martes, 30 de marzo de 2010

los mirlos en el parque

De golpe, apareció un pájaro entre las plantas. Y detrás de él, salió otro, del mismo tamaño y del mismo color. Eran dos mirlos. Ambos tenían un plumaje negro tan brillante, como si recién se lo hubieran lavado en una fuente. Los pájaros se quedaron quietos, como a la mira de algo, hasta que se sintió el canto de un tercer pájaro que no se veía. En ese momento, el mirlo que había aparecido primero, dio unos saltitos sobre el camino de tierra que atravesaba el parque. Detrás de él, lo siguió el otro. Los dos parecían proponerse seguir la melodía de aquel pájaro que se mantenía oculto, y durante los intervalos de silencio, volvían a detenerse. Quizás, recibieran determinadas señales del tercer pájaro. La música de este pájaro invisible sonaba con tal belleza y precisión que cualquier músico de orquesta lo hubiera envidiado; sus acordes parecían venir de la copa de un árbol lleno de flores que se agitaban suavemente; a lo mejor, era el aleteo del pájaro que sacudía aquellas faldas de pétalos blancos. De repente, se hizo un intervalo de silencio más largo que los anteriores, las flores del árbol dejaron de moverse, y los dos mirlos despegaron de la tierra en un rápido vuelo, desapareciendo del parque, como si el azul del cielo se los hubiera tragado.

sábado, 6 de marzo de 2010

los ancianos

La sombra de las ramas se expandía sobre el césped, como una maraña de cabellos oscuros, agarrándose de la tierra. Debajo del gran árbol, había un banco de madera desgastado por la lluvia y la humedad. Allí estaban sentados unos ancianos. A ella, los pies no se le veían porque estaban cubiertos por una manta gris. Y sobre esa manta, dormía un gato negro. Cada tanto, el gato se desperezaba, estirando todo su cuerpo como una banda elástica, y luego, volvía a acomodarse sobre la manta, cubriendo los pies de la anciana. Ella tenía las manos ocupadas con una prenda de lana roja que iba destejiendo lentamente, y los movimientos de sus dedos eran tan sutiles, como las antenas de un insecto. Sus cabellos brillaban en el silencio de la tarde, bajo el reflejo de un sol cansino. A su lado, el anciano escribía en un cuaderno con renglones. Iba llenando páginas y páginas de palabras, unas tras otras. La mujer, cada tanto le decía algo, y él le respondía sólo con un movimiento sutil de cabeza, sin dejar de escribir, ni un sólo segundo. En un momento dado, a él se le cayó el bastón que tenía apoyado contra el borde del banco. La mujer intentó levantarse para ir a recogerlo, el gato se inquietó un poco, pero ella no tuvo fuerzas para ponerse de pie, y al final, continuó tirando de los hilos rojos de la prenda que estaba deshaciendo, y el gato retomó su siesta. En ese instante, el hombre dejó de escribir, y miró hacia la dirección del bastón entornando los ojos, como si a la distancia no lograra ver con nitidez. Después, giró la cabeza hacia ella, respiró profundo, y la miró con ternura; luego, cerró los ojos, con una expresión llena de calma, y la anciana volvió a ser la misma mujer joven que había sido hace 40 años atrás, sentada a la sombra del mismo árbol.