes; entonces, me levantaba de la cama para cerrarles los ojos. Después que todas las muñecas ya dormían, a mí me costaba dormirme. Si fijaba la mirada en la luna durante mucho tiempo, todo lo que me rodeaba empezaba a desaparecer. Ella solía transportarme a otro lugar. Un sitio seguro donde nadie gritaba, ni se oían insultos, ni amenazas. Se trataba de un mundo inexistente donde siempre podía flotar en el mar, acostada boca arriba, mirando el cielo y las gaviotas hasta quedarme dormida. De niña le tenía mucho miedo a la oscuridad y por eso me había aliado con la luna llena. Las noches en que no había luna ni estrellas, mis padres dejaban encendida la luz del corredor y entornaban la puerta de mi cuarto, pero no era lo mismo. Cuando era adolescente, bastaba cerrar los ojos para que los grillos llenaran todo el vacío de la noche, y cuando los volvía a abrir, la luna estaba mirándome con sus grandes ojos aguados. Me tumbaba en el césped a comer higos y a hablar con ella. Sabía de mí, más cosas que yo misma. Le contaba todo lo que quería olvidar, lo que me atormentaba el sueño, lo que no quería que nadie supiera. Hasta hoy mantengo cierta “relación”con la luna llena. Cada vez que vuelvo de trabajar y me la cruzo de camino a la estación, es como ver una página en blanco. Cuando su presencia se impone ante los altísimos edificios de Rotterdam, reflejándose en los cristales de las construcciones modernas, dejo pasar delante de mí a toda la gente, no corro detrás de ningún tren, y me detengo sólo a mirarla. El claro de luna es un oasis o una puerta de salida en medio de semejante ciudad donde puedo dejar de pensar en todas las cosas que tengo que hacer para el día siguiente. Hacía unas semanas Chris se había ido a Japón por trabajo. Y una noche, en la ventana de casa, me sorprendió una luna llena igualita a como la dibujaba cuando era niña: una circunferencia más grande que el resto del mundo, arriba de un techo a dos aguas. Me quedé un buen rato contemplándola desde el living con las luces apagadas. ¿Con cuántas lunas habría hablado en mi vida? Nunca las había contado. De repente, sonó el teléfono. Me sobresalté y fui corriendo a atenderlo. –Hola, ¿Chris? Nadie respondió. –Amor, ¿sos vos? –insistí. Pero la línea no comunicaba bien; sólo podía escuchar un ruido molesto, como si estuvieran arrugando bolsas de nailon desde algún otro rincón del mundo. Corté y antes de acostarme miré el reloj; ya era demasiado tarde. Me fui a dormir pensando en quién habría llamado. En plena madrugada volvió a sonar el teléfono y me despertó. Me levanté de la cama, bajé las escaleras todavía medio dormida, y cuando iba a levantar el tubo, el teléfono dejó de sonar. Miré por la ventana y vi cómo una luz pálida cubría todo el parque; una nube gigante y espesa que se iba devorando todas las hojas de los árboles. Sólo se escuchaba el canto de algún pájaro, anticipando el amanecer.

