lunes, 21 de noviembre de 2011

cuando nadie me vea


Lo que más me gusta de mi cumpleaños es la llegada de los abuelos, Teresa y Jaime. Vienen desde Montevideo en un barco lleno de gente. A mí me encanta ir al puerto a recibirlos. Llevo un globo rojo y lo agito en el aire para que me reconozcan desde lejos. Papá dice que el viaje dura apenas unas horas pero yo me imagino al barco atravesando el mar durante días. También dice que sólo nos separa un río pero mamá extraña mucho y se queja de que se siente sola. Mira las novelas por las tardes y fuma un cigarrillo detrás de otro mientras juego con las Barbies; las visto, las peino, las dejo prontas para salir. 
Vivimos en la Avenida de Mayo, en el último piso de un edificio antiguo cerca del café Tortoni. 
Cuando el abuelo Jaime viene a visitarnos, siempre me lleva a ese lugar. Mientras lee el diario, miro a las mujeres con minifaldas ajustadas, tacos altos y labios pintados de rojo. Me gusta ver cómo les sonríen a los hombres del café. El abuelo me deja tomar un capuchino pero no podemos contárselo a nadie. Me lo pide liviano y así no me hace mal al estómago. Un día le pregunté qué significaba eso de “liviano” porque para mí, todas las tazas pesaban lo mismo. El abuelo se rió y me dijo: “No tiene nada que ver con el peso. Liviano es una manera de decir que el capuchino tiene poco café y  bastante leche”. Me quedé sorprendida. Los grandes se complican hasta para hablar. A mí me encanta el gusto de la espuma revuelta en azúcar y a el abuelo le causan gracia mis bigotes blancos. En el Tortoni fue la primera vez que escuché un tango. Al abuelo le encanta esa música, a mí me pone triste. 
Con la abuela Teresa hacemos otros paseos. Nos gusta ir a la Plaza Francia y si llueve, no importa, vamos igual debajo de un paraguas azul. “Detesto encerrarme como tu abuelo. A mí me gusta el aire libre, volar como los pájaros” -dice la abuela en los días de lluvia.
Los abuelos vienen una semana antes de mi cumpleaños y ayudan a mis padres con los preparativos. Mamá se pone como loca. Dice que el tiempo no le alcanza para nada. La fiesta la hacemos en un club porque toda la clase no entra en el apartamento. Somos veinticinco y por mí, invitaría sólo a cuatro: Carolina, Mariano, Pablo y Miguel; mis mejores amigos. Mi madre insiste con que hay que invitar a toda la clase, si no, “queda mal”. En cada cumpleaños pasa lo mismo; la fiesta está pronta, los chiquilines ya llegaron pero nosotras no. Con mamá siempre se nos hace tarde, a papá le brillan los ojos de bronca, rezonga entre dientes, y ella se hace la que no lo ve. 
Los chicos de la clase ya están jugando a la mancha o a la escondida y mi padre dice que él solo no puede con “todos esos indios”. A mí no me gusta llegar tarde y me pongo colorada. 
Este año mi cumple fue diferente. Un mes antes de la fiesta mis papis viajaron a Montevideo pero no me dijeron para qué. A la vuelta, los vi tristes, callados, y me pareció que mamá tenía más arrugas en la cara. Les pregunté qué pasaba y me dijeron que después me iban a contar pero me di cuenta de que no querían hablar. 
Pensé que los abuelos iban a llegar el lunes de la semana de mi cumpleaños y que íbamos a recibirlos como de costumbre pero al final fue sólo papá al puerto. Me puse mi vestido favorito para esperarlos en casa; uno amarillo con un estampado de manzanas rojas y un bolsillo grande en la falda. No sé por qué no fuimos con papá a buscar a los abuelos pero mamá me dijo que ya me lo iban a explicar. 
Cuando llegaron, estaba bailando un tema de Los Parchís en mi cuarto, mientras mamá miraba unas revistas en el living. Bajé el volumen del radiocasete, escuché cómo papá y el abuelo saludaban a mamá y se alejaban. Bailé un tema más y esperé a que vinieran a mi habitación pero como se demoraban los fui a buscar. Estaban en la cocina con la puerta cerrada. Cada vez que quieren hablar de cosas que no son para niños, se encierran en algún lugar. Cuando golpeé la puerta, el abuelo la abrió, todavía llevaba puesto el abrigo y el sombrero.  Pregunté por la abuela y mamá se puso a llorar. El abuelo me acarició el pelo y me pidió para salir un momento al balcón. 
Nos sentamos en unas sillas y volví a preguntarle por la abuela. El abuelo Jaime miró el cielo y dijo: “Está allá arriba”; al mismo tiempo señaló una nube que pasaba por encima de nosotros. 
Hoy es Navidad. Ya sé que Papá Noel y los Reyes Magos son los padres. El día que me lo dijeron, pateé una silla y le grité a mamá. No me gusta que me mientan. Ahora ya lo sé y no me importa. Ayudo a mi madre a envolver los regalos mientras tomamos jugo de naranja en el balcón. Hace mucho calor. Pasaron como cinco meses después de mi último cumpleaños. En un rato, papá se va al puerto a buscar al abuelo. Es la primera Navidad que vamos a pasar en Buenos Aires. Antes viajábamos a Montevideo y nos quedábamos en la casa de los abuelos. 
Terminé de envolver los regalos para mamá. Esta vez pidió un perfume y unas cremas para la cara. Ella envuelve los míos sentada de espaldas; quiere que sean una sorpresa. 
Acaricio las hojas de una planta enorme; la única que tenemos. 
Matilde, la vecina, cuando se enteró que la abuela Teresa había muerto se la trajo a mamá y le dijo: “Ánimo, la vida sigue”, o algo parecido. Pero mi madre dice que cuando la gente se muere, no regresa nunca más. Eso todavía no lo entiendo. Para mí, la abuela Teresa va a volver, y si no, cuando nadie me vea, voy a mirar el cielo y a hablar con ella. En algún lugar tiene que estar.