sábado, 19 de junio de 2010

casa-raíz-manta-cobijo

La primera vez que me fui de la casa de mis padres, tenía dieciocho años. Volví muchas veces y por circunstancias diferentes que ahora, no vienen al caso. Cada vez que volvía, la sensación era la misma; regresaba a la casa de mis viejos con una frustración más a cuestas, la de no haber podido conquistar mi propio lugar. Eso me daba una gran inseguridad y me angustiaba muchísimo. Me costó un buen tiempo llegar a sentir que yo también pertenezco a este mundo, que yo también tengo el derecho a existir, a estar aquí; le guste y a quién no le guste cómo soy. Durante años busqué mi lugar, paradójicamente, fuera de mí, y por eso no lo encontré en ningún sitio. Pero en el momento en que empecé a conocerme desde un punto que de tan profundo, casi sólo Dios lo ve, la realidad empezó a cambiar a mi alrededor. Con esto no quiero decir que una vez que toqué fondo y me encontré con mi propia naturaleza, se hubiera concluido algo. Más bien, todo lo contrario. Empezó todo de nuevo y vuelve a empezar, cada instante, cada mañana, al abrir los ojos y despertar. Eso es para mí estar vivo; lo demás, es simplemente escapar. Hasta hoy en día ese es mi mayor desafío; vivir en lugar de fugarme de la realidad. Lo segundo, siempre me resulta más fácil. Pero a su vez, me deja un gran vacío, como si se tratara de un agujero sin fondo. Un pozo sin agua. Cuando estoy conmigo, cuando logro fluir con mi propio caos y con el que me rodea, estoy en paz y no me siento sola. El 2004 fue un año crucial para mí. Aunque cada día es importante, aquel año me marcó por muchas cosas. Me separé de mi ex pareja. No volví a lo de mis padres. Me fui a vivir a una pensión montevideana. Recuerdo que la pieza era tan pequeña que al levantarme de la cama mis rodillas se daban contra un ropero viejo. La dueña de la pensión era una vieja gorda muy desagradable que siempre dejaba la cocina llena de grasa. A pesar de todo eso, no quise irme corriendo a lo de mis padres porque sentía que aquel lugar era sólo un momento de transición. Es más, lo agradecía cada noche con una velita encendida en mi mesa de luz porque estaba segura de que todo aquello era un buen punto de partida. Por las mañanas, hacía un gran esfuerzo para ir a clase. No tenía ganas de ir al IPA. Estaba realmente deprimida. Las únicas clases que a pesar de todo me motivaban un poco, eran las de Literatura Española. Recuerdo que un día le dije al profesor: -Discúlpeme, por favor, siempre llego un poco tarde. Pero me acabo de separar y estoy muy triste. Por suerte, él me comprendió y me dijo que no me preocupara de la hora. Que lo más importante era que siguiera yendo a clase. A los pocos meses de haber vivido (o sobrevivido) en la pensión de la vieja, una gran amiga recibió una beca para ir a escribir a Francia y me dejó un escritorio que estaba alquilando. Era una casa antigua con un hermoso ventanal que daba a la calle y estaba amueblada como para vivir. Aquel alquiler era simbólico porque no se trataba de demasiado dinero. Y para mí fue como una salvación. Al poco tiempo de haberme mudado allí, falleció Mario Levrero. Un gran escritor uruguayo, también un amigo muy querido y un gran maestro. Ese fue otro golpe fuerte, no sólo para mí sino para toda una generación de escritores jóvenes uruguayos. Pero bueno, había que seguir... hay que seguir adelante. Nada empieza ni se acaba con nadie. Al poco tiempo de haber fallecido Mario, sentí que su espíritu me susurraba al oído: “Ale, si querés escribir, hacelo ahora. No hay tiempo que perder.” En ese momento empecé a esbozar el viejo bosquejo de lo que ahora es la actual novela que estoy corrigiendo. El 2005 fue un año de renacimientos. Publiqué en Montevideo mi primera novela corta, La derrota, editorial Artefato. Conocí a Chris. Y el año pasado, el día que vinimos a ver esta casa, lo primero que sentí al mirar las ventanas que dan al parque, fue una sensación de total bienvenida. La casa me recibió con los brazos abiertos. En ese momento, no tuve que enseñar ningún tipo de pasaporte, ni demostrarle a nadie lo interesante que puedo llegar a hacer. Con sólo el hecho de Ser y de apreciar todo lo que me rodeaba, era más que suficiente. Me dieron ganas de plantar raíz en ese mismo momento y en ese mismo lugar. Cuando miré la chimenea sentí que una manta se deslizaba sobre mis hombros. Estábamos en invierno. Hacía mucho frío. Eso de sentirme arropada, también era importante. Al descubrir un cuarto en una de las esquinas de la casa con sus ventanas con forma de proa de barco, sentí: aquí podría cobijarme para escribir. Las terrazas de la casa, me conectaron más bien con un estado de compartir: noches de verano con Chris, alguna cena con amigos. Fue entrar a esta casa, donde nos acabamos de mudar, y fue sentir todo eso. Aquí puedo hacer mi nido en paz. Plantar raíz. Volar con los pájaros, cuando los escucho cantar cada mañana. Después, fueron siete meses de intensas reformas. Tuvimos que trabajar el terruño antes de plantarnos en él. Aquello del café instantáneo es sólo una ilusión que se nos vende a un precio demasiado alto para mi gusto. Cada vez que elijo vivir más y fugarme menos, emprendo un viaje, un nuevo proceso, que me cuesta mucho trabajo, tiempo y energía. Pero de todos modos, la vida se nos va igual; hagamos lo que hagamos. Por eso, yo prefiero vivirla, intensamente.

