jueves, 30 de septiembre de 2010

Los patos en otoño

¿Adónde irán los patos cuando llueve? Los busco debajo de los puentes, debajo de los árboles que bordean los canales pero nunca los encuentro. Un día, Chris me contó que en sus plumas tienen una especie de sustancia impermeable que los mantiene protegidos del agua; algo así tendríamos que tener nosotros, pensé, que vivimos al norte y la lluvia nos visita tan seguido. Pero lo que más me sorprendió fue cuando Chris me dijo que además, podían volar a velocidades entre los 65 y 80 km por hora, y hasta diez horas de forma ininterrumpida. Con esa capacidad de vuelo, cuando se esconden de la lluvia, sabe Dios adónde van. En cambio, las heladas no los espantan del todo, cerca de Navidad a veces los canales están congelados y los patos caminan por encima del hielo sin ningún problema.

Hoy es un día que llueve de a ratos, sólo cada tanto se filtra el sol entre las nubes reflejando las copas de los árboles en las ventanas de los pisos altos de las casas; es como si las ramas bailaran mirándose al espejo. Si desplazo el foco de la mirada hacia el suelo, las calles están mojadas, las hojas se pegan en el asfalto como sellos de carta, y de repente visualizo la calle como un gran papel donde la lluvia escribe en los charcos y el agua refleja mi cara. Parada en el cordón de la vereda, miro los círculos que se dibujan con la caída de la llovizna. Una niña con su paraguas rosado, casi más grande que ella, se me acerca, me sonríe y mira al fondo del charco a ver qué hay, a ver qué aparece, quizás nos sorprenda el vuelo de alguna mariposa emergiendo desde allá abajo. Pero no, no hay mariposas por ningún lado. De repente nos sorprende un graznido, las dos miramos hacia el cielo al mismo tiempo y descubrimos un grupo de patos atravesando las nubes. Enseguida me acordé de lo que había leído una vez sobre el vuelo de los patos en grupo y resulta que ese viaje es mucho más potente que cuando vuelan a solas; el pato que va delante es el que guía el recorrido y los que van atrás lo alientan con sus graznidos hasta que el pato se cansa, baja la cola y esa es la señal de que necesita relevo. Le conté a la niña esta historia en holandés como mejor pude; ella me miraba con ojos grandes hasta que en un momento estiró sus brazos hacia el cielo y me dijo:

"Yo también quiero volar con los patos"...

(dedicado al escritor J.D. Salinger que falleció este año)

domingo, 26 de septiembre de 2010

guten morgen Berlín

Apenas se cayó aquel muro gris en el escenario, pensé, es el de Berlín, pero no, aquel aún estaba en pie, pintado de todos colores con expresiones fuertísimas donde el pueblo alemán grababa en silencio su más profundo dolor, y yo, miraba “Palermo”, una de las obras de danza teatro de Pina Bausch inspirada en la capital de Sicilia. Aquellas ruinas desperdigadas en escena, el humo que se desprendía de los escombros, y los bailarines vestidos de punta en blanco como si fueran a un banquete, también podían representar la decadencia del viejo imperio romano, y si lo trajéramos a los tiempos de hoy, podría ser el resquebrajamiento del imperio americano. Tres meses después de haber visto esa obra de la Bausch, cayó el muro de Berlín. Ese mismo día, al salir a las calles de Essen, la gente estaba nerviosa, y algunos gritaban, ¡el muro se cayó, se cayó, se cayó! Y ya no tuve dudas de que se trataba del de Berlín. Eran gritos con una mezcla de euforia y desesperación. Estábamos en 1989, yo recién había llegado a Essen, y antes de llegar ya había escuchado miles de historias sobre el muro de Berlín pero lo que nunca me hubiera imaginado es que la caída se fuera a producir estando en Alemania. Un año después, viajé seis horas en tren para ir a Berlín. Era la primera vez que iba y al llegar, lo primero que me impresionó fue el clima de tensión que se respiraba en todas partes, todavía había mucho sufrimiento en las caras que se veían por la calle. Aquel día, una niebla espesa cubría toda la ciudad, había humo por todas partes como si de golpe Berlín se hubiera incendiado, y el Brandenburger Tor desafiaba a la neblina con su poderosa presencia. Una de las imágenes que nunca se me borró de aquel viaje, fue la de un soldado con un clavel rojo en el bolsillo de su uniforme que se encontraba justo en el Checkpoint Charlie, y allí vendía restos del muro que todavía se podían ver desperdigados por Potsdamer Platz, y sólo por un par de marcos los turistas se llevaban de paso un trozo de muro a casa. Del otro lado, donde había sido Alemania del Este, el escenario era un descampado con edificios en ruinas.

