martes, 27 de julio de 2010

kenia, tierra de nadie - tierra de todos (2)

Cuenta la leyenda keniana que un día hace mucho tiempo un Dios belicoso arrancó un árbol, y después, volvió a clavarlo en la tierra pero con sus raíces de cara al cielo. A eso se debe la forma extraña y grotesca del tronco y las ramas del baobab. No es tan fácil encontrarse con este árbol sagrado por el camino. Los kenianos creen que en todos los pueblos donde hay un baobab, habrá abundancia. Nosotros llegamos a ver uno sobre la costa del océano Índico en un pueblo de pescadores musulmanes; el mismo árbol parecía un gran Dios con su cabellera despeinada, gordo de tanto beber y comer en los banquetes de los dioses kenianos, y los niños jugaban alrededor de él. Detrás del árbol sagrado, el pueblo había construido una mezquita.
El baobab tiene un tronco hueco, de 9 a 10 metros de altura y hasta 10 de circunferencia, y una grieta por donde se puede ingresar a su interior.

Meses después de haber viajado por Kenia, una vez vi un documental sobre el baobab y unas tribus africanas muy antiguas. Las mujeres embarazadas iban a parir sus hijos dentro del árbol sagrado.

jueves, 22 de julio de 2010

kenia, tierra de nadie - tierra de todos (1)

Cuando llegamos por primera vez a la sabana keniana, tuve esta sensación: estoy en tierra de nadie y en tierra de todos. La primera impresión fue la de una tierra despojada; no se veían personas por ninguna parte, sino sólo animales, a excepción de otras camionetas de viajeros con las que nos cruzábamos cada tanto. Pero, naturalmente, nadie se atrevía a caminar por la sabana. Los únicos pobladores de aquella desmesurada naturaleza eran los búfalos, elefantes, gacelas, cebras, pájaros de todo tipo y color, entre otros tantos animales salvajes. Ellos estaban libres y nosotros encerrados dentro de la camioneta, especie de jaula humana con ruedas.
Nubes y más nubes de polvo se iban levantando sobre la marcha, mientras atravesábamos caminos de tierra con nuestra precaria camioneta-jaula. Un profundo silencio caía sobre nosotros; llovizna que nos iba penetrando sin darnos cuenta. Sólo el gemido de algún animal interrumpía aquel silencio de vez en cuando. Entonces, era como haber llegado a la casa de los animales; la sensación opuesta a la que tenía de niña, cuando iba al parque zoológico de Montevideo o de Buenos Aires.
En medio de la sabana me desarmé ante la fuerza