sábado, 19 de junio de 2010

casa-raíz-manta-cobijo

La primera vez que me fui de la casa de mis padres, tenía dieciocho años. Volví muchas veces y por circunstancias diferentes que ahora, no vienen al caso. Cada vez que volvía, la sensación era la misma; regresaba a la casa de mis viejos con una frustración más a cuestas, la de no haber podido conquistar mi propio lugar. Eso me daba una gran inseguridad y me angustiaba muchísimo. Me costó un buen tiempo llegar a sentir que yo también pertenezco a este mundo, que yo también tengo el derecho a existir, a estar aquí; le guste y a quién no le guste cómo soy. Durante años busqué mi lugar, paradójicamente, fuera de mí, y por eso no lo encontré en ningún sitio. Pero en el momento en que empecé a conocerme desde un punto que de tan profundo, casi sólo Dios lo ve, la realidad empezó a cambiar a mi alrededor. Con esto no quiero decir que una vez que toqué fondo y me encontré con mi propia naturaleza, se hubiera concluido algo. Más bien, todo lo contrario. Empezó todo de nuevo y vuelve a empezar, cada instante, cada mañana, al abrir los ojos y despertar. Eso es para mí estar vivo; lo demás, es simplemente escapar. Hasta hoy en día ese es mi mayor desafío; vivir en lugar de fugarme de la realidad. Lo segundo, siempre me resulta más fácil. Pero a su vez, me deja un gran vacío, como si se tratara de un agujero sin fondo. Un pozo sin agua. Cuando estoy conmigo, cuando logro fluir con mi propio caos y con el que me rodea, estoy en paz y no me siento sola. El 2004 fue un año crucial para mí. Aunque cada día es importante, aquel año me marcó por muchas cosas. Me separé de mi ex pareja. No volví a lo de mis padres. Me fui a vivir a una pensión montevideana. Recuerdo que la pieza era tan pequeña que al levantarme de la cama mis rodillas se daban contra un ropero viejo. La dueña de la pensión era una vieja gorda muy desagradable que siempre dejaba la cocina llena de grasa. A pesar de todo eso, no quise irme corriendo a lo de mis padres porque sentía que aquel lugar era sólo un momento de transición. Es más, lo agradecía cada noche con una velita encendida en mi mesa de luz porque estaba segura de que todo aquello era un buen punto de partida. Por las mañanas, hacía un gran esfuerzo para ir a clase. No tenía ganas de ir al IPA. Estaba realmente deprimida. Las únicas clases que a pesar de todo me motivaban un poco, eran las de Literatura Española. Recuerdo que un día le dije al profesor: -Discúlpeme, por favor, siempre llego un poco tarde. Pero me acabo de separar y estoy muy triste. Por suerte, él me comprendió y me dijo que no me preocupara de la hora. Que lo más importante era que siguiera yendo a clase. A los pocos meses de haber vivido (o sobrevivido) en la pensión de la vieja, una gran amiga recibió una beca para ir a escribir a Francia y me dejó un escritorio que estaba alquilando. Era una casa antigua con un hermoso ventanal que daba a la calle y estaba amueblada como para vivir. Aquel alquiler era simbólico porque no se trataba de demasiado dinero. Y para mí fue como una salvación. Al poco tiempo de haberme mudado allí, falleció Mario Levrero. Un gran escritor uruguayo, también un amigo muy querido y un gran maestro. Ese fue otro golpe fuerte, no sólo para mí sino para toda una generación de escritores jóvenes uruguayos. Pero bueno, había que seguir... hay que seguir adelante. Nada empieza ni se acaba con nadie. Al poco tiempo de haber fallecido Mario, sentí que su espíritu me susurraba al oído: “Ale, si querés escribir, hacelo ahora. No hay tiempo que perder.” En ese momento empecé a esbozar el viejo bosquejo de lo que ahora es la actual novela que estoy corrigiendo. El 2005 fue un año de renacimientos. Publiqué en Montevideo mi primera novela corta, La derrota, editorial Artefato. Conocí a Chris. Y el año pasado, el día que vinimos a ver esta casa, lo primero que sentí al mirar las ventanas que dan al parque, fue una sensación de total bienvenida. La casa me recibió con los brazos abiertos. En ese momento, no tuve que enseñar ningún tipo de pasaporte, ni demostrarle a nadie lo interesante que puedo llegar a hacer. Con sólo el hecho de Ser y de apreciar todo lo que me rodeaba, era más que suficiente. Me dieron ganas de plantar raíz en ese mismo momento y en ese mismo lugar. Cuando miré la chimenea sentí que una manta se deslizaba sobre mis hombros. Estábamos en invierno. Hacía mucho frío. Eso de sentirme arropada, también era importante. Al descubrir un cuarto en una de las esquinas de la casa con sus ventanas con forma de proa de barco, sentí: aquí podría cobijarme para escribir. Las terrazas de la casa, me conectaron más bien con un estado de compartir: noches de verano con Chris, alguna cena con amigos. Fue entrar a esta casa, donde nos acabamos de mudar, y fue sentir todo eso. Aquí puedo hacer mi nido en paz. Plantar raíz. Volar con los pájaros, cuando los escucho cantar cada mañana. Después, fueron siete meses de intensas reformas. Tuvimos que trabajar el terruño antes de plantarnos en él. Aquello del café instantáneo es sólo una ilusión que se nos vende a un precio demasiado alto para mi gusto. Cada vez que elijo vivir más y fugarme menos, emprendo un viaje, un nuevo proceso, que me cuesta mucho trabajo, tiempo y energía. Pero de todos modos, la vida se nos va igual; hagamos lo que hagamos. Por eso, yo prefiero vivirla, intensamente.