Este año volví a Berlín, veinte años después de aquella primera vez, y la “escenografía” de aquella gran ciudad era completamente otra. Ya al llegar, la estación de tren me impactó con su reconstrucción completamente contemporánea, y el Potsdamer Platz estaba rodeado de una majestuosa arquitectura moderna. La cúpula de vidrio que construyeron en el Sony Center es realmente una belleza de la arquitectura de hoy en día. Entre el Este y el Oeste ya no se distinguían fácilmente las diferencias, sólo una línea de asfalto trazaba el lugar donde estuvo el muro, y en el Checkpoint Charlie se había reconstruido la famosa casilla de control, aquel punto estratégico de la ciudad en donde muchos alemanes habían perdido su vida intentando escaparse, se había transformado en el mayor centro turístico; vaya ironía... En Berlín me reencontré con una gran amiga uruguaya que fue la que me mostró la nueva cara de la ciudad, y justo ese día, jugaban en el mundial Uruguay y Corea. Vimos el partido sentadas en un bar al aire libre, lleno de alemanes tomando cervezas. Al día siguiente, hicimos una hermosa caminata bordeando el río Spree. El aire fresco y el cielo despejado le daban a la ciudad un toque liviano, como si todos estuviéramos envueltos en una gran burbuja de jabón. Frente al río se veían interminables filas de reposeras donde la gente tomaba sol. Aquel clima sereno era como una bendición si uno recordaba que hacía más de veinte años mucha gente se había lanzado a aquel mismo río para escaparse, sin mucho éxito.

Para mí fue emocionante ver aquel renacimiento de Berlín; allí se palpaba con claridad el florecimiento de Alemania, y la fuerza que está reconquistando a todo nivel. Por otra parte, Alemania todavía carga con el estigma de la segunda guerra mundial, y ese tema sigue siendo una especie de tabú, algo de lo que se prefiere no hablar, y ese silencio sinceramente me preocupa, porque de alguna manera encubre por dónde se desliza sutilmente la serpiente del actual nazismo. En el resto de Europa, estas corrientes extremistas se identifican con mayor claridad, pero Alemania casi no da señales al respecto, y eso me parece peligroso.

sábado, 25 de septiembre de 2010

detrás del muro

Antiguamente, en Europa, el encargado de cuidar un faro vivía allí mismo con su familia. En estas últimas vacaciones que tuvimos con Chris, el faro de Ameland me recordó esta historia: una ex alumna, medio alemana, medio holandesa, un día me contó que tenía unos tíos que habían vivido en el faro de un lugar de Alemania del Este. De niña, ella iba a menudo a visitarlos, y con sus primos inventaban historias de fantasmas cuando caía la noche y el ojo del faro se encendía desparramando luz como agua sobre el campo.
Los niños juntaban ramas, hojas y piedras con las que rodeaban la base del faro y soñaban que construían sus propias casas, o jugaban a las escondidas desafiando aquella luz que giraba en el cielo y que dos por tres los descubría detrás de un árbol.
“Era como vivir adentro de un cuento”, algo así me había dicho mi ex alumna hacía un tiempo.
Hasta que llegó el momento en que se levantó el muro, una profunda herida entre las “dos Alemanias” y, detrás de él desaparecieron el faro, los tíos, los primos, los juegos de fantasmas, y una parte de su infancia.
Después de la caída del muro, ella volvió a aquel lugar donde todavía se hallaba en pie el viejo faro sin luz y completamente deshabitado.

Hay un muro que tiene y no tiene que ver con el de Berlín; un muro invisible que me golpea por dentro cada vez que siento miedo, inseguridad o desamparo, y a veces es muy sutil, casi imperceptible, y puede asaltarme en cualquier parte. Cuando lo descubro, enciendo un mechero dentro de mí e intento derretirlo con la esperanza de poder sentir con claridad lo que está pasando, y si fuera de mí todavía hay murallas, a pesar de sentirme desnuda y vulnerable, lo prefiero en vez de permanecer ahogada detrás del muro.

En la época en la que conocí a aquella alumna, recién empezaba a dar clases de español en Rotterdam, hacía sólo un año que vivía en Holanda, hablaba un poco holandés pero si los alumnos me decían algo muy rápido, tenía que pedirles que me lo repitieran más despacio y todas esas cosas que pasan cuando uno comienza a comunicarse en otra lengua. Al principio, no fue nada fácil la comunicación con mi ex alumna; tuvimos que derribar varias murallas pero con el tiempo fuimos construyendo puentes que a veces se tendían sólo con una mirada, una broma o una sonrisa. Al cabo de dos años, un día me trajo escrita en español su propia versión de la historia del faro y me emocionó.
La había escrito muy bien.
Al finalizar el último curso, se despidió de mí con un abrazo y me dijo:
“Amiga, gracias por todo”.
Sentí un calorcito en el pecho y pensé, este tipo de cosas son las que realmente me mueven.

