sábado, 17 de abril de 2010

mi primer invierno en holanda

Todavía no había amanecido. Los días en que no veía luz del otro lado de la ventana, solía quedarme en la cama un buen rato más. Y los sueños, me atrapaban en su red. Después, lo recordaba todo; era como si lo hubiera vivido despierta. En ese otro mundo aparecían momentos de mi infancia en Montevideo, como el ombú del patio de mi escuela. Me veía muy pequeña al lado de ese gran árbol. Saltaba a la cuerda con unas compañeras de clase, encima de una montañita de hojas secas. Las hojas se quejaban de nuestros pisotones, pero aquel era nuestro juego predilecto. De golpe dejaba de estar en el patio de la escuela, y me encontraba con un montón de migajas de las famosas galletas María desparramadas por el suelo, que siempre me daba la abuela a la hora de merendar. También se interceptaban recuerdos de mi adolescencia en Alemania; ahí era recurrente el gran campanario de la iglesia. Yo lo escuchaba al llegar a la escuela de artes con el cielo gris a cuestas. La niebla de cada mañana me aplastaba la cabeza igual que la tapa de una olla. Otra imagen de Alemania que solía aparecer en mis sueños con persistencia, era la de las castañas encerradas en sí mismas; dormían a los pies de los árboles. A veces, me las llevaba a casa y las pintaba de colores. Al despertar, reconocía otra vez la textura suave de nuestras sábanas, y veía las gaviotas revoloteando por la ventana de nuestro dormitorio. No había vuelto al pasado. No estaba ni en Montevideo ni en Alemania. Estaba en Delft. Algunas noches, en lugar de sueños tenía pesadillas. Al recordarlas, solía ponérseme la piel de gallina. Y se me venía encima una ola de mar que me revolcaba por la arena, arrastrándome con mis recuerdos hasta la orilla de la cama. La ola era gigante; su cresta tenía una espuma tan espesa como la del champán. Me levantaba intentando dejar atrás el pasado y sus sombras; esas sutiles huellas que van quedando en la memoria. En esos momentos me decía con un tono de voz suave: Ale, todo fue un sueño. No te preocupes. Ya pasó. Ahora nos espera un nuevo día. En aquella madrugada de mi primer invierno holandés quise levantarme igual en medio de la oscuridad. Me senté a escribir. Prendí la computadora y empecé a tantear el teclado, todavía medio dormida. Las yemas de mis dedos eran el bastón blanco de un ciego reconociendo cada letra, como si fuera el rincón de una ciudad al que uno siempre vuelve, inevitablemente. Escribí y escribí durante horas. El tiempo se deslizó tan ágil como un trineo sobre la nieve. Ya eran las nueve de la mañana, y sin embargo, el sol todavía remoloneaba entre las nubes. Este es el invierno del norte, pensé, lo recuerdo muy bien. Y encendí una vela amarilla cerca de la computadora.

miércoles, 7 de abril de 2010

tulipanes

Corro descalza. Atravieso un campo tapizado de tulipanes.
Siento cómo el aire fresco se agita en mis pulmones, despojándome. Olas gigantes de pétalos rozan mi cuerpo mientras danzo con ellas, y en las manos me van quedando las marcas de distintos besos. Son besos de colores; rojos, azules, violetas, naranjas y amarillos, besos que se mecen con el sonido del viento, y me arrancan suspiros, y saltan por todas partes, y se me vienen encima con esta primavera donde todo vuelve a abrirse otra vez; especialmente, el cielo. Un cielo que de tan azul parece el fondo del mar, y en lugar de peces, uno ve golondrinas nadando allá arriba. Desde aquí, sus alas se ven como un par de cejas gigantes que vuelan y vuelan hacia el infinito. Y yo, empiezo a girar y a girar hasta dejarme caer entre los tulipanes. Y desde allá abajo, tendida entre miles de tallos verdes, contemplo la caída de una gota de rocío que se desprende de un pétalo amarillo, y cae sobre mi nariz, y rueda por la pendiente de mi cuello hasta escurrirse dentro del escote de mi vestido. Vuelvo a levantarme de la tierra, y empiezo a correr y a bailar otra vez, tarareando bajito un vals criollo que siempre cantaba mi abuela. Y mientras danzo, mis cabellos se agitan, dibujan ondas en el aire, y se van transformando en alas que revolotean entre las flores, ansiosas por emprender un alto vuelo. Despego los brazos, cierro los ojos, recibo los dedos del sol tamborileando en mi cara, y siento que en la planta de los pies, la piel se abre; es una herida, es una sonrisa que empieza a parir raíces nuevas.