miércoles, 13 de enero de 2016

Ni fósforos, ni cartulinas de colores


Detrás de la pantalla de televisión las ciudades parecen de cartón.
La voz monótona del periodista da la sensación de que
las casas se fueran deshaciendo bajo la llama de un fósforo. Como si ese lado del mundo fuera de papel y se pudiera mostrarlo con total neutralidad. Como si todo fuera ficción. Pero no lo es. No se trata de fósforos, ni de cartulinas de colores, sino de un lugar donde las bombas, el hambre, y el aislamiento explotan constantemente. Cuesta creer que esa realidad sea real en pleno siglo XXI. Un siglo que en otras áreas avanza a velocidad de la luz. Engañosamente todo parece muy lejos hasta que explota una bomba en París y se sacuden las raíces de toda una civilización. Desde Siria y sin aliento llegan como pueden, un poco a pie, un poco en tren, miles de familias escapándose de la guerra atraviesan Turquía y llegan hasta aquí; Europa, “la Meca” occidental. Desde este otro lado los recibimos, también, como se puede. Gracias si se les da un poco de comida, un estadio donde dormir al lado de otras familias que no conocen, y una clase de Holandés. Hay un enorme desconcierto de lo que va a suceder con este pueblo que de golpe se quedó sin tierra ni cielo, y miles de personas llegan con niños cada día en busca de un poco de paz. Lo que más me fastidia es cuando algunos se la agarran con Dios y repiten de generación en generación la tan trillada frase: “Si él no lo permitiera... no sucedería”. Como si Dios fuera un tirano sacado de una película de Hollywood. El atajo más fácil y más vil que conozco es el de echarle la culpa al otro por lo que me pasa a mí, en lugar de asumir la responsabilidad de mis actos. Y por eso creo que tirarle la culpa a Dios de lo que está pasando en el mundo, es seguir derrumbándonos por ese atajo. Si Dios existe o no, es otro tema. Pero nosotros, los seres humanos, mientras sigamos escapándonos de nuestras responsabilidades cotidianas, no vamos a llegar muy lejos. No se trata de algo fácil. A mí me cuesta y de arranque el poder discernir, cuáles son mis responsabilidades y dónde empiezan las de los otros. Soy consciente de mis debilidades, las reconozco con franqueza, y sigo intentando asumir lo que me toca lo mejor que puedo, porque de lo que sí estoy convencida es de que vale la pena seguir intentándolo. ¿De quién es la culpa de toda esta complejidad y calamidad mundial? No se trata de culpas. Nadie es culpable. Todos somos directa o indirectamente, más o menos, responsables. ¿Pero qué significa ser responsable de algo que se siente, que se dice, o que se hace? Un día escuché que el más profundo significado de la palabra responsabilidad es la capacidad que uno tiene o no, de responderle a la realidad. ¿Qué hago con lo que me sucede? ¿Soy capaz de responder? ¿Qué me pasa cuándo el inspector de un tranvía me trata mal? ¿Le respondo con la misma moneda? ¿Y cuando mi esposo está de mal humor? ¿Y cuando mi hijo grita? ¿Qué siento? ¿Y qué hago con lo que siento? ¿Lo escupo? ¿Lo proceso y después respondo? ¿Y cuándo me enojo? ¿Y cuando pierdo la paciencia y grito? ¿Qué hago?¿Sigo gritando o me detengo, reconozco mi debilidad, y me disculpo? ¿Qué elijo en cada momento? ¿Qué hago con lo que soy? ¿Qué doy de lo que soy? ¿Cómo le respondo a las circunstancias? ¿Cómo le respondo a mi hijo, a mi esposo, a un amigo, a un vecino, cómo me respondo a mí misma? Es con lo que me confronto cada día. Y no siempre es fácil. Pero tiene un sentido. Para mí lo tiene. Y es la sed que tengo de crecer. No en años, sino en espíritu. Envejecer es un proceso inevitable y nos pasa a todos; crecer es una opción. No quiero irme sin dar algo bello, no quiero irme sin crecer, sin darlo todo lo humanamente bella e imperfecta que pueda llegar a ser, pero intensamente sentido, y sólo por eso, es bello, es válido. En los breves momentos en los que puedo darme, sin resistencias, sin condiciones, sin desconfianzas, sin apegos, sin dependencias, es donde la vida recobra el mayor de los sentidos, el mayor de los valores, y me inspira a seguir intentándolo, aunque me equivoque mil veces más. Nosotros tampoco somos fósforos ni cartulinas de colores pero podemos darle un momento de brillo a alguien en un sutil intercambio de miradas, o con un abrazo, o con una simple escucha, aunque después volvamos a ser egoístas, desconfiados, egocéntricos. Porque así somos. Así soy. De carne y hueso. No es necesario irme, no es necesario irnos tan lejos, viajar a realidades extremas, no es en absoluto necesario convertirnos en héroes. No lo somos. No lo soy. No tengo el poder de salvar a nadie, no puedo rescatar a Siria, no puedo curar al mundo. Pero sólo el cuestionarme cómo me comporto con las personas con las que vivo, cómo le respondo a las personas que van apareciendo en mi camino, qué hago con lo que siento, qué hago con lo que me pasa, cómo le respondo a una persona cuándo hace algo que me duele, cómo puedo reparar los daños que cometí en el pasado, cómo puedo hacerlo mejor ahora; es más que suficiente, por más pequeño que parezca.  



Silencios


Todavía hay una lámpara encendida.
Chris duerme a mi lado
y Fabrizio, en la habitación de enfrente.
La noche se vuelve una hoja en blanco.
El silencio espera, ansioso, 
ser completado con palabras azules.
Palabras que podrían decir
que es el final del día.
Ya es hora de dormir,
hora de entregarse 
a la suavidad de las sábanas. 
Sin embargo, cada letra es un comienzo,
es el inicio de un año  
que se está por develar,
con sus días y sus noches,
con sus lluvias y sus soles.
Todo está abierto, expectante, 
sin delinear. Y el aire lleno de anhelo 
de ser respirado a pleno pulmón. 
Cada segundo, en cada lugar, 
en un encuentro, en una mirada,
un deseo, una espera, algo por
completar. Apago la luz, empiezo a soñar.
Todavía un poco despierta.
Fabrizio y Chris siguen durmiendo.
El resplandor de las luces de la calle
se filtra por las ventanas.
La noche se ensancha aún más
con los silencios. Me está esperando.
Me entrego a ella.