jueves, 23 de febrero de 2012

Sin retorno


No tenía ni idea de dónde estábamos. Afuera, nevaba mucho. Temí haberme pasado de estación porque cada vez que me ponía a leer (no importaba dónde) me abstraía del mundo; tampoco tenía ni idea de la hora qué era, me había dejado el reloj en casa. En mi compartimento, una anciana y un muchacho se habían quedado dormidos hasta que una voz los despertó: “El tren sufrió un desperfecto técnico y no se puede detener. Los mantendremos informados sobre esta situación y les pedimos disculpas por las molestias causadas”. La anciana hizo un gesto de resignación, sacó una pequeña caja de una bolsa de mandados y empezó a comer frutillas, seguramente importadas de algún otro lugar. El muchacho bostezó, me miró medio dormido, y nos preguntó si nos molestaba que se pusiera a tocar el chelo. Tenía que dar un concierto en una pequeña ciudad a unos 50 km al norte de Estocolmo. No sabía si en aquellas circunstancias iba a llegar a darlo pero por las dudas quería ensayar. Se puso a tocar la primavera de Vivaldi. Afuera, nevaba cada vez más. Volví a abrir el libro y la anciana recostó la cabeza contra la ventanilla. Anunciaron una vez más: “Aún no sabemos cuándo se detendrá el tren pero no se preocupen; tenemos todo bajo control. La cafetería está abierta y tiene provisiones como para tres días”. “Están locos”, dijo la anciana entre dientes y me ofreció unas frutillas. El joven se trasladó al verano de Vivaldi sin abandonar su violonchelo. Aquellas cuerdas sonaban con gran intensidad y me fueron envolviendo al punto que tuve que dejar de leer. Me dejé llevar por la música, no sé cuánto tiempo me habré quedado flotando entre la vigilia y el sueño hasta quedarme profundamente dormida. Me desperté al escuchar una voz extraña, no era ni la del muchacho ni la de la anciana. Ellos ya no estaban en su lugar; se habían marchado sin que yo me diera cuenta. Me despertó una muchacha que hablaba en voz alta con su celular. “Y yo qué culpa tengo de que este maldito tren no se detenga”, decía con un gesto tenso en la cara. “¿Cómo querés que lo sepa? No me hables así... ¿En qué idioma querés que te lo pida?” Seguía diciendo como si no me hubiera visto o como si no le importara que estuviera enfrente suyo. Me dio la sensación de que discutía con su novio. “Sí, quizás cuando llegue la primavera pero ahora... Andrés, ¿escuchás lo que te digo? ¡No quise decir eso!”, así continuó peleando sin inhibirse en lo más mínimo. Me hizo acordar a unos tíos que hacía tiempo que no veía. Cada vez que venían de visita a la casa de mis padres, se peleaban como locos. Según mi madre, lo hacían para llamar la atención. Me cansé de escuchar peleas y me fui a caminar por los pasillos hasta que llegué al vagón de la cafetería y me reencontré con mis ex compañeros de viaje; la anciana se había puesto a hablar alemán con un veterano un poco más joven que ella, mientras tomaban un té y se comían un buen pedazo de torta de manzana. El hombre le estaba hablando sobre un amigo portugués que había emigrado con su familia a Angola por la crisis. La anciana lo escuchaba sin dejar de comer su trozo de torta. Y el músico estaba solo, sentado contra una ventana, miraba el paisaje con una expresión serena. Al acercármele, me reconoció enseguida. Creo que se alegró de volver a verme. Me preguntó si quería tomar algo y le dije que un capuchino no estaría mal. Se levantó y se fue hasta el mostrador. Un cielo azul contrastaba con la blancura de la nieve. El sol encandilaba desde lejos, había que mantener las cortinas un poco corridas, costaba creer que fuera del tren hicieran 25 grados bajo cero. El músico regresó con una bandeja y al apoyarla sobre la mesa dijo que había traído unas cuantas medialunas por si nos venía hambre. Se llamaba Marcelo; su madre era argentina y su padre holandés. Hacía unos años se había ido a hacer un posgrado de ingeniería a Estocolmo; cuando lo terminó, consiguió un buen trabajo en una empresa de ingeniería civil y se quedó a vivir en esa ciudad. El violonchelo era sólo su hobby predilecto. “Diseño puentes de vidrio y de plástico; son más livianos y mejor para el medio ambiente; con estos materiales no necesitamos pintarlos y nos ahorramos el tóxico que producen las pinturas.” Cuando le pregunté qué pensaba de la crisis, me respondió: “Es la golosina ideal para los políticos y los pesimistas que se quejan el día entero sin hacer nada. Pero así y todo, no es fácil. Hay que sobrevivirla lo mejor posible”. Me reí pero pensaba muy parecido a él. Cuando me preguntó por mí, le dije que era uruguaya, me había venido hace unos años a estudiar en la academia de artes de Estocolmo, y después conseguí trabajo en un museo de arte contemporáneo y me quedé.
-¿Por qué te fuiste tan lejos? -me preguntó.
-Siempre quise salir de aquella pequeña burbuja...
-Yo también soy un poco trota mundos. ¿Extrañás? 
-Cuando vivía allá, no sabía qué, pero a veces también extrañaba. 
-Holanda está más cerca y voy bastante seguido.
-Yo voy a Uruguay cuando puedo. Pero con la nostalgia me llevo bastante bien.
-¿Seguís en contacto con tu familia y con algún amigo?
-Cada vez que los vuelvo a ver, la confianza y el cariño se sienten como si no me hubiera ido.
-¿No tenés miedo de sentir que ya no pertenecés a ningún sitio?
-En Uruguay está mi pasado, mis viejas raíces, yo estoy aquí con mi presente, y si me siento bien conmigo, con la gente que me rodea, y además hago lo que me gusta, ese es mi lugar de pertenencia.  
-¿Hay algo que siempre te recuerde a Uruguay?
-El mar, un tango, los higos. En la casa de mis padres hay dos higueras que me vieron crecer.
-Creo que nos vamos a llevar bien.
Al caer la noche, la nieve se veía aún más blanca y todavía no habían dado ninguna señal de que el tren se fuera a detener. Con Marcelo nos mudamos de compartimento. Nos instalamos en uno más pequeño donde sólo había lugar para dos. Nos pusimos a contar historias de la infancia. Él había crecido en Buenos Aires hasta los diez años y yo en Montevideo. Cuando estuvimos a punto de dormirnos, una ola de luz violeta se encendió en el cielo y nos despertó.
-Es una aurora boreal -dijo Marcelo con una expresión de asombro.
Era increíblemente hermosa. Aquella luz danzaba en el cielo con una agilidad envidiable. De tanto mirarla, se hizo parte de mí.