lunes, 7 de junio de 2010

la llegada

Cuando llegamos, nada olía a nosotros. Era necesario descubrir y habitar cada rincón para que se fuera impregnando de lo nuestro. Poco a poco lo fuimos haciendo. Ahora, la casa huele a hogar. Una de las cosas más impresionantes de la mudanza, fue el parto del sofá. Al principio, unos amigos nuestros y Chris, intentaron subirlo por la escalera, pero aquel intento no resultó exitoso porque el sofá era más ancho. No hubo más remedio que “hacer cesárea”, y lo entramos por el ventanal del living. Al ver aquel sofá elevándose en el aire, con las copas de los árboles como telón de fondo, era imposible no imaginarme un gran par de alas. El sofá se había metamorfoseado en un pájaro rojo; volaba como si su cuerpo hubiera perdido su peso original. Las ventanas estaban todavía desnudas. Al caer la noche, la luz de la calle nos llegaba de todas partes, abriéndose como abanicos llenos de distintos motivos: rombos, pájaros, frutas, flores... Chris es más metódico que yo. Cada una de las cajas que él había organizado tenía una etiqueta de lo que llevaba dentro. Las mías, sólo Dios sabía lo que había en ellas. Yo me había confiado demasiado de mi memoria. Pero cuando quise acordarme de dónde había puesto el camisón, la sensación fue la de no tener ni la más pálida idea de dónde estaba el norte y el sur, el cielo y la tierra, la luna y el sol. Nunca fui buena para orientarme con los puntos cardinales, y en esos casos, donde las cosas están patas para arriba, la confusión es aún mayor. Cuando Chris dijo: -¿Dónde estará mi cepillo de dientes? No pude hacer otra cosa que soltar una carcajada. -¿Y si antes de buscarlo brindamos con un champán? –propuse, a modo de consuelo. -Bueno, eso no es mala idea...-respondió él, sin dejar de mirar hacia todas partes. Después del brindis, caímos fundidos en la cama. Estábamos agotados pero también felices. Acabábamos de plantar bandera. Las ventanas del dormitorio, tampoco tenían ropa. Esa noche no hubo luna. Los relojes de las iglesias brillaban desde lejos. Miré sólo uno de ellos, y al entornar los ojos, aquella media circunferencia se había convertido de pronto en la sonrisa del gato de Alicia. Y así me sentí por un momento, igual que ella; desorientada en medio del país de las maravillas y con un mundo por descubrir.