martes, 25 de septiembre de 2012

espera otoñal


Si yo fuera él, tampoco saldría al mundo en un día como este. Aunque tiene algo de fascinante. Del otro lado, ruge el viento, las ramas lo golpean, los árboles danzan la “consagración del otoño” con una música que Stravinski crearía para esta ocasión. Caen hojas, pinceladas amarillas que cubren el césped, llueve en diagonal, el vidrio de la ventana se cubre de perlas transparentes, una ráfaga de sol atraviesa las nubes en movimiento, reconozco enseguida los cielos cambiantes de Vermeer. La luz vuelve a apagarse, sobre la mesa del comedor, girasoles de cabezas caídas, hoy es un día que se presta más para los claro-oscuros de Rembrandt. Un perro mojado atraviesa el parque, y yo, con mi té verde y mi pan de jengibre, a la espera.

lunes, 24 de septiembre de 2012

el ojo de una ventana



“Ahora que el marco de un cuadro se interpreta como el marco de una ventana a través del cual se abre la mirada sobre el mundo, y que este marco sugiere al espectador que el espacio existente del lado de acá y del lado de allá de la “ventana” es uniforme y continuo, gana por primera vez el espacio pictórico profundidad y realidad.” Leo en el libro, Historia social de la literatura y el arte del autor Arnold Hauser, en el capítulo: El arte burgués del gótico tardío, Edad Media. Este fragmento me conecta con lo que me pasó hace un par de semanas.

Un día hermoso que se prestaba para cualquier cosa pero nunca creí que para tanto. Delft es la ciudad más onírica que conocí en mi vida. Montevideo, la más nostálgica. Delft es mi día a día, el lugar que me hice carne propia, el de mis nuevas raíces. Montevideo es mi pasado, el que me vio crecer, el que huele a mate y bizcochos hasta el día de hoy, si cierro los ojos y pienso en la rambla de Pocitos. Pero ahora estoy en Delft y el surrealismo te alcanza en cualquier parte, ni siquiera necesitás salir a la vereda, el ojo de una ventana es más que suficiente. Frente a mi escritorio hay un parque con unas esculturas hechas de piedra blanca con forma de triángulos. Son fáciles de trepar, a los niños les atrae como un imán, siempre están encima de ellas. Pero la escena que veo por la ventana no se trata de un grupo de chiquilines. Hay dos jóvenes vestidos de frac sentados en un banco debajo del árbol que tiene la sombra más grande del parque. Otros cuatro muchachos, también vestidos en el mismo estilo, y una muchacha con traje de oficinista, corretean alrededor del árbol, se tiran a sus pies, se revuelcan por el césped, como si tuvieran la intención de acaparar la superficie de la gran sombra. Todos visten de blanco y negro. Un par de cuervos volaron por encima de sus cabezas. Los dos jóvenes que están sentados en el banco los miran, sueltan palabras que rebotan contra el vidrio de la ventana y no llego a entender, hacen gestos con las manos, parecen directores de orquesta. El más rubio se puso de pie con un palo en la mano que me hizo acordar a las viejas reglas de madera que las maestras usaban en mi escuela para dibujar figuras geométricas en el pizarrón. El joven golpeó la tierra con la “regla de madera” tres veces, los otros dejaron de corretear y se pararon alineados en semicírculo frente al gran jefe. El rubio dijo unas palabras y volvió a golpear la tierra. Los cinco salieron corriendo hasta perderse en unos matorrales, como si se hubieran ido a cazar conejos. La chica llevaba un balde de plástico naranja. Al regresar de la expedición, en lugar de conejos o liebres, habían cazado unas latas de cerveza que la chica sacó del balde. Cada uno abrió su bebida con entusiasmo, alzaron las manos hacia el cielo, gritaron “proost” y se tomaron las cervezas de un tirón. Terminaron aquel ritual y se pusieron a cantar algo en holandés que tenía un aire de canciones de pos guerra. Aquella escena podía haber sido parte de una obra de danza-teatro pero enseguida me acordé de que era miércoles 12 de setiembre, día de elecciones en Holanda, entonces esa muestra lúdica en el parque podría ser la campaña publicitaria de un partido político, o una nueva religión, o un movimiento ecológico alternativo, o un circo ambulante ensayando su show.




