sábado, 25 de septiembre de 2010

detrás del muro

Antiguamente, en Europa, el encargado de cuidar un faro vivía allí mismo con su familia. En estas últimas vacaciones que tuvimos con Chris, el faro de Ameland me recordó esta historia: una ex alumna, medio alemana, medio holandesa, un día me contó que tenía unos tíos que habían vivido en el faro de un lugar de Alemania del Este. De niña, ella iba a menudo a visitarlos, y con sus primos inventaban historias de fantasmas cuando caía la noche y el ojo del faro se encendía desparramando luz como agua sobre el campo.
Los niños juntaban ramas, hojas y piedras con las que rodeaban la base del faro y soñaban que construían sus propias casas, o jugaban a las escondidas desafiando aquella luz que giraba en el cielo y que dos por tres los descubría detrás de un árbol.
“Era como vivir adentro de un cuento”, algo así me había dicho mi ex alumna hacía un tiempo.
Hasta que llegó el momento en que se levantó el muro, una profunda herida entre las “dos Alemanias” y, detrás de él desaparecieron el faro, los tíos, los primos, los juegos de fantasmas, y una parte de su infancia.
Después de la caída del muro, ella volvió a aquel lugar donde todavía se hallaba en pie el viejo faro sin luz y completamente deshabitado.

Hay un muro que tiene y no tiene que ver con el de Berlín; un muro invisible que me golpea por dentro cada vez que siento miedo, inseguridad o desamparo, y a veces es muy sutil, casi imperceptible, y puede asaltarme en cualquier parte. Cuando lo descubro, enciendo un mechero dentro de mí e intento derretirlo con la esperanza de poder sentir con claridad lo que está pasando, y si fuera de mí todavía hay murallas, a pesar de sentirme desnuda y vulnerable, lo prefiero en vez de permanecer ahogada detrás del muro.

En la época en la que conocí a aquella alumna, recién empezaba a dar clases de español en Rotterdam, hacía sólo un año que vivía en Holanda, hablaba un poco holandés pero si los alumnos me decían algo muy rápido, tenía que pedirles que me lo repitieran más despacio y todas esas cosas que pasan cuando uno comienza a comunicarse en otra lengua. Al principio, no fue nada fácil la comunicación con mi ex alumna; tuvimos que derribar varias murallas pero con el tiempo fuimos construyendo puentes que a veces se tendían sólo con una mirada, una broma o una sonrisa. Al cabo de dos años, un día me trajo escrita en español su propia versión de la historia del faro y me emocionó.
La había escrito muy bien.
Al finalizar el último curso, se despidió de mí con un abrazo y me dijo:
“Amiga, gracias por todo”.
Sentí un calorcito en el pecho y pensé, este tipo de cosas son las que realmente me mueven.

A ella le dedico este texto y espero que se encuentre bien.

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