lunes, 7 de junio de 2010

la llegada

Cuando llegamos, nada olía a nosotros. Era necesario descubrir y habitar cada rincón para que se fuera impregnando de lo nuestro. Poco a poco lo fuimos haciendo. Ahora, la casa huele a hogar. Una de las cosas más impresionantes de la mudanza, fue el parto del sofá. Al principio, unos amigos nuestros y Chris, intentaron subirlo por la escalera, pero aquel intento no resultó exitoso porque el sofá era más ancho. No hubo más remedio que “hacer cesárea”, y lo entramos por el ventanal del living. Al ver aquel sofá elevándose en el aire, con las copas de los árboles como telón de fondo, era imposible no imaginarme un gran par de alas. El sofá se había metamorfoseado en un pájaro rojo; volaba como si su cuerpo hubiera perdido su peso original. Las ventanas estaban todavía desnudas. Al caer la noche, la luz de la calle nos llegaba de todas partes, abriéndose como abanicos llenos de distintos motivos: rombos, pájaros, frutas, flores... Chris es más metódico que yo. Cada una de las cajas que él había organizado tenía una etiqueta de lo que llevaba dentro. Las mías, sólo Dios sabía lo que había en ellas. Yo me había confiado demasiado de mi memoria. Pero cuando quise acordarme de dónde había puesto el camisón, la sensación fue la de no tener ni la más pálida idea de dónde estaba el norte y el sur, el cielo y la tierra, la luna y el sol. Nunca fui buena para orientarme con los puntos cardinales, y en esos casos, donde las cosas están patas para arriba, la confusión es aún mayor. Cuando Chris dijo: -¿Dónde estará mi cepillo de dientes? No pude hacer otra cosa que soltar una carcajada. -¿Y si antes de buscarlo brindamos con un champán? –propuse, a modo de consuelo. -Bueno, eso no es mala idea...-respondió él, sin dejar de mirar hacia todas partes. Después del brindis, caímos fundidos en la cama. Estábamos agotados pero también felices. Acabábamos de plantar bandera. Las ventanas del dormitorio, tampoco tenían ropa. Esa noche no hubo luna. Los relojes de las iglesias brillaban desde lejos. Miré sólo uno de ellos, y al entornar los ojos, aquella media circunferencia se había convertido de pronto en la sonrisa del gato de Alicia. Y así me sentí por un momento, igual que ella; desorientada en medio del país de las maravillas y con un mundo por descubrir.

lunes, 24 de mayo de 2010

la mudanza

Cuando Chris prendió el equipo de música en el living a todo volumen, yo estaba en nuestro dormitorio sin saber por dónde empezar. Pero al escuchar el ritmo de un rap de Eminem, abrí con entusiasmo el cajón de la ropa interior. De golpe, las medias pegaron un salto, aterrizaron en el suelo, y se pusieron a bailar al ritmo del rap. Bailé con ellas. Las llevé hacia el living comedor, sin dejar de bailar ni un segundo. La valija estaba esperándolas. Al vernos, Chris se unió enseguida a la fiesta. Bailamos entre las cajas a medio armar, desparramadas por todas partes. Las cosas se habían ido acumulando en aquel pequeño apartamento de la calle Kruisstraat, y yo, poco a poco las fui olvidando. Regresé al dormitorio y empecé a desempolvar recuerdos, a redescubrir lo que tenía, y a tirar todo lo que ya había perdido su utilidad o su valor afectivo. Eso es para mí una mudanza; un cambio de piel. Dentro de una caja de zapatos encontré un montón de fotos en blanco y negro. Me quedé mirando un instante una imagen que me robó una sonrisa: Mi madre con una minifalda estampada de flores, y mi padre a su lado, extremadamente delgado; los dos estaban en Lovaina, en la residencia estudiantil; miraban por la ventana un paisaje nevado. No sé si en aquella fotografía yo ya había nacido porque en el dorso se le había borrado la fecha. En un cajón del placar donde tenía guardadas cartas y postales de otras épocas, me encontré un rosario de cuentas de madera que me había regalado mi amiga Loli al venirme a Holanda; estaba envuelto en un pañuelo de seda. Y así reaparecieron otras cosas que iban cobrando vida al sacarlas de las viejas cajas de zapatos, de los cajones, de bolsas metidas en los placares; se liberaron del encierro y de la oscuridad, ansiosas por emprender un nuevo viaje. En eso, me di cuenta de que Chris había cambiado de música. Pasamos del ritmo del rap al de las cálidas melodías Cubanas. Sonaba un tema del grupo, Compay Segundo. Volví al living para ver en qué andaba Chris.
-¿Querés tomar algo? –me dijo.
–Sí, gracias; un jugo de naranja me haría bien.
De repente, los músculos del cuello se me tensaron como cuerdas de violines.
-Ay... –dije, tocándome la nuca.
-¿Qué te pasa? –me preguntó Chris, y me dio un vaso de jugo.
-Me duele mucho el cuello y los hombros.
-¿Solamente? ¡A mí me duele todo el cuerpo!
Nos reímos. Afuera, empezaba a rodar la noche, igual que un ovillo de lana azul.
Mientras Chris buscaba algo para picar, descubrí que una de las cajas se balanceaba al son de la música. Me acerqué a ella y vi que él le había pegado una etiqueta que decía, kopjes; significa tacitas en Holandés. Me imaginé a la tetera en el centro de la caja rodeada de tazas. Bailaban juntas en medio de la oscuridad. Entonces, me acordé de la letra de aquel tango que decía:
“Y todo a media luz
crepúsculo interior.
¡Qué suave terciopelo
la media luz de amor!”