martes, 18 de septiembre de 2012

carta a un amigo escritor


Comparto lo que decías de que uno escribe como quien respira, independientemente de que nos lean y nos valoren o no. Escribir con el alma es incontrolable, al menos para mí, y si no escribo, me vuelvo loca. Por eso escribí en el texto anterior que el bebé me decía en medio de la noche: "Escribe, escribe, si no, estamos perdidos". No tengo otra salida. Por suerte encontré este portal, este canal de liberación. Pero también creo que el acto de escribir implica una entrega para un receptor. No importa quién. Alguien que se haya sentido tocado por lo que expresamos y que nos aporte su luz. Un texto se completa cuando otro lo lee. Creo en la escritura como un camino de entrega y de comunicación; no me convence la letra encerrada en sí misma. Apuesto a la apertura, a la interacción, ese es el fuego que me hace vibrar. Tampoco necesito comunicarme con un millón de personas. En este sentido soy más partidaria de la calidad que de la cantidad. Y si bien al escribir me entrego a ciegas, sin pensar en quién me recibirá en sus brazos o quién me dará un golpe, te confieso que siempre late dentro de mí la esperanza de encontrarme con alguien en el camino, como esos peregrinos que se largan a caminar sin mayores expectativas, pero qué agradecidos se sienten cada vez que alguien los recibe en una cabaña en medio de la desolada montaña con un plato caliente de sopa y un lecho para pasar la noche. Eso es lo que a mí me provoca que un sólo lector se conmueva en medio de la multitud. Hace poco terminé de leer un libro magistral que me movió hasta los huesos y tiene mucho que ver con todo esto: “Franny y Zooey” de J.D. Salinger. “Escribir mucho y mal, corregir, corregir, hasta que sintamos que hicimos nuestro mejor esfuerzo” me respondías en tu carta. La corrección es un arte “aparte”; una etapa posterior a la de la creación del texto y tan fundamental como la del primer impulso de escribir. Es lo que nos abre la posibilidad de alcanzar algún efímero y modesto logro literario. Creo que la corrección define la calidad de lo que uno crea, aunque tampoco hay garantías en esto. Pero, ¿cuándo es el momento en que uno llega a su mayor esfuerzo? En mi caso, no puedo ser tan objetiva, y por eso agradezco a los escritores y lectores exigentes que me han sacudido y que me sacuden cada vez que me transmiten: “¿Creías que este era tu máximo?” Te equivocás. Podés mucho más. Gracias a este tipo de críticas constructivas es que puedo crecer como ser humano, como escritora, y mi espíritu descubre que así como no hay límites para tocar cielo, tampoco hay límites para el esfuerzo y el crecimiento. Sólo el día en que se me canse el alma y me diga, basta; hasta aquí te sigo. Ante este sentimiento, mis mayores respetos. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

escribir, parir...


Hay una hora de la noche en la que siempre me despierto, como si me hubiera tragado un globo terráqueo que me aplasta contra el colchón. Me duele la espalda y me levanto con suavidad para no despertar a Chris. Voy al baño, miro por la pequeña ventana la torre torcida de Delft; la que se empezó a construir alrededor de 1325. Unos siglos más tarde, cuando el Príncipe de Orange la vio, tuvo miedo y salió corriendo. Estamos en el 2012 y por suerte la torre nunca se derrumbó. Si estás cerca y mirás para arriba, te impresiona, entendés los miedos del príncipe, te indentificás con él. Pero al final de su historia, Balthasar Gerards, un católico holandés más peligroso que el campanario inclinado, lo mató sin piedad. La torre se fue torciendo con el tiempo por el peso de una campana de casi nueve toneladas; una campana muda que nadie se atreve a agitar porque la construcción de la vieja iglesia no toleraría sus vibraciones. Por las noches el reloj marca las horas con unos puntitos que parecen un conjunto de estrellas ordenadas en círculo. Me guío por ellas para saber en qué punto de la noche me desperté. Ahora el reloj dice que son las cuatro de la mañana. Bajo la escalera, voy al living, me siento en el sofá y la noche se asoma por la ventana con todas sus luces. Las farolas del parque iluminan los árboles y me pregunto si nuestro hijo será un ave nocturna como su madre, o si le fascinará descubrir el funcionamiento de las máquinas igual que a su padre, o si le gustarán cosas completamente distintas. El misterio del pequeño duende, dentro de poco saldrá a luz, soltará su primer llanto, crecerá, descubrirá el mundo con su mirada, jugará con él, dará sus primeros pasos, dirá sus primeras palabras, les pondrá colores y gestos, se hará hombre. Pongo las manos sobre la panza y él las empuja. “Danza, danza, si no, estamos perdidos”, dijo Pina Bausch en la película que Wim Wenders le dedicó. “Escribe, escribe, si no, estamos perdidos”, siento que me dice el niño en medio de la noche, “el tiempo de vivir es ahora, no lo postergues para mañana”. Escribo y que el parto me sorprenda en medio de esta danza nocturna, es lo mejor que podría pasarme, no quiero detenerme ni un segundo. “Escribir mucho y mal hasta llegar a crear algo bueno”, decía mi amigo Mario, y después, a corregir infinitas veces para que el texto se ablande tanto que parezca espontáneo, pero no engañemos al lector con falsas ilusiones, la espontaneidad no existe en el buen arte. La madurez es la que lo determina. El mejor músico de jazz practica el don de la improvisación hasta el cansancio. Lo genuino nace recargado de caprichos que hay que descartar, pulir, afinar. Que sólo resuene lo que importa, lo que realmente uno quiso decir, despojado de afectaciones heredadas, auténtico, brillante como un sol. Nada de hobby de amateur que aunque el sudor de la letra no nos dé el pan de cada día, pueda darnos la dignidad de existir, la dignidad de que nos lean. 
El sonido del lápiz deslizándose sobre el papel, viento nocturno o canción de cuna que arrulla al niño. No se me da por encender la computadora, prefiero la intimidad de aquello tan remoto como escribir a mano. La noche empieza a aclarar, las copas de los árboles se dibujan con nitidez contra el gris del cielo. Vuelvo a la cama, a ver si puedo dormir o soñar un rato más, quizás con la torre torcida a punto de caerse al agua de un canal, o con los cisnes y los patos que nunca sé dónde duermen. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

