martes, 27 de noviembre de 2012

milagros


VIII

Lo que más disfruto con Fabrizio y papá Chris, son los desayunos de los domingos. La cama pasa a ser una gran mesa con una bandeja llena de jugos, té, panes y yogures. Estamos rodeados de almohadas y con las ventanas abiertas le damos la bienvenida al sol. 
¿Qué más podemos pedir?

IX

Fabrizio prendido a la teta se queda dormido sobre mi panza. Escuchamos Cantat de Yann Tiersen, letra en francés que acaricia los oídos hasta alcanzarme con un vuelo de mariposas amarillas. 
Afuera, la lluvia hace el acompañamiento de fondo. Fabrizio se despierta y busca a ciegas mi pezón goteando leche. El tiempo se detiene en los hoyuelos que se le hacen en las mejillas cada vez que bebe, en migas de pan sobre la mesa, en una taza de té a medio tomar, en cáscaras de manzana desparramadas sobre el mármol de la cocina. Momento de exquisita intimidad con mi hijo, lo guardo entre las páginas de un libro; hoja de otoño que no quiero perder.

X

Algo tan simple pero esencial, como salir de casa, caminar con Chris por el centro de Delft, atravesar un canal con  Fabrizio en el cochecito, ir a Hema a comprarle ropa de 62 cm porque la de 56 ya no le cabe. Algo tan sencillo como hundir los labios en la espuma del capuchino sentados en una cafetería, acompañados de Fabrizio por primera vez, fue lo máximo, lo único, lo más importante y hermoso que podía vivir en ese momento, después de un mes de encierro y de apenas poder caminar.

XI

Cuando sus ojos me miran como si viajaran hacia un horizonte infinito, devolviéndome lo más puro, la fragilidad de una mariposa o el vuelo de una cometa, olvidada inocencia que tuve una vez y apenas recuerdo, cuando dormido en mis brazos frunce la boca o las cejas, y apoya las manos con gesto de adulto en su cara de bebé, cuando siento el latido de su corazón, tic-tac de reloj ágil, cortito e intenso, me olvido de la cicatriz media luna arriba del pubis, de los dolores en el útero, de las noches sin dormir y del eterno cansancio. Me entrego a la intensidad de estos momentos, admirando el milagro que mi cuerpo fue capaz de dar a luz. Don que sólo se nos da a las mujeres, tan misterioso como el reflejo de la luna en el agua, como los panes y los peces que Cristo multiplicó o un campo de tulipanes bajo el sol de mayo, o la caída silenciosa de la nieve en medio de la noche, o la resistente tela araña aferrada al marco de una ventana bajo la luz de un farol.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

milagros


I

El moisés que acunó a Chris 37 años atrás, ahora es de Fabrizio; nuestro primer hijo. ¡Bienvenido a casa!


II

En mi vientre, un tajo de media luna, y de la herida un milagro, y de la sangre, el primer llanto. La ginecóloga sostenía a Fabrizio en el aire, yo lo miraba desde la camilla llorando de admiración. ¿Cómo había crecido un niño tan grande dentro de mí? Chris me apretaba la mano izquierda, me besaba la frente, las pocas partes del cuerpo que podía sentir. Del pecho hasta los pies, no sé qué se hizo de mí. Desaparecí. La anestesia de la cesárea me tragó como esos sueños pegajosos en los que uno se hunde y está deseando salir. 

III

La primera semana de Fabrizio, la pasamos en el hospital. 
Una costura de media luna arriba del pubis, agujas y cables en los brazos, contracciones pos parto que me sacudían como choques eléctricos, noches sin dormir, enfermeras que iban y venían como fantasmas  que remendaban a sus descosidos; una camilla que se me hizo caja de música de bailarina rota girando sobre sí misma en una sola pierna. Durante el día, Fabrizio en brazos y Chris sentado a los pies de la cama, eran el cordón umbilical que me conectaba con el mundo.

IV

Una silla a tres pasos. La miro desde la camilla y pienso: ¿Qué músculo tengo que mover primero para hacer semejante viaje? Respirar hondo es fundamental, como quien tira de la piola de la vida. El vidrio sucio de un ventanal me conecta con la ciudad; es la vista desde el hospital, desde esta pecera gigante donde cada enfermo lucha para sobrevivir. Ya no se trata de ganarse el pan de cada día, sino el aliento de cada segundo. Respiro con todas mis fuerzas, apoyo las manos en la camilla, clavo los codos en el colchón, me inclino hacia la cadera derecha, la izquierda duele demasiado, no puedo entregarle el peso del resto del cuerpo. Estos pocos movimientos en cámara lenta me dejan extenuada; hago una pausa, vuelvo a tomar impulso y logro sentarme. Cierro los ojos, veo la cara pequeña y redonda de Fabrizio, sus manos dibujando caracoles en el aire, intento alcanzar el suelo con la punta de los pies. Las baldosas están frías, levantarme es un esfuerzo monumental, los músculos pesan más que durante las dos últimas semanas de embarazo. El cuerpo desgarrado, los hombros, las costillas y las piernas, se resienten cansados por la sobrecarga. Miro la silla que está a tres pasos; es el faro que pretendo alcanzar. La acompañante de mi vecina es también una mujer extranjera. Su mirada lee mis movimientos, adivina lo que quiero, aunque no nos digamos ni una palabra. La expresión de sus ojos me tiende una cuerda. La mujer se levanta y camina hacia mi dirección, me señala la silla, hago un gesto afirmativo con la cabeza, me apoyo en su brazo y tiro de él como de una raíz. Doy un primer paso, ella me acompaña con paciencia, se detiene cada vez que me detengo, respira hondo conmigo, comprende el idioma más universal que hay sobre la tierra, el de acompañar a quien nos necesita sin la superficialidad de los discursos; su brazo valía más que mil palabras. La mujer no hablaba español, ni inglés, ni holandés. Yo tampoco podía hablarle en su idioma. Pero qué importancia tenía, sólo necesitaba dar tres pasos, alcanzar la silla y sentarme, esperar a Fabrizio de brazos abiertos, y aquella madre de la China me entendió.

V

De regreso a casa. Lentamente vuelvo a recuperar la calma. La cocina desborda de frutas, nueces, y flores; Chris las compró para nosotros. Las ramas de un árbol acarician el cielo, una hoja se desprende y cae en el banco del parque que está enfrente a nuestra ventana, un gato marrón se pasea por el tejado de los vecinos, tengo a mi hijo en brazos, duerme plácidamente, como si nada hubiera pasado; estoy a salvo.

VI

No me canso de mirarlo; su nariz pequeña, sus labios finos, sus ojos oscuros que se abren cada día un poco más. Sus manos bailan con miles de gestos, como si quisieran contarme una historia interminable. No me canso de escucharlo. Lo acuesto en mi pecho, le canto las mismas canciones que le cantaba cuando estaba en mi panza, él se afloja hasta quedarse dormido, lo abrazo recostada en la cama, del otro lado de la ventana el atardecer cae sobre los tejados y las torres de las iglesias. Mi mundo es este cálido abrazo. La cabeza ya no me gira como una calesita sin sentido. Escucho la respiración de mi hijo y me siento en la eternidad. 

VII

Un árbol con hojas doradas a sus pies, una calle tan angosta que sus muros están a punto de besarse, una bicicleta pasa como distraída; a lo lejos, el reloj de la torre inclinada marca las seis de la tarde; un cielo blanco, celeste, rosado pálido, una rodaja de luna colgada de una nube, y Fabrizio en mis brazos, irradiándome su luz.