jueves, 6 de mayo de 2010

la espera

Estaba en una habitación casi vacía. Ese sitio me resultaba familiar; tenía un banco de plaza, un farol, y un gran ventanal que daba a las montañas. Todo se veía en blanco y negro; entre ambos colores se extendía una intensa gama de grises. Las montañas se veían en un tono grisáceo verdoso. El banco era de un gris amarronado, y el farol tenía un tono igual al del acero. El cielo estaba completamente blanco. El mundo se veía en esos tonos y no había cabida para otro color. Para mí era normal, como si nunca hubiera sido de otra manera. Me acerqué a la ventana, como si esa acción fuera a acelerar la llegada de la persona a la que estaba esperando. Lo que también recuerdo con nitidez, es la ansiedad con la que esperaba a alguien que todavía no conocía. Retrocedí unos pasos hacia el banco, aguanté ahí unos segundos, y volví a caminar hacia el vidrio que me separaba del mundo exterior. No podía estar quieta. Sentí sed. Busqué una canilla pero no había ninguna. Me quedé desconcertada, mirando para todas partes. Cuando fijé los ojos en el paisaje, ya casi sin esperanzas, vi una manchita que descendía de una de las montañas. Esa pequeña figura empezó a crecer; se fue transformando en un hombre delgado y cabizbajo. Él caminaba hacia mi dirección. A esa distancia no podía captar bien su rostro; apenas pude verle el pelo oscuro y el color de su ropa; era marrón. Me pregunté si él sería la persona que yo esperaba desde hacía tanto tiempo. Olvidé mi sed. Dejé de ver la gran ventana que me separaba de las montañas y di un paso hacia adelante. Un golpe brusco me devolvió a la existencia del límite; el vidrio, era mucho más grueso que sus frágiles apariencias. El dolor me cerró los ojos y en el instante en que los volví a abrir, ya no estaba más en ese lugar. Me encontraba en un tren en pleno movimiento, sin saber hacia dónde iba. Yo llevaba puesto un viso de seda azul y estaba descalza. Tampoco eso me inquietó. Empecé a desplazarme por un pasillo que conectaba a los vagones entre sí; estaban todos vacíos. De lejos se escuchaba la melodía de una bandolina. Alguien tenía que haber en alguna parte. Busqué un lugar donde ubicarme con toda naturalidad, como si la memoria hubiese borrado de un plumazo el tiempo y el espacio donde había estado unos segundos antes. Incluso, había cambiado el colorido del mundo que me rodeaba; se había vuelto sepia. Pero para mí en ese momento todo seguía igual, nada había sido de otra manera; sólo contaba el tiempo presente. En eso, vi una cabra instalada en un cupé. La miré sorprendida, ella se dio media vuelta y sacó sus cuernos por la ventanilla, moviéndose de una forma muy altanera, con una impronta sumamente humana. Cuando fui a sentarme a su lado, me desperté. Tenía todo el camisón transpirado. Me costó reconocer el dormitorio, había poca luz. Por un segundo no supe dónde estaba; podía ser Delft o Montevideo o Essen Werden... o ¿cuántos lugares más? Me miré en el espejo de la cómoda y ese gran ojo ovalado me devolvió el reflejo de mi mirada. Algo en mí había cambiado. Todo lo demás, seguía más o menos igual.