noche de agua, luna, y limón


El niño no quiere o no puede dormir. Sus pies trepan mis costillas, me levanto de la cama, camino descalza para no despertar a nadie, me sirvo un vaso de agua y limón, me tiendo en el sofá frente a la ventana. La luna redondea cielos con su blancura, las nubes se ensanchan, el niño se mueve, no quiere ni deja dormir. 
Hay noches que son así; partidas por la mitad, y me pongo a escribir. Ocho meses atrás, la primera señal fue la ausencia de sangre y unas fuertes puntadas en los pezones que parecían gritar: “En este cuerpo hay vida nueva”. Seguí viviendo mi cotidianidad, algunos días con más paciencia que otros, mientras el vientre se iba ensanchando, los órganos se corrían de lugar para dejarle espacio a la placenta, tierra fértil desbordada de semillas. En cada ecografía los latidos del corazón se escuchaban con tanta claridad que no había dudas, una vida paralela a la mía se estaba gestando dentro de mí, silenciosa, al ritmo de la naturaleza, al ritmo del gran creador, más allá de toda voluntad o control humano. El cuerpo empezó a transformarse, me sentí a su servicio, me hice vasija de barro llena de agua, llena de flores, y el tomar conciencia de que empezaba a ser un canal de vida, una huella en el camino por delante de mi sombra, me dio la alegría, me dio la certeza de la continuidad del tiempo. Nada empieza ni se acaba con la silueta de mi ego empecinado, hay algo esencial que me trasciende, que me supera. El niño siguió creciendo, alimentándose de mí, un día le vi la cara, las manos, los pies diminutos en una pantalla en blanco y negro. Otro día descubrí sus primeros movimientos; olas sutiles que se desplazaban en la placenta y me hacían cosquillas. 
El cuerpo continuó este viaje sin vuelta atrás. Empecé a sentirme más pesada, más redonda luna llena cavando cielos. Los pies se me hinchan con las tardes húmedas de verano, el calor me exige respirar hondo, ya no camino ni tan rápido ni tan ligero, me cuesta dormir, me duelen las articulaciones de las manos y las rodillas, el niño crece y ocupa su lugar; ya no sólo se mueve con la sutileza de un caballito de mar, y los músculos del vientre se me estiran como un elástico, y la panza toma distintas formas, como si fuera de arcilla, formas que duelen y al mismo tiempo me fascinan. El niño redondea su columna igual que el lomo de un gato; lo veo cómo empuja el vientre desafiando los límites de mi piel. ¿Ya querrá nacer? Un día me di cuenta de que me había quedado sin ombligo. La panza se me estiró tanto como la lonja de un tambor, y mi cutis se volvió más terso, despojado de arrugas, transmite una luz que mi marido percibe con admiración. “Estás hermosa”, me dice con suavidad, y yo me siento a punto de soltar la vida en un vuelo de pájaros, respiro profundo, miro la luna dando vuelta la noche, amanece otro día, prometedor de una larga siesta, la necesito para recuperar fuerzas, y el niño que no deja de moverse, se apronta, quiere salir, zambullirse de pleno, despedirse de mi cuerpo-nido que todavía lo siente latir. Mis emociones suben y bajan montañas, a veces me siento en medio de un temblor de tierra, el proceso se acelera, el parto está al llegar, siento miedo, incertidumbre, alegría, conmoción. Por momentos vuelvo a la calma, aterrizo en la certeza de que ya nada será como antes, de que esta metamorfosis me dejará sus huellas; “seré otra”, tendré que aprender a reconocerme, mi esencia traspasará fronteras, mi hijo se hará un lugar con su cuerpo, su alma y su sombra. Aprenderé a crecer a su lado, pediré guía y ayuda al gran creador que lo gestó dentro de mí porque no sé cómo hacerlo, tendré que descubrirlo sobre la marcha. 
Suelto letras bajo el silencio de la noche, y el niño se tranquiliza, ya no trepa mis costillas. Bajo la luz de la luna me reafirmo en la única certeza que tengo; ya nada será como antes, di un paso hacia una tierra sin retornos, una pieza del corazón se me corrió de lugar, y esto me inspira a crecer y me asusta, me motiva, me da miedo, y paradójicamente me conecta con una nueva fuerza, una nueva confianza interior que percibo desde el primer día del embarazo. 
La respiración se vuelve más profunda, la vida, más intensa, y el horizonte aún más ancho que el alcance de mi mirada.