domingo, 15 de noviembre de 2015

en el café


La luz, filtrándose por la ventana, se abre camino entre los versos de un poema. Todavía no he podido entrar en él. Hay un par de interferencias en mi mente: “leche, té, pan, azúcar”... Son las cosas que se prenden con alfileres sus propias palabras para recordarme que en cualquier momento tengo que ir a comprarlas. No sé quién se asoma primero, si la imagen de cada objeto o su vestimenta, o si las dos juntas aparecen de golpe, como si una no pudiera prescindir de la otra. Escribo estas palabras en una servilleta de papel para liberarme de ellas y poder entrar en los primeros versos del poema que aún me espera abierto sobre la mesa. Empiezo a leer y todo lo que me rodea adquiere un lugar de segundo plano. Las palabras escritas: “leche, té, azúcar, pan”, me miran silenciosas de reojo. Mi atención se concentra en el latido de cada verso. Descubro a otra poeta conviviendo con su cotidianidad, palpando sus asperezas, revalorizando sus misterios. Es la gran poeta Circe Maia que me invita a dialogar con una blusa llena de gestos. No quiero que se me escape ningún detalle, ningún matiz, ningún acorde. Hay tanto movimiento en este poema que la blusa y sus mangas danzando con el viento se me quedan impregnadas en la retina del ojo. La memoria registra esta imagen, como si realmente se tratara de una prenda que una vez formó parte de mis pertenencias y se atreviera a ser parte de mis recuerdos. Ahora el poema reposa en la sombra. Sus últimos versos quedan resonando en mí, como melodías que no quieren despedirse. El pocillo está vacío. En el café pusieron un tema de Jacques Brel: “Ne me quitte pas”. Su voz se empasta con el murmullo de las conversaciones. El reloj pegó un salto de las dos a las cuatro de la tarde. El tiempo tiene su propia caída en la arena. Caída incontrolable. La luz de la tarde empieza a declinar y remarca este momento de estar vivos, esta persistente manera de avanzar, aunque estemos clavados a una silla leyendo, avanzamos, nos desplazamos, inevitablemente, hacia una misma dirección. 

sábado, 14 de noviembre de 2015

Noviembre




Los niños construyen del otoño, una fortaleza.





tranvías


Las cosas se deslizan en silencio detrás de la ventana, como si no tuvieran importancia: una nube, una bicicleta, un paraguas rojo, una mujer con pelo violeta y minifalda, un árbol sin hojas, canales, puentes, árboles, un barco de carga, un caballo, un semáforo. Nadie mira hacia afuera. El foco de atención de los pasajeros se reduce a la minúscula pantalla de un celular. Todo parece trivial en esa letanía silenciosa en la que se desplaza el mundo de los adultos. Pero cuando mi hijo empieza a nombrar con entusiasmo cada cosa por su nombre, es como si se despertaran y recobraran vida. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

de vuelta a la calecita


el mundo mágico de los 3


Un conejo llamado Sushi vive en la terraza de casa. A mis 44 años soy incapaz de reconocerlo o quizá él se esconda de mí. Mi hijo de tres años lo ve perfectamente; conoce sus rutas de memoria y le lleva zanahorias cada día. Largas conversaciones tiene con él. A veces se le escapa por la escalera o se le escabulle entre las margaritas y tenemos que ir a buscarlo. En esos momentos vuelvo a ser capaz de percibir a Sushi con sus largas orejas, sus ojos inquietos, su nariz suspendida en un constante temblor. Su piel es tan suave que me dan ganas de volver a la cama grande de mi abuela materna y pedirle que me cuente una historia. A diferencia del conejo de Alicia, Sushi vive distendido y los relojes no lo persiguen. No se trata de un conejo inglés. Quizá se trate de un conejo latino de la época en que nadie corría detrás de los tranvías. Muchas veces he intentado sacarle una foto, pero ante el ojo de la cámara, su imagen desaparece.