miércoles, 3 de agosto de 2011

naturalezas muertas

“Es como si estuviera en medio de una naturaleza muerta de Paul Cézanne”, pensó Mónica al contemplar la luz de la mañana resplandeciendo sobre las frutas de la feria. Hacía poco tiempo que vivía en Holanda, aún no le habían dado el permiso para trabajar, entonces, escribía gran parte del día, paseaba por los canales de su nueva ciudad y estudiaba holandés. Uno de sus paseos favoritos era ir a la feria y si era verano, al medio día se comía con gusto un haring crudo en la pescadería.
La mañana en que se imaginó formar parte de una pintura de Cézanne, era uno de esos días en los que deambulaba “entre dos mundos”. Ahí era cuando perdía cierta noción de la realidad por compenetrarse demasiado con otra dimensión de esta misma. El resplandor del sol sobre las cerezas, las manzanas rojas atenuadas bajo la sombra, y una banda de jazz en vivo, podían hacerle olvidar el resto de las cosas. Así fue como sin darse cuenta, perdió su cartera, después de haber comprado queso, huevos, aceitunas, frutas, verduras y un buen trozo de pescado. Había comprado abundante comida porque esa noche venían a cenar unos amigos que vivían en África y habían vuelto a Holanda sólo de vacaciones.
Al principio, se sintió perdida. “Tengo la sensación de que me dejé la cartera adentro del cuadro”, pensó, y no había forma de volver porque la luz ya no caía sobre las cerezas y los de la banda de jazz hacían una pausa mientras se tomaban unos refrescos. Lo que más le preocupaba (por no decir lo único) era el pasaporte. En su adolescencia, llevaba la cédula de identidad a todas partes como si fuera la sombra de sí misma. Cada vez que salía de casa, su madre corría detrás de ella con el documento en la mano, “por si te lo piden”, le decía, con un gesto apagado. En aquella época en Uruguay había una dictadura de derecha y si los milicos te paraban por la calle, te pedían el documento de identidad y si no lo tenías, marchabas. Podía costarte un día en la cana hasta que tus padres te fueran a buscar.
Mónica se había puesto a pensar en esas cosas, sentada al borde de un canal con las bolsas de mandados a cuestas; a su lado, había un grupo de patos durmiendo la siesta con el pico escondido entre las plumas. Ella también ocultó la cara apoyando la frente sobre las rodillas plegadas. Pero la situación no era como para afligirse tanto; el contexto en el que se encontraba no tenía comparación con aquellos tiempos de represión. Sin embargo, en Europa la cosa no estaba tan fácil para los residentes no comunitarios (una manera “fina” de nombrar a los extranjeros que Mónica le había escuchado decir una vez a una empleada pública).
“Ni pasaporte, ni llaves para entrar a casa”, pensó, mirando el agua sucia del canal, “¿qué voy a hacer? La comida se me va a pudrir”...
En medio de la desesperación regresó a sus naturalezas muertas y se tranquilizó; ahí nadie pedía cédula de identidad, se confiaba en la esencia de las cosas, y éstas se eternizaban bajo la mirada de Dios. Pero cuando volvió a su casa para intentar rescatar la comida, aterrizó de nuevo en el plano más tangible de la realidad. ¿Cómo iba a entrar?
Una vecina la salvó de ese percance prestándole provisoriamente su heladera. A su vez, la acompañó a hacer la denuncia a la policía. A Mónica la sorprendió la forma civilizada con que la trataron en la jefatura. Luego, tomó un café con la vecina y esperó a que llegara su novio. Un gato negro la observaba acostado en un almohadón estampado de flores; la puso un poco nerviosa hasta que se le ocurrió integrarlo a una canasta repleta de cebollas que había detrás de él, y todos formaron parte de un nuevo cuadro donde cada elemento se relacionaba con el otro en total armonía bajo la tenue luz que entraba por la ventana. Cerca de las seis de la tarde, regresó su novio de trabajar. Mónica le contó la aventura de aquella mañana y él hasta se la festejó riéndose. “Mi madre me hubiera matado”, pensó ella, pero todo era diferente bajo aquellas nuevas circunstancias. Nadie la censuraba por haberse sumergido en el mundo de las naturalezas muertas.
Por la noche llegaron los amigos a cenar y mientras disfrutaban de una agradable velada, Mónica se olvidó por completo de su pasaporte, de que era extranjera, y de que hacía unas horas había estado en la policía. Después de todo, no había perdido más que un papel; un cartón (sin ningún valor en sí mismo) con una foto que apenas reflejaba algo de su personalidad. Además, aquel documento se podía tramitar otra vez en la embajada de su país, sólo por ser un requisito necesario para la sociedad contemporánea pero no fundamental para vivir. Cuando se sintió libre, completamente despreocupada del asunto, llamaron por teléfono y la voz de una anciana holandesa le preguntó:
-¿Mónica López?
-Sí, soy yo -respondió, con una voz segura y transparente.
-Encontré su cartera, tirada debajo de un cajón de cerezas.