jueves, 28 de febrero de 2013

de regreso al mundo


La estación de trenes de Rotterdam está en obras desde hace muchos años. Se calcula que para el 2015 estará terminada. Cuatro meses después de dar a luz, casi no la reconozco. Su metamorfosis es impresionante. Con sus tiendas y sus cafés se parece más a un aeropuerto. Lo que más me gusta es su estilo arquitectónico tan contemporáneo y luminoso como el resto de la ciudad. Es como si después del bombardeo de los alemanes en la segunda guerra mundial, Rotterdam se hubiera convertido en un ave fénix. Siempre están edificando. Hace pocos años terminaron de construir un metro; un mundo subterráneo que te transporta al clima de una película de ciencia ficción. Todo lo que ahora veo, oigo, huelo, toco, me parece diferente. Después del parto, el globo terráqueo “se me corrió de lugar”. En realidad las cosas siguen desplazándose hacia donde tienen que moverse; es mi percepción la que cambió. Todo mi ser transmutó. Pasé de tener un bebé en el útero durante nueve meses y sentirlo crecer como si me soplaran por dentro, a quedarme con un cuerpo “extraño”, lleno de cicatrices y músculos débiles que todavía se están recuperando de la imponente experiencia que es dar vida, pero este nuevo cuerpo aún me inspira más respeto y belleza que antes, por haber dejado a mi ego a un lado, por haberse atrevido, por haberse entregado a la creación divina. Escriba lo que escriba, nunca voy a alcanzar el nivel de Dios. Gracias que alcanzo a escucharlo a veces, cuando escribo. Y por eso no dejo de escribir. No sólo me cambió el cuerpo al ser mamá, sino mi búsqueda espiritual. Hay alguien en el mundo más importante que yo; un niño de cuatro meses y tres semanas que es nuestro hijo. Nada de lo que sienta, piense o haga, puede desligarse de ese hijo. La conciencia me sopla al oído que cada una de mis acciones repercutirán en él de una u otra manera especialmente en sus primeros años de crecimiento. Si antes era importante mantener un espíritu luminoso para vivir lo humanamente mejor posible con mi esposo que es el gran amor de mi vida, ahora esta importancia se triplica, y es la que me da las fuerzas para atravesar estos momentos de transmutación. Si plasmara a mi nueva conciencia sobre un lienzo, pintaría la copa de un árbol extendiendo sus ramas hacia las estrellas con un manojo de raíces hundidas en lo más hondo del mar. Vuelvo a la estación de Rotterdam. Entorno los ojos, el colorido de la ropa de la gente se empasta con las luces de los escaparates, veo piedras de colores rodando por la arena, me dan ganas de jugar y dentro de mí resuena una frase, o más que una frase, algo sabio que mi amiga de la infancia María Inés me dijo hace unos días: “escribir es como desafiar el paso del tiempo (o la muerte...), tener hijos y volver a ser niños, es otra forma”... Volver a ser niña, recuperar alas de ángel, hacer un pozo en la arena, ensuciarme las rodillas, saltar a la cuerda, jugar al dominó, a las escondidas, a la mancha, a la rayuela, dibujar sin respetar los renglones del cuaderno, y además asumir las responsabilidades de una mamá, ese es el gran reto. La generación de mis viejos no se lo pudo permitir. Nunca fueron niños. Durante la infancia tuvieron padres demasiado rígidos que los trataban como adultos. Y cuando nosotros fuimos niños, se volvieron demasiado serios.

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