miércoles, 26 de abril de 2017

un estado del ser


Había pensado subir al blog una foto de una pintura de Leonora Carrington, y comentar que la semana pasada estuve en una exposición sobre Surrealismo en el Museo Boijman con cuadros de Dalí, Miró, Magritte, entre otros grandes pintores. ¿Pero quién ya no ha visto sus obras? ¿Qué podría decir de nuevo sobre ellos? Absolutamente nada. Por eso vuelvo, humildemente, a mi vivencia cotidiana y comparto cómo las cosas me van resonando en momentos diferentes. El día de hoy no se termina de definir. Es algo vago entre lluvias que vienen, salpican, y se van. Soles que se asoman tímidos entre los árboles, interrumpiendo el recorrido de las nubes, dejan algunas huellas de luz, y vuelven a desaparecer. Fabrizio está de vacaciones y ha decidido que hoy su peluche favorito cumple 15 años. Le ha hecho una torta, ha inflado globos, y ha invitado a sus amigos para hacer una fiesta. Y yo, intento organizarme entre una pila de ropa que tengo acumulada para planchar, un par de traducciones por hacer, el compromiso que asumí de aparecerme con la lupa cada martes, y una reunión que tengo hoy de tardecita en Rotterdam. Pero la empatía que siento por los surrealistas me “obliga” sí o sí, a comentar algo sobre la experiencia del jueves pasado en el museo. Entré en un salón vacío. Sólo había una especie de cilindro rojo ubicado en el centro desde el suelo hasta el techo. Dentro del cilindro se pasaba una película sobre el surrealismo desde sus comienzos con el movimiento de Bretón. Una vez que entré en ese espacio fue como haber caído en una nave espacial. Me disolví de la realidad más tangible y regresé a la esencia más profunda de mí. Tomé conciencia de un estado del ser que ha predominado y que aún predomina muchas veces en mí, sana e insanamente, desde que nací. La irracionalidad. La asociación permanente de ideas que me surgen a partir de las imágenes que se me presentan en la experiencia cotidiana. La necesidad de darles un lugar, es vital. El viaje de los surrealistas me devolvió a casa en menos de diez minutos. Y cuando digo “a casa” no me refiero ni a Montevideo, ni a Delft, ni a ninguna otra parte del mundo, sino a ese estado indefinido del ser que acabo de expresar. Quizá este reloj hecho por Fabrizio en combinación con este texto de Cortázar sinteticen mejor que yo lo que necesito decir. 




  
                                    " Todavía hay tiempo para
                                     imaginar cualquier cosa,
                                     para creer que aparecerás
                                     en cualquier instante, para
                                     incluso creer que me
                                     buscas"

                                                       Julio Cortázar. 
                                                       

martes, 18 de abril de 2017

como si flotara en el mar

Me dejo abrazar por las primeras horas de la mañana, como si flotara en el mar mirando el cielo boca arriba. Me entrego al silencio del comienzo del día que todavía es una página en blanco. Mi cabeza va más rápido que el cuerpo. Como si le molestara el silencio y se propusiera llenarlo de ruidos. Hace hasta lo imposible por distraerme. Mis músculos están aún adormecidos. Ayer de noche tuve un sueño interrumpido, Fabrizio se despertó varias veces pidiendo ayuda para ir al baño. Mi cuerpo es todo lo contrario a mi cabeza, ama al silencio, tanto como a la música, y en cuanto lo palpa se distiende, se entrega, y es justo ese el momento en que se genera un espacio propicio para escribir. Pero primero tengo que respirar hondo y calmar a “la loca de la casa,” esa cabecita que se dispara como una bala y sin rumbo fijo, y que es sólo una reacción contra el cansancio cotidiano. El acto de pensar con claridad y organizarme el día con sensatez, es lo opuesto, y sólo lo logro una vez que la mente aterriza en mis huesos, y se deja guiar por la musa que va tejiendo las horas del día. Ella sí sabe qué es lo conveniente, cuándo es el instante exacto de recoger la fruta madura, recién caída del árbol. 

