sábado, 4 de diciembre de 2010

en la isla

No sé por qué justo en este viejo café de Delft me puse a pensar en estas cosas, quizás porque el hombre que está sentado en la mesa de enfrente me recuerda a una historia que viví hace muchos años en una isla donde casi nunca hacía frío. Había viajado hasta ahí por un proyecto de danza que al final nunca se concretó. Como no quería volver a Uruguay tan pronto, me quedé escribiendo en Búger, un pueblo tan perdido en el fin del mundo que ni siquiera daba al mar. Me alquilé una casa en la misma cuadra donde vivía el ciego del pueblo. Se llamaba Antonio y siempre que me lo cruzaba por el camino, me decía:
-¿Cómo le va a la chica de Montevideo?
-¿Y cómo sabe que soy yo?
-Mis ojos no la ven pero mis oídos la escuchan bien.
Yo me sabía su respuesta de memoria pero me gustaba que él la repitiera siempre. Cada vez que Tonio me nombraba Montevideo a mí se me aparecía la imagen de la rambla a la altura de la escollera Sarandí, y enseguida veía un sol enorme derritiéndose en el agua a la hora del atardecer.
Un día, mientras Tonio y yo paseábamos por los campos tupidos de castaños, me contó que podía reconocer a cada vecino antes de que le dijeran buenos días. “Cada uno tiene su propio estilo de caminar y yo lo puedo diferenciar con la agudeza de mi oído”, me dijo.
Nunca pude imaginarme una vida sumergida en la oscuridad, ni esa sutileza auditiva de la que él me hablaba. Tonio conocía Montevideo. Había viajado una vez a principios de los 80 para visitar a unas primas que vivían en Palermo.
Mientras caminábamos me preguntó por el Café Sorocabana y yo le dije que ya no existía.
-¿Está segura? –dijo, y apoyó su bastón blanco al lado de un gato negro que nos venía siguiendo.
-Segurísima.
Se quedó mudo, con los ojos revoloteando; los tenía más blancos que de costumbre y parecían dos lunas caídas del cielo. Luego siguió caminando, cabizbajo, y yo a su lado. Atravesamos el campo en silencio hasta que en determinado momento se puso a silbar bajito una de las estaciones de Vivaldi, creo que era la del otoño, y ahí me di cuenta de que también tenía un oído privilegiado para la música. Al pegar la vuelta en dirección hacia el pueblo, dejó de silbar y me dijo:
-¿Y usted qué espera para volver por allá?
-Que las cosas en mi familia se calmen un poco, que las ideas se me ordenen en la cabeza... qué sé yo.
-No espere demasiado –dijo, se detuvo un instante y dibujó con el bastón en la tierra algo indefinido.
Suspiré. Lo cierto era que aún me dolía demasiado lo que había pasado en mi familia como para estar ahí, y a veces hasta sentía ganas de quedarme en la isla toda la vida.

Santiago, el hijo del panadero, era un muchacho introvertido, bastante más joven que yo, venía seguido a casa a charlar y a tomar café. Tenía muchos problemas con su padre, odiaba trabajar con él, y cada vez que venía a visitarme lo veía demasiado tenso; antes de decir algo, se pasaba un buen rato sentado en silencio de brazos cruzados, moviendo una rodilla como si el piso temblara bajo su pie. A veces, jugábamos a las cartas o yo le mostraba alguno de los últimos poemas que había escrito. Según él, no entendía un comino de lo que yo le leía pero le gustaba escuchar mi voz con los ojos cerrados, decía que lo tranquilizaba. En las noches de verano encendíamos un fuego en la esquina de casa y nos sentábamos en el cordón de la vereda a conversar hasta la madrugada. Tonio solía venir con nosotros y siempre tenía algo interesante para contarnos. Leía de todo. En eso me hacía acordar a mi viejo, aunque papá no se sabía de memoria los poemas de Rimbaud y Baudelaire ni los recitaba tan bien como Tonio, también le encantaba la literatura. Alguna que otra vez hasta se me llenaron los ojos de lágrimas pensando en que mi viejo hubiera podido estar ahí, charlando con nosotros, mientras las llamas recortaban figuras irregulares de un intenso color naranja que resaltaba en el cielo de la noche.
Santiago, a su modo, creo que también disfrutaba de aquellas veladas, hablaba poco pero cada vez que intervenía decía algo que me ponía la piel de gallina. Él solía tener la mirada fija en el fuego, siempre se preocupaba de mantenerlo encendido y de que no nos faltara ni la picadita ni el vino.

Una tarde, yo había ido a sacarle fotos a los castaños en flor y a mi regreso Santiago me estaba esperando en la puerta de casa más nervioso que de costumbre. Lo vi pálido y eso me asustó.
-¿Qué pasa? –le pregunté.
-Murió Tonio –dijo casi sin voz y sin darle vueltas al asunto.
Tonio ya no tenía más parientes en la isla; se encontraban todos desperdigados por Sudamérica. Así que Don Vicente, el párroco del pueblo, Santiago y yo, lo enterramos a la madrugada. El viento sacudía las ramas de los árboles con tanta fuerza que parecía que los iba a arrancar de raíz, las mesitas del café de la esquina de la iglesia estaban tiradas en la vereda, y las nubes viajaban por el cielo dibujando olas que se entrechocaban en el aire.
Yo le llevé a Tonio un ramo de flores silvestres, las que él siempre olía cuando paseábamos juntos, y en el momento de echárselas a la tumba me largué a llorar. Santiago me pasó un brazo por los hombros y así se quedó, en silencio, durante todo el entierro.
-Yo que tú me iba de esta isla cuanto antes –dijo después, de camino a la panadería de su padre.
-¿Y por qué?
-Porque tuviste la suerte de no haber nacido aquí.
-¿No te gusta la isla?
Santiago me miró con una expresión extraña; sus ojos parecían perdidos a miles de kilómetros de distancia, pero al final me respondió:
-No, no me gusta nada. Y menos aún los forasteros como tú; tarde o temprano se van y nunca más vuelven –dijo y enseguida desvió la mirada.
Me dejó sin palabras.
Santiago me dio una carta que Tonio me había escrito antes de morirse. La abrí cuando estuve sola y decía:
“Si todavía está por aquí, lléveme a Montevideo con usted, por favor. Los muertos no ocupamos mucho espacio, apenas un lugar en el recuerdo. Quiero volver a su ciudad para recuperar lo más valioso que tenía: la vista”.
Me fui de la isla antes de Navidad y llegué a Uruguay justo a tiempo para despedirme de mi viejo; se estaba muriendo.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Sigue nevando

Cuando salí a la terraza, me sorprendió esta imagen:
Las huellas de los pájaros en la nieve.