Corro descalza. Atravieso un campo tapizado de tulipanes.
Siento cómo el aire fresco se agita en mis pulmones, despojándome. Olas gigantes de pétalos rozan mi cuerpo mientras danzo con ellas, y en las manos me van quedando las marcas de distintos besos. Son besos de colores; rojos, azules, violetas, naranjas y amarillos, besos que se mecen con el sonido del viento, y me arrancan suspiros, y saltan por todas partes, y se me vienen encima con esta primavera donde todo vuelve a abrirse otra vez; especialmente, el cielo. Un cielo que de tan azul parece el fondo del mar, y en lugar de peces, uno ve golondrinas nadando allá arriba. Desde aquí, sus alas se ven como un par de cejas gigantes que vuelan y vuelan hacia el infinito. Y yo, empiezo a girar y a girar hasta dejarme caer entre los tulipanes. Y desde allá abajo, tendida entre miles de tallos verdes, contemplo la caída de una gota de rocío que se desprende de un pétalo amarillo, y cae sobre mi nariz, y rueda por la pendiente de mi cuello hasta escurrirse dentro del escote de mi vestido. Vuelvo a levantarme de la tierra, y empiezo a correr y a bailar otra vez, tarareando bajito un vals criollo que siempre cantaba mi abuela. Y mientras danzo, mis cabellos se agitan, dibujan ondas en el aire, y se van transformando en alas que revolotean entre las flores, ansiosas por emprender un alto vuelo. Despego los brazos, cierro los ojos, recibo los dedos del sol tamborileando en mi cara, y siento que en la planta de los pies, la piel se abre; es una herida, es una sonrisa que empieza a parir raíces nuevas.
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