domingo, 28 de febrero de 2010

a la pesca de...

Estábamos en plena primavera, sentados en un café al aire libre que daba a un gran canal. Un puente de metal se levantaba cada vez que los barcos pretendían continuar su viaje. Pero antes de que el puente se elevara, cada barco se detenía al lado de una cabina ubicada a la orilla del gran canal. En la cabina había un hombre que lanzaba una caña de pescar desde su ventanilla hacia el interior del barco. Después de unos segundos, alguien se la devolvía y, recién en ese momento, el puente dejaba pasar a los viajeros. Mientras Chris leía una revista sobre artículos de ingeniería, tomándose un café, me quedé un rato contemplando“aquel ritual”del hombre tirando su caña de pescar dentro de los barcos hasta que no me aguanté más la curiosidad. Saqué el largavista de la mochila, y focalicé la mirada en aquella caña de pescar. Entonces, descubrí que de la punta de la tanza colgaba un zueco de madera (uno de esos que se venden a los turistas) donde el conductor del barco depositaba unas monedas. “Este pequeño zueco está a la pesca de peajes” pensé, sonriéndome. Los zuecos de madera en Holanda (mucho antes de que se comercializaran) eran originariamente zapatos de trabajo. Y hasta hoy en día, muchos campesinos trabajan con los zuecos puestos para que no se les congelen los pies durante el invierno. Los he visto en el campo, más de una vez. Pero en aquella ocasión, el zueco era como una especie de alcancía o tragamonedas.


(Fryslân, Holanda)

domingo, 21 de febrero de 2010

un lugar sin tiempo

De golpe, la tierra dejó de girar. Al menos, todas las horas parecen haberse detenido en este lugar del mundo. Sólo se escucha el constante sonido del agua y, cada tanto, el graznido de algunas aves perdidas por ahí. Estoy sentada en medio de las rocas que dan al pequeño muelle. El lago se ve como una gran tela de seda que nunca termina de escurrirse. Detrás del muelle, se levanta silenciosa una cabaña perdida en medio del bosque. El cielo, intensamente azul, comienza a teñirse poco a poco de un tono morado. El sol empieza a descender pero nunca termina de esconderse. Sentada sobre una roca, contemplo en silencio cómo Chris empieza a encender el fuego para hacer la comida. De repente, miro el reloj y me sorprendo. Son las tres de la madrugada y todavía hay luz. En este lugar del planeta, el crepúsculo se funde con las primeras luces del alba; casi no hay división entre el día y la noche. Y por eso el transcurso del tiempo se vuelve imperceptible. Aquí sólo hay tiempo de ser, tiempo de estar en un lugar tan hipnótico que no deja que tu cabeza se vuele hacia ninguna otra parte. No sé bien por qué, pero me imagino que así debió de ser, cuando recién nací.
( Finlandia)

sábado, 13 de febrero de 2010

un pueblo hecho museo

Estaba caminando por las calles de barro de un pueblo finlandés, cuando de repente sentí un olor muy particular. Al principio, me costó distinguir aquel aroma, sabía que lo conocía de algún lugar, sin embargo, no se trataba de esos típicos olores que me vieron crecer durante la infancia, y sólo por eso, sería capaz de reconocerlos en cualquier rincón del mundo. El olor a garrapiñada lo reconocería inmediatamente, tanto en las calles de Montevideo como en las de Amsterdam. Al final, después de tanto pensar, le pregunté a Chris si él sabía a qué demonios olía aquel pueblo perdido en el tiempo. -Huele a sauna -me dijo él. Y era tal cuál, todo lo que uno veía estaba impregnado de ese aroma. Las casas eran tan bajas que había que inclinar la cabeza para pasar por debajo de las puertas. Estaban hechas de madera y de techos de paja, y en sus interiores aquel olor a sauna se sentía aún con más intensidad. En este pueblo conservado como museo, todavía están en pie, la panadería, el correo, la zapatería, la vieja imprenta, una tabaquería, un pequeño taller de cerámica y otras tiendas donde aún se realizan los mismos oficios que hace 200 años atrás. También se mantienen impecables, el interior de las casas de algunas familias de aquella época, con sus muebles antiguos y sus estufas a leña. En la sala comedor de una de esas casitas, Chris me pidió que mirara hacia el techo. Miré hacia arriba y me encontré con unos palos de madera que atravesaban toda la sala, como las vigas de un edificio, y de éstos colgaban unas roscas de pan. De esta forma se iban apilando, unas al lado de las otras, igual que las cuentas de un ábaco. -Así conservaban el pan hace 200 años para sobrevivir las heladas del invierno -me comentó Chris, al ver mi cara llena de asombro.
(Turku, Finlandia)

domingo, 7 de febrero de 2010

rueda que te rueda...

Apoyé la frente sobre el vidrio de la ventanilla del tranvía y me dejé llevar por todas las imágenes que se me iban apareciendo por el camino. Y de repente, veo un pequeño grupo de gente sentada debajo de unas sombrillas naranjas, tomando cerveza. Aquellas personas, mientras bebían muy campantes, se desplazaban al mismo ritmo que nosotros. No, esto no puede ser, pensé, nuestro tranvía se tiene que haber parado frente a un bar al aire libre. Pero no, nosotros no nos habíamos detenido en ningún momento y aquella gente bebiendo cervezas debajo de las sombrillas, se desplazaba a la par de nosotros. Qué extraño, pensé, sin despegar la mirada de ellos, hasta que se me dio por mirar hacia el pavimento de la calle y ahí descubrí que aquellas personas estaban pedaleando en un bar bicicleta. Entonces sonreí: Estos holandeses son increíbles; “todo lo hacen sobre ruedas”...

(Amsterdam, Holanda)