El sol se refleja en las flores de la ventana, se anima a entrar a casa y se instala sin pedir permiso en la fotografía que cuelga de la pared. Una ranura de luz se abre camino entre los árboles. Un amarillo intenso se mezcla con los distintos tonos de verdes de las hojas. La foto abandona su estado de ser pasivo, me invita a entrar, a escuchar sus pájaros, a oler la humedad de las hojas, y a sentir la brisa en la cara. Me siento en un banco de ese parque de París, descubro un triciclo olvidado entre los árboles, y escucho voces en francés. Ocupo dos lugares al mismo tiempo: uno cerca de la ventana de casa y otro en el parque. Y en ambos, saboreo mi café matutino y me pregunto: -¿Cómo estará mi hermana? 
Le envío un mensaje de texto preguntándole: -¿Cómo estás?
Horas más tarde me responde con otra foto. Una imagen digital que aparece en el teléfono. Es ella misma en un hospital y su hija recién nacida. A mi hermana se la ve con ojeras violetas y la piel transparente por las noches sin dormir, pero su mirada irradia una luz que me recuerda una vez más, lo grandioso que es el momento de parir. 


                                                    (dedicado a mi hermana, Martina) 

lunes, 3 de abril de 2017

el Album


Un viaje en tren en medio de la lluvia. Atravesamos campos, pueblos, alguna que otra iglesia antigua perdida entre los bosques. A mi hijo le encanta nombrar las cosas que él descubre del otro lado de la ventanilla: un perro perdido en el campo, un molino girando a todo viento, una vaca que nos mira sorprendida, un canal lleno de patos. En la mitad del viaje saco de la mochila un viejo álbum que me devuelve a un tiempo de hace 27 años atrás. Fabrizio se sorprende al verme en fotos en blanco y negro. Me reconoce. Bailando a mis diecinueve años en Alemania. Me reconozco, más allá de las distancias. El pelo más largo, el cutis más terso, menos arrugas en la frente, y una expresión dramática en la mirada que interpreta una coreografía del pasado. Mi “danza” ha cambiado mucho desde aquel entonces, cuando sólo vivía para bailar, cuando vivir me daba pánico y el escenario era un mundo “más manejable”. Ahora la vida es una danza en sí misma en cada momento y en cada lugar. Estoy aprendiendo a bailarla; a veces a los tropiezos, nunca fui demasiado práctica, pero otras veces los movimientos fluyen con la intensidad de las olas, y me dejo llevar en ese mar envolvente del día a día con sus soles y sus lluvias. No sé si vivir me da menos miedo que antes. Pero lo que sí sé, es que el miedo ya no es mi patrón. Lo atravieso a pulmón y de la mano de Dios. Rezar a consciencia es el anti depresivo más eficiente y sano que hasta hoy encontré. Pedir por serenidad antes de tomar una decisión. Pedir por lucidez en medio de la confusión en vez de dejarme llevar por el primer arrebato emocional. Pedir por valor, cuando estoy por atreverme a hacer algo nuevo. Pidiendo y pidiendo, rezando y actuando, el miedo se va haciendo a un costado, igual que mi sombra al caminar, su fuerza se debilita, me hago de coraje, y la mirada sobre las cosas pega un giro inesperado. En lugar de detenerme a pensar en lo que no funciona, me pongo en movimiento con lo que sí está en marcha y va hacia adelante, como las ruedas de este tren. Entonces, mis “coreografías” cotidianas ya no son tan dramáticas, ni tan pesadas, como las de mi época en Alemania. Vivo una intensa gama de emociones que me atraviesan; son una melodía finita pegada al oído que se me va metiendo hasta en los huesos. Soy capaz de sentirme alegre y melancólica al mismo tiempo; contenta de este paseo en tren con mi hijo que toma su jugo de manzana, mientras saboreo un capuchino y le muestro las fotos; melancólica por la danza de la lluvia que desdibuja los paisajes del otro lado de la ventanilla. Nostálgica porque sin dudas el tiempo ha pasado, llevándose mis diecinueve años entre otras tantas cosas. Contenta de vivir ahora, con menos miedo y más valor. Agradecida de poder acompañar y apoyar a mi hijo en su crecimiento. Feliz por la culminación de un nuevo poemario y la aventura de buscar editorial. Agradecida de seguir escribiendo. El viaje hacia la casa de los abuelos holandeses ya se está por acabar. Fabrizio guarda en su mochila un auto azul con el que estuvo jugando hace un rato. Ha parado de llover. Las nubes le abren camino a un hilo de sol. El verde de los campos brilla aún más bajo una manta de gotas iluminadas por la luz. Y el álbum de fotos ensambla el pasado con el presente, recordándome quién fui, recordándome el tiempo y el esfuerzo que me llevó llegar hasta aquí, y ser quien soy. Aquellas fotos-raíces-recuerdos me alientan a seguir y a atreverme a ser quien quiero ser.