jueves, 29 de mayo de 2014

danza cotidiana


Ahora comprendo esas interminables telas agitándose con los movimientos de las bailarinas; los pies frenéticos arrugándolas y volviendo a estirarlas. Las manos se agitaban como alas debajo de las telas.  Recién ahora puedo captar el sentido de aquellos movimientos repetitivos que la coreógrafa alemana Susanne Linke creó en su obra, Frauen Ballet. Esas mujeres danzando el ritual de las tareas cotidianas me fascinaron cuando las vi en el teatro  Solís por primera vez. Me inspiraron a viajar hasta Alemania en el 89 y estudiar danza en Essen. En aquella época sólo tenía veinte años. El tiempo se estiraba como una cuerda de goma inquebrantable. Me daba el lujo de dejar pasar los trenes que se me antojaran y de quedarme horas divagando con la imaginación recolectando hojas secas y castañas a los pies del andén. Era demasiado joven para comprender la esencia de esa danza, la concentrada sustancia que transmitían esas mujeres que evocaban los rituales que hoy realizo cada día por mi hijo y por nosotros: cambiar pañales, calentar leche, hacer puré de papas y remolacha, picar zanahorias, cortar trozos de manzana, lavar ropa continuamente, dar de comer a mi hijo en los horarios clásicos, hacer mandados cada día con el cochecito, leerle un cuento, hacer un puzzle, cantar las canciones que me pide, decirle que no cada vez que se acerca a los enchufes, consolarlo con un largo abrazo cada vez que llora, reírnos juntos cuando los osos se esconden detrás de su cama, rayar un papel con lápices de colores, meter a mi hijo en la bañera con el balde y el pato de goma, levantar los juguetes del suelo, recoger el arroz desparramado por debajo de la mesa, ir a jugar un rato al parque, mirar una y mil veces la misma historia del perro Dribbel. Estos ritos cotidianos se repiten casi siempre en un mismo orden y a un ritmo staccato. Esta danza no acaba nunca. El telón sólo se cierra a la hora de dormir. Y el único e intransferible sentido de todo esto es ser testigo del crecimiento de un hijo, dejando el Yo a un costado durante la mayor parte del tiempo. Un desafío. Un milagro. Un cielo desbordado de estrellas que se te caen encima. Una ola que te revuelca en la arena y cuando te levantás, vuelve a envolverte y a llevarte hasta la próxima orilla. Un despertar y darte cuenta que tu hijo ya camina. Un despertar y darte cuenta que le diste el pecho hace no tanto. Un despertar y darte cuenta que haber estado embarazada duró lo que dura un sueño. Una aventura al borde del abismo, una travesía audaz, desafiante, agotadora. La más bella experiencia que me revela lo que soy capaz de dar. 

(dedicado a Susanne Linke, Pina Bausch, Amaya Lubeigt, y a las mamás de este mundo) 

jueves, 22 de mayo de 2014

desde la penumbra


Sentada en un rincón del hotel recostada contra la pared cierro los ojos y dejo pasar los ruidos del mundo: las pisadas de un par de chancletas de goma, el cuchicheo de una pareja de alemanes, pocillos de café resonando con sus cucharas, una bolsa de nailon agitándose en alguna parte; el crujido de las cosas se acerca y se aleja. Las palabras en voz baja también se acercan y se alejan como los trenes de una estación. Permanezco con los ojos cerrados sin dejarme llevar. Habito el silencio dentro de mí. Ese delicioso silencio que a veces viene a visitarme y a veces le permito que me habite. Me vuelvo cántaro de barro y me lleno de agua cristalina. Me dejo habitar por la penumbra. Sin miedo. Las sombras también son necesarias. Aún más cuando el sol arrasa. En el momento de abrir los ojos las cosas se ven diferentes. Salgo y el mar me sorprende con sus intensos verdes, turquesas y grises. Un pájaro que desconozco posado en la rama de un árbol mira fijo el horizonte. De pie, a su lado, también miro al mar. Mis oídos se despejan y vuelven a escuchar con claridad. El mar siempre me habla y me revela cosas. Una vez recuperada la calma, las voces neuróticas de mi cabeza se callan, y las cosas recuperan su auténtico valor.