jueves, 22 de mayo de 2014

desde la penumbra


Sentada en un rincón del hotel recostada contra la pared cierro los ojos y dejo pasar los ruidos del mundo: las pisadas de un par de chancletas de goma, el cuchicheo de una pareja de alemanes, pocillos de café resonando con sus cucharas, una bolsa de nailon agitándose en alguna parte; el crujido de las cosas se acerca y se aleja. Las palabras en voz baja también se acercan y se alejan como los trenes de una estación. Permanezco con los ojos cerrados sin dejarme llevar. Habito el silencio dentro de mí. Ese delicioso silencio que a veces viene a visitarme y a veces le permito que me habite. Me vuelvo cántaro de barro y me lleno de agua cristalina. Me dejo habitar por la penumbra. Sin miedo. Las sombras también son necesarias. Aún más cuando el sol arrasa. En el momento de abrir los ojos las cosas se ven diferentes. Salgo y el mar me sorprende con sus intensos verdes, turquesas y grises. Un pájaro que desconozco posado en la rama de un árbol mira fijo el horizonte. De pie, a su lado, también miro al mar. Mis oídos se despejan y vuelven a escuchar con claridad. El mar siempre me habla y me revela cosas. Una vez recuperada la calma, las voces neuróticas de mi cabeza se callan, y las cosas recuperan su auténtico valor.

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