A ella le dedico este texto y espero que se encuentre bien.

viernes, 10 de septiembre de 2010

noche de tormentas y frutas

No recuerdo qué fue primero, si el golpe ensordecedor del trueno que retumbó en medio de la noche como si el cielo se hubiera quebrado en mil pedazos, o el sacudón que me dio la última imagen que tuve de la pesadilla de la que me acababa de despertar. Después de aquel crujido feroz, el cielo se iluminó y volvió a apagarse más rápido que el flash de una cámara de fotos, y en ese instante Chris abrió los ojos, me miró asustado, me abrazó debajo de las sábanas y se dio media vuelta, volviéndose a dormir como si no hubiera pasado nada.
No pegué un ojo en toda la noche. En mi cabeza habían quedado resonancias de aquel disparo en medio de la noche, entremezcladas con fragmentos de la pesadilla que me había dejado vestigios de un sabor amargo. Pero, respeté sus dulces sueños, le di un beso casi en el aire, me levanté en puntitas de pie, y me escabullí como la luna cuando las nubes la acarician con sus velos silenciosos.
Bajé las escaleras con la sensación de que descendía al camarote de un barco que atravesaba la marea en plena tormenta. El suelo de casa temblaba debajo de mis pies. Afuera se había desatado la lluvia con todas sus fuerzas, en la cocina encendí una luz tenue, y me puse a hacer una ensalada de frutas. Lavé cerezas, frutillas y moras, frutas que no me vieron crecer en mi niñez pero que tienen un sabor tan delicioso como si las hubiera probado antes de nacer. En cambio, aquellos frutos que mis dedos sentían debajo del agua de la canilla, sí vieron cómo crecía Chris en esta tierra nórdica.
Mi infancia rodó entre manzanas y naranjas en invierno, y rodeada de higos, uvas, duraznos y ciruelas en verano.
Mientras limpiaba la fruta intenté SENTIR.
¿Qué me había provocado aquella espantosa pesadilla? De golpe se me cerró el pecho, la garganta me dolió al tragar, los ojos se me nublaron de lágrimas, y descubrí un terrible miedo a volver a lo más doloroso de mi pasado, a la oscuridad en la que me había hundido tantas veces hasta tocar fondo. Sin embargo, siempre resurgí de las tinieblas, ¿y en aquél sueño? Alguien con quién nos hicimos mucho daño en el pasado, una persona con quién sobreviví situaciones muy dolorosas, me tenía atrapada en el vagón de un tren, no me dejaba salir de mi propia historia, se burlaba de mi feliz presente, y yo le pedía a gritos por favor que me soltara, le decía que no tenía más tiempo que perder, que mi viaje seguía hacia adelante y que no podía detenerme en aquella vieja estación.
No me acuerdo con nitidez si la persona me entendía, lo que sí recuerdo es esa sensación de angustia, de ahogo, que me producía estar en aquel tren y, a pesar de eso, dormida y todo, sabía que el gran salto, que la liberación de aquella angustia era abrir los ojos, soltar el llanto y el dolor con una bocanada de aire, como si recién hubiera nacido, y volver a despertarme al lado de Chris.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

molino de luz

Nubes en el horizonte, sombras en el mar, manchas de tinta azul o piedras flotando en el agua como cosas suspendidas en el tiempo y en el espacio.
Lo único que escuchábamos era el constante zumbido del barco, y su proa, como si fuera una tijera, cortaba aquella tela infinita arrugándola en olas pequeñas.
Viajábamos hacia Ameland; una de las islas del norte de Holanda. Durante el verano, cuando la marea está muy baja, ¡se puede caminar sobre ella y llegar hasta esas islas!
Nos hospedamos en un pueblo llamado Hollum. Por las noches salíamos a caminar, desde lejos siempre se veía la luz del faro; estrella gigante que apuntaba hacia distintas direcciones en medio de un pequeño bosque desde donde aún no se alcanzaba a ver el mar pero sí se escuchaban sus rugidos cada vez que se levantaba viento.
Después de caminar un kilómetro llegamos hasta los pies de aquel antiguo faro; “molino de luz” que guiaba a los barcos en medio de la noche y agitaba nuestros corazones como las hojas de los árboles.