lunes, 3 de mayo de 2010

la barra del bar

Recién empezaba la primavera. Viajábamos hacia Oudenaarde, una pequeña ciudad cerca de Gent. Durante el viaje escuchamos en la radio el tema de Los Beatles, Yesterday. Empezamos a tararear la melodía de aquella canción, mientras yo miraba por la ventanilla del auto los paisajes de la campiña flamenca. Todo se veía verde y silencioso. Apenas alguna nube interrumpía el azul del cielo. Recosté la cabeza contra el asiento y cerré los ojos. Chris, aún tarareaba la melodía de Yesterday. Yo lo escuché hasta que me quedé medio dormida. En ese estado fronterizo entre el sueño y la vigilia, se me apareció la barra de un viejo bar y un café con leche con bizcochos. Quizás, también se tratara de una mañana primaveral porque entraba mucha luz por los ventanales de aquel viejo bar montevideano. Antes de caer en un profundo sueño, abrí los ojos y volví a contemplar el campo, sus casas, y sus animales. Pero la vieja barra del bar seguía ahí, como telón de fondo. A esa altura, habían dejado de pasar Yesterday y estaban pasando Paint it Black de los Rolling Stones. Ya era la hora del atardecer cuando llegamos a un pueblo cerca de Oudenaarde. Un belga simpático y panzón nos dio la bienvenida en un hostal donde habíamos reservado una habitación. Cuando entramos, lo primero que vimos fue un bar. El belga apoyó el codo en la barra y nos dijo en flamenco: “Me imagino que todavía recordarán aquellos bares del 1900, ¿no? Bueno, aquí tienen uno ante sus ojos. Esto es pura nostalgia. ¡Es una reliquia!” Al escuchar las palabras de aquel hombre, algo se sacudió dentro de mí, profundamente. De golpe se había materializado la imagen que había tenido durante el viaje. La única diferencia estaba en el dueño del bar; en lugar de un gallego parado detrás de la barra, había un belga vestido de gris que seguramente sería fanático de las canciones de Jacques Brel. Él defendía a muerte el valor de aquella propiedad antigua con una mezcla de añoranza y de humor que no tenía desperdicio. Entonces, el gran océano que separa Bélgica de Uruguay, se había transformado en un hilo de agua. Sólo faltaba un tango de Gardel para estar en el Río de La Plata.

sábado, 17 de abril de 2010

mi primer invierno en holanda

Todavía no había amanecido. Los días en que no veía luz del otro lado de la ventana, solía quedarme en la cama un buen rato más. Y los sueños, me atrapaban en su red. Después, lo recordaba todo; era como si lo hubiera vivido despierta. En ese otro mundo aparecían momentos de mi infancia en Montevideo, como el ombú del patio de mi escuela. Me veía muy pequeña al lado de ese gran árbol. Saltaba a la cuerda con unas compañeras de clase, encima de una montañita de hojas secas. Las hojas se quejaban de nuestros pisotones, pero aquel era nuestro juego predilecto. De golpe dejaba de estar en el patio de la escuela, y me encontraba con un montón de migajas de las famosas galletas María desparramadas por el suelo, que siempre me daba la abuela a la hora de merendar. También se interceptaban recuerdos de mi adolescencia en Alemania; ahí era recurrente el gran campanario de la iglesia. Yo lo escuchaba al llegar a la escuela de artes con el cielo gris a cuestas. La niebla de cada mañana me aplastaba la cabeza igual que la tapa de una olla. Otra imagen de Alemania que solía aparecer en mis sueños con persistencia, era la de las castañas encerradas en sí mismas; dormían a los pies de los árboles. A veces, me las llevaba a casa y las pintaba de colores. Al despertar, reconocía otra vez la textura suave de nuestras sábanas, y veía las gaviotas revoloteando por la ventana de nuestro dormitorio. No había vuelto al pasado. No estaba ni en Montevideo ni en Alemania. Estaba en Delft. Algunas noches, en lugar de sueños tenía pesadillas. Al recordarlas, solía ponérseme la piel de gallina. Y se me venía encima una ola de mar que me revolcaba por la arena, arrastrándome con mis recuerdos hasta la orilla de la cama. La ola era gigante; su cresta tenía una espuma tan espesa como la del champán. Me levantaba intentando dejar atrás el pasado y sus sombras; esas sutiles huellas que van quedando en la memoria. En esos momentos me decía con un tono de voz suave: Ale, todo fue un sueño. No te preocupes. Ya pasó. Ahora nos espera un nuevo día. En aquella madrugada de mi primer invierno holandés quise levantarme igual en medio de la oscuridad. Me senté a escribir. Prendí la computadora y empecé a tantear el teclado, todavía medio dormida. Las yemas de mis dedos eran el bastón blanco de un ciego reconociendo cada letra, como si fuera el rincón de una ciudad al que uno siempre vuelve, inevitablemente. Escribí y escribí durante horas. El tiempo se deslizó tan ágil como un trineo sobre la nieve. Ya eran las nueve de la mañana, y sin embargo, el sol todavía remoloneaba entre las nubes. Este es el invierno del norte, pensé, lo recuerdo muy bien. Y encendí una vela amarilla cerca de la computadora.

