jueves, 6 de mayo de 2010

la espera

Estaba en una habitación casi vacía. Ese sitio me resultaba familiar; tenía un banco de plaza, un farol, y un gran ventanal que daba a las montañas. Todo se veía en blanco y negro; entre ambos colores se extendía una intensa gama de grises. Las montañas se veían en un tono grisáceo verdoso. El banco era de un gris amarronado, y el farol tenía un tono igual al del acero. El cielo estaba completamente blanco. El mundo se veía en esos tonos y no había cabida para otro color. Para mí era normal, como si nunca hubiera sido de otra manera. Me acerqué a la ventana, como si esa acción fuera a acelerar la llegada de la persona a la que estaba esperando. Lo que también recuerdo con nitidez, es la ansiedad con la que esperaba a alguien que todavía no conocía. Retrocedí unos pasos hacia el banco, aguanté ahí unos segundos, y volví a caminar hacia el vidrio que me separaba del mundo exterior. No podía estar quieta. Sentí sed. Busqué una canilla pero no había ninguna. Me quedé desconcertada, mirando para todas partes. Cuando fijé los ojos en el paisaje, ya casi sin esperanzas, vi una manchita que descendía de una de las montañas. Esa pequeña figura empezó a crecer; se fue transformando en un hombre delgado y cabizbajo. Él caminaba hacia mi dirección. A esa distancia no podía captar bien su rostro; apenas pude verle el pelo oscuro y el color de su ropa; era marrón. Me pregunté si él sería la persona que yo esperaba desde hacía tanto tiempo. Olvidé mi sed. Dejé de ver la gran ventana que me separaba de las montañas y di un paso hacia adelante. Un golpe brusco me devolvió a la existencia del límite; el vidrio, era mucho más grueso que sus frágiles apariencias. El dolor me cerró los ojos y en el instante en que los volví a abrir, ya no estaba más en ese lugar. Me encontraba en un tren en pleno movimiento, sin saber hacia dónde iba. Yo llevaba puesto un viso de seda azul y estaba descalza. Tampoco eso me inquietó. Empecé a desplazarme por un pasillo que conectaba a los vagones entre sí; estaban todos vacíos. De lejos se escuchaba la melodía de una bandolina. Alguien tenía que haber en alguna parte. Busqué un lugar donde ubicarme con toda naturalidad, como si la memoria hubiese borrado de un plumazo el tiempo y el espacio donde había estado unos segundos antes. Incluso, había cambiado el colorido del mundo que me rodeaba; se había vuelto sepia. Pero para mí en ese momento todo seguía igual, nada había sido de otra manera; sólo contaba el tiempo presente. En eso, vi una cabra instalada en un cupé. La miré sorprendida, ella se dio media vuelta y sacó sus cuernos por la ventanilla, moviéndose de una forma muy altanera, con una impronta sumamente humana. Cuando fui a sentarme a su lado, me desperté. Tenía todo el camisón transpirado. Me costó reconocer el dormitorio, había poca luz. Por un segundo no supe dónde estaba; podía ser Delft o Montevideo o Essen Werden... o ¿cuántos lugares más? Me miré en el espejo de la cómoda y ese gran ojo ovalado me devolvió el reflejo de mi mirada. Algo en mí había cambiado. Todo lo demás, seguía más o menos igual.

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