martes, 27 de junio de 2017

tonos de voz

Después del almuerzo.  Me siento frente a la computadora y me entrego como quién lanza sus dedos por las teclas de un piano. Es el momento del café, la música, y la Lupa. 
Concierto No. 1 para piano y orquesta de Tchaikovski. Recorro con la mirada la mañana de hoy y reconozco que me desperté de mal humor. Poco dormida y levantada a destiempo. Enseguida sentí la presión de las agujas del reloj y las 8:30, hora en que Fabrizio entra a la escuela, persiguiéndome por la cocina mientras preparaba el desayuno para los dos. Cuando estoy de mal humor, me cambia el tono de voz, y aunque formule y emita la frase más “cariñosa del mundo”, como ser: “amor, el desayuno está pronto”, la voz con que lo digo refleja una tensión que deforma el significado de la frase y contagia a Fabrizio mi pésimo humor. Entonces los dos nos irritamos mutuamente, casi sin poder evitarlo. Al principio, la mañana fue así, mal humorada, llena de tropiezos entre el té y las tostadas del desayuno, y los preparativos de la merienda que Fabrizio se lleva para la escuela. Esos son los momentos en que no logro ser la madre que me gustaría ser. Y aunque soy consciente de mis tonos de voz punzantes, no es tan fácil cambiarlos. La sensación es la de haberme caído en un par de zapatos chicos que me aprietan los pies, y con ese dolor me obligo a correr por toda la casa, como si el el apuro y el mal humor pudieran controlar lo incontrolable; el tiempo. Recién cuando logramos llegar a la escuela, un par de minutos antes de que empezara la clase, ahí se aflojó mi voz, y pude despedirme de Fabrizio con tranquilidad. Él también estaba mucho más sereno. En casa me preparé un café, cerré los ojos, respiré profundo y detecté los cambios de voz que había tenido esta mañana. Me quedé como diez minutos respirando en silencio para asentarme en la voz de buen humor que había empezado a recuperar en la escuela y que es la voz de la persona que quiero ser.  No me culpo porque sé que nadie puede tener las 24 horas del día la voz de un ángel. Termino de meditar, me sirvo un vaso de agua, y me pongo a hacer la tarea más aburrida que existe en el mundo: Administración. Confieso que después de hacerla, me siento un ser medianamente responsable, y por ahí viene la recompensa, además de los efectos positivos que tiene esta acción sobre nuestra realidad como familia. Después de unas horas entre papeles, números y facturas, vuelvo a respirar hondo, me pongo a escuchar el concierto de Tchaikovsky, y me lanzo a trabajar un poema. Estoy haciendo un mosaico sobre Róterdam. Una ciudad con un encanto muy distinto al de Ámsterdam pero que se merece una serie de poemas. la Lupa parirá el primero, la semana que viene. En un rato vuelvo a la escuela con la voz renovada, gracias a este lugar. Mi lugar; el de una hoja en blanco y algo apretado adentro que tiene que salir a luz. 





martes, 13 de junio de 2017

verano en Delft


Hoy es una tarde en la que parecería que nadie tiene apuro. 
La gente se desplaza por las callecitas con aire distendido, es que el verano florece en cada esquina, y una abuela con su nieta le dan trozos de pan a los patos, una muchacha lee un libro sentada al borde de un canal, una pareja de jóvenes italianos comen helados debajo de un árbol. Si tuviera una lapicera y un papel me pondría a escribir. Como no los tengo, grabo estas imágenes en mi iPhone para transcribirlas a la lupa. Camino por el borde del canal, una brisa fresca me acaricia la cara, saboreo una frambuesa debajo de la lengua, y sigo recolectando imágenes que se me cruzan: Un barco lleno de turistas pasa por debajo de un puente, una mujer con una capelina amarilla, como si se hubiera escapado de un cuadro de Renoir, me saluda desde la proa con un pañuelo en la mano. Quizá sea este aire distendido o la falsa despreocupación de la época en que no tenía un hijo, lo que a veces extraño; sin embargo, en aquellos tiempos siempre estaba preocupada por algo, cuando en realidad se trataban sólo de fantasmas revoloteando en mi cabeza, cosas inconsistentes, incomparables con la vida de un hijo. Es extraña la sensación de que un hijo nunca está lejos, de que ocupa un espacio dentro de uno constantemente. Fabrizio está ahora con su padre en la clase de Taekwondo. Una parte de mí disfruta del paseo, de un tiempo libre, y otra parte está con él o él está conmigo. Su cara pequeña y sus ojos vivaces son una foto grabada a fuego en la memoria. Su mirada de niño curioso viene y se va como las olas, y se acompasa con colores, aromas, y sonidos de esta tarde de verano en Delft. 


jueves, 8 de junio de 2017

un retrato a mi madre


El cuarto de la máquina de coser se veía cubierto de una nebulosa. 
Una pared repleta de fotos de nosotras, las hijas que estamos lejos, 
y de los nietos que tampoco están en Uruguay. Hay libros y partituras por todas partes. Cosas que evocan otros tiempos y acompañan a mi madre, incluyendo una foto antigua que siempre vuelve a la memoria: mamá a los tres años en blanco y negro, con toques sutiles de color rosa en las mejillas, simulando un leve maquillaje. El pelo recogido a los costados con dos moñas de terciopelo, un bordado en el cuello del vestido, y una mirada de mar congelada en el tiempo, que ya al comienzo de aquella infancia, revelaba un dolor amordazado. Esta es la foto que me recuerda que mamá antes de hacerse madre, fue niña, y después una adolescente que soñó quimeras, y cuando quiso acordar, tenía el vientre redondo, desbordado de vida, también en el extranjero, sonriéndole al ojo de la cámara se sostenía la panza con las manos, parada enfrente a la Catedral de Colonia. Y dentro de ella estaba yo; flotando aún en el silencio, desconociendo lo que había afuera de su cuerpo. 

En medio de la niebla y los recuerdos estaba mi madre, sentada detrás de la tabla de dibujo, escuchándome en silencio ayer de noche, con la misma profundidad en la mirada que la de la foto de su infancia, como si una parte de ella nunca hubiera querido o podido terminar de romper el cascarón. Su mirada de niña-madre-abuela atraviesa distancias y tiempos. Y por momentos se vuelve más nítida y me recibe a través de la pantalla del I pad. Su piel está poblada de cansancios, como una tela que se ha remendado infinitas veces. Esa fue mi oportunidad para mirarla con otra mirada y disculparme por mis errores. Yo también los había cometido con ella. Durante años me obsesioné con sus fracasos en lugar de reconocer los míos. Su respuesta fue, que ya lo había olvidado. Y cuando le pregunté qué podía hacer por ella, me pidió que fuera feliz, lo humanamente posible, y que diera lo mejor de mí. “Te veo bien -me dijo, antes de despedirnos- y eso me da cierta paz”.  La escuché en silencio. Hice un gesto de afirmación con la cara frente a la pantalla y le sonreí con ojos húmedos. La noche abrazaba los silencios y las distancias desde este otro lado del Atlántico. Detrás de la ventana, la caída de la lluvia se había llevado todas mis palabras.