miércoles, 7 de abril de 2010

tulipanes

Corro descalza. Atravieso un campo tapizado de tulipanes.
Siento cómo el aire fresco se agita en mis pulmones, despojándome. Olas gigantes de pétalos rozan mi cuerpo mientras danzo con ellas, y en las manos me van quedando las marcas de distintos besos. Son besos de colores; rojos, azules, violetas, naranjas y amarillos, besos que se mecen con el sonido del viento, y me arrancan suspiros, y saltan por todas partes, y se me vienen encima con esta primavera donde todo vuelve a abrirse otra vez; especialmente, el cielo. Un cielo que de tan azul parece el fondo del mar, y en lugar de peces, uno ve golondrinas nadando allá arriba. Desde aquí, sus alas se ven como un par de cejas gigantes que vuelan y vuelan hacia el infinito. Y yo, empiezo a girar y a girar hasta dejarme caer entre los tulipanes. Y desde allá abajo, tendida entre miles de tallos verdes, contemplo la caída de una gota de rocío que se desprende de un pétalo amarillo, y cae sobre mi nariz, y rueda por la pendiente de mi cuello hasta escurrirse dentro del escote de mi vestido. Vuelvo a levantarme de la tierra, y empiezo a correr y a bailar otra vez, tarareando bajito un vals criollo que siempre cantaba mi abuela. Y mientras danzo, mis cabellos se agitan, dibujan ondas en el aire, y se van transformando en alas que revolotean entre las flores, ansiosas por emprender un alto vuelo. Despego los brazos, cierro los ojos, recibo los dedos del sol tamborileando en mi cara, y siento que en la planta de los pies, la piel se abre; es una herida, es una sonrisa que empieza a parir raíces nuevas.

martes, 30 de marzo de 2010

los mirlos en el parque

De golpe, apareció un pájaro entre las plantas. Y detrás de él, salió otro, del mismo tamaño y del mismo color. Eran dos mirlos. Ambos tenían un plumaje negro tan brillante, como si recién se lo hubieran lavado en una fuente. Los pájaros se quedaron quietos, como a la mira de algo, hasta que se sintió el canto de un tercer pájaro que no se veía. En ese momento, el mirlo que había aparecido primero, dio unos saltitos sobre el camino de tierra que atravesaba el parque. Detrás de él, lo siguió el otro. Los dos parecían proponerse seguir la melodía de aquel pájaro que se mantenía oculto, y durante los intervalos de silencio, volvían a detenerse. Quizás, recibieran determinadas señales del tercer pájaro. La música de este pájaro invisible sonaba con tal belleza y precisión que cualquier músico de orquesta lo hubiera envidiado; sus acordes parecían venir de la copa de un árbol lleno de flores que se agitaban suavemente; a lo mejor, era el aleteo del pájaro que sacudía aquellas faldas de pétalos blancos. De repente, se hizo un intervalo de silencio más largo que los anteriores, las flores del árbol dejaron de moverse, y los dos mirlos despegaron de la tierra en un rápido vuelo, desapareciendo del parque, como si el azul del cielo se los hubiera tragado.

sábado, 6 de marzo de 2010

los ancianos

La sombra de las ramas se expandía sobre el césped, como una maraña de cabellos oscuros, agarrándose de la tierra. Debajo del gran árbol, había un banco de madera desgastado por la lluvia y la humedad. Allí estaban sentados unos ancianos. A ella, los pies no se le veían porque estaban cubiertos por una manta gris. Y sobre esa manta, dormía un gato negro. Cada tanto, el gato se desperezaba, estirando todo su cuerpo como una banda elástica, y luego, volvía a acomodarse sobre la manta, cubriendo los pies de la anciana. Ella tenía las manos ocupadas con una prenda de lana roja que iba destejiendo lentamente, y los movimientos de sus dedos eran tan sutiles, como las antenas de un insecto. Sus cabellos brillaban en el silencio de la tarde, bajo el reflejo de un sol cansino. A su lado, el anciano escribía en un cuaderno con renglones. Iba llenando páginas y páginas de palabras, unas tras otras. La mujer, cada tanto le decía algo, y él le respondía sólo con un movimiento sutil de cabeza, sin dejar de escribir, ni un sólo segundo. En un momento dado, a él se le cayó el bastón que tenía apoyado contra el borde del banco. La mujer intentó levantarse para ir a recogerlo, el gato se inquietó un poco, pero ella no tuvo fuerzas para ponerse de pie, y al final, continuó tirando de los hilos rojos de la prenda que estaba deshaciendo, y el gato retomó su siesta. En ese instante, el hombre dejó de escribir, y miró hacia la dirección del bastón entornando los ojos, como si a la distancia no lograra ver con nitidez. Después, giró la cabeza hacia ella, respiró profundo, y la miró con ternura; luego, cerró los ojos, con una expresión llena de calma, y la anciana volvió a ser la misma mujer joven que había sido hace 40 años atrás, sentada a la sombra del mismo árbol.

domingo, 28 de febrero de 2010

a la pesca de...

Estábamos en plena primavera, sentados en un café al aire libre que daba a un gran canal. Un puente de metal se levantaba cada vez que los barcos pretendían continuar su viaje. Pero antes de que el puente se elevara, cada barco se detenía al lado de una cabina ubicada a la orilla del gran canal. En la cabina había un hombre que lanzaba una caña de pescar desde su ventanilla hacia el interior del barco. Después de unos segundos, alguien se la devolvía y, recién en ese momento, el puente dejaba pasar a los viajeros. Mientras Chris leía una revista sobre artículos de ingeniería, tomándose un café, me quedé un rato contemplando“aquel ritual”del hombre tirando su caña de pescar dentro de los barcos hasta que no me aguanté más la curiosidad. Saqué el largavista de la mochila, y focalicé la mirada en aquella caña de pescar. Entonces, descubrí que de la punta de la tanza colgaba un zueco de madera (uno de esos que se venden a los turistas) donde el conductor del barco depositaba unas monedas. “Este pequeño zueco está a la pesca de peajes” pensé, sonriéndome. Los zuecos de madera en Holanda (mucho antes de que se comercializaran) eran originariamente zapatos de trabajo. Y hasta hoy en día, muchos campesinos trabajan con los zuecos puestos para que no se les congelen los pies durante el invierno. Los he visto en el campo, más de una vez. Pero en aquella ocasión, el zueco era como una especie de alcancía o tragamonedas.


(Fryslân, Holanda)

domingo, 21 de febrero de 2010

un lugar sin tiempo

De golpe, la tierra dejó de girar. Al menos, todas las horas parecen haberse detenido en este lugar del mundo. Sólo se escucha el constante sonido del agua y, cada tanto, el graznido de algunas aves perdidas por ahí. Estoy sentada en medio de las rocas que dan al pequeño muelle. El lago se ve como una gran tela de seda que nunca termina de escurrirse. Detrás del muelle, se levanta silenciosa una cabaña perdida en medio del bosque. El cielo, intensamente azul, comienza a teñirse poco a poco de un tono morado. El sol empieza a descender pero nunca termina de esconderse. Sentada sobre una roca, contemplo en silencio cómo Chris empieza a encender el fuego para hacer la comida. De repente, miro el reloj y me sorprendo. Son las tres de la madrugada y todavía hay luz. En este lugar del planeta, el crepúsculo se funde con las primeras luces del alba; casi no hay división entre el día y la noche. Y por eso el transcurso del tiempo se vuelve imperceptible. Aquí sólo hay tiempo de ser, tiempo de estar en un lugar tan hipnótico que no deja que tu cabeza se vuele hacia ninguna otra parte. No sé bien por qué, pero me imagino que así debió de ser, cuando recién nací.
( Finlandia)

sábado, 13 de febrero de 2010

un pueblo hecho museo

Estaba caminando por las calles de barro de un pueblo finlandés, cuando de repente sentí un olor muy particular. Al principio, me costó distinguir aquel aroma, sabía que lo conocía de algún lugar, sin embargo, no se trataba de esos típicos olores que me vieron crecer durante la infancia, y sólo por eso, sería capaz de reconocerlos en cualquier rincón del mundo. El olor a garrapiñada lo reconocería inmediatamente, tanto en las calles de Montevideo como en las de Amsterdam. Al final, después de tanto pensar, le pregunté a Chris si él sabía a qué demonios olía aquel pueblo perdido en el tiempo. -Huele a sauna -me dijo él. Y era tal cuál, todo lo que uno veía estaba impregnado de ese aroma. Las casas eran tan bajas que había que inclinar la cabeza para pasar por debajo de las puertas. Estaban hechas de madera y de techos de paja, y en sus interiores aquel olor a sauna se sentía aún con más intensidad. En este pueblo conservado como museo, todavía están en pie, la panadería, el correo, la zapatería, la vieja imprenta, una tabaquería, un pequeño taller de cerámica y otras tiendas donde aún se realizan los mismos oficios que hace 200 años atrás. También se mantienen impecables, el interior de las casas de algunas familias de aquella época, con sus muebles antiguos y sus estufas a leña. En la sala comedor de una de esas casitas, Chris me pidió que mirara hacia el techo. Miré hacia arriba y me encontré con unos palos de madera que atravesaban toda la sala, como las vigas de un edificio, y de éstos colgaban unas roscas de pan. De esta forma se iban apilando, unas al lado de las otras, igual que las cuentas de un ábaco. -Así conservaban el pan hace 200 años para sobrevivir las heladas del invierno -me comentó Chris, al ver mi cara llena de asombro.
(Turku, Finlandia)

domingo, 7 de febrero de 2010

rueda que te rueda...

Apoyé la frente sobre el vidrio de la ventanilla del tranvía y me dejé llevar por todas las imágenes que se me iban apareciendo por el camino. Y de repente, veo un pequeño grupo de gente sentada debajo de unas sombrillas naranjas, tomando cerveza. Aquellas personas, mientras bebían muy campantes, se desplazaban al mismo ritmo que nosotros. No, esto no puede ser, pensé, nuestro tranvía se tiene que haber parado frente a un bar al aire libre. Pero no, nosotros no nos habíamos detenido en ningún momento y aquella gente bebiendo cervezas debajo de las sombrillas, se desplazaba a la par de nosotros. Qué extraño, pensé, sin despegar la mirada de ellos, hasta que se me dio por mirar hacia el pavimento de la calle y ahí descubrí que aquellas personas estaban pedaleando en un bar bicicleta. Entonces sonreí: Estos holandeses son increíbles; “todo lo hacen sobre ruedas”...

(Amsterdam, Holanda)

domingo, 31 de enero de 2010

la vela viajera

La luna ilumina las fachadas de las casas que miran hacia los canales, dándoles un toque misterioso. Las ventanas bostezan en medio de la noche, reflejándose en el agua. A pesar del frío, la gente festeja en las calles, comen, beben y cantan canciones navideñas. Una capa de hielo cubre casi todas las cosas: calles, faroles, ramas de árboles, mesas de café expuestas al aire libre. En medio del bullicio descubro una imagen que acapara toda mi atención: sobre las aguas silenciosas de un canal, flota un barquito con una vela encendida en su interior.
Todo empieza a disiparse a mi alrededor: la gente con sus gorros, sus voces, los puestos de la feria navideña, la capa de hielo que cubre casi todas las cosas, menos el agua de los canales que todavía fluye bajo la luz de la luna. Y yo, emprendo un nuevo viaje, sumergida en ese barquito, tímidamente iluminado.

(Feria de Navidad. Delft, Holanda)

domingo, 24 de enero de 2010

la lupa del viajero

Mi único objetivo es romper la barrera del silencio. Estoy embarcada en un largo viaje de introspección desde el 2006; el de escribir una novela. En casa convivo con personajes que me susurran cosas al oído mientras sueño despierta. Con ellos me río de mis flaquezas, bailo, lloro, me peleo y me reconcilio otra vez. Cada texto, cada personaje, me reclama su derecho de ser. Por momentos todo esto se vuelve bastante agobiante. Escribir es como vivir; mucho trabajo y no tiene nada de idílico, pero también es un desafío fascinante. Sentarme a escribir es una necesidad vital, como tomar agua o respirar. En mi caso se trata de escribir para poder vivir en paz; largar las imágenes, sensaciones, trozos de personajes sueltos, comienzos de historias que nunca sé con certeza adónde irán a parar. Este mundo interior tiene vida propia sin que yo me lo proponga, y no deja de darme vueltas en la cabeza hasta que no le doy su lugar en un papel. Pero para mí lo más importante de todo es vivir, amar, y ser amada. Sin estas raíces  no puedo escribir, y si no escribo, tampoco puedo regar estas raíces porque cuando escribo me libero, fluyo con mi caos, canalizo mis obsesiones, limpio heridas, crezco espiritualmente y me reconcilio con lo más genuino; mi humanidad. Ahora, en pleno invierno holandés, mientras termino de corregir mi segundo libro con la esperanza de poder publicarlo cuando sea el momento justo, quiero compartir con ustedes la lupa del viajero.
Alejandra Darriulat. Delft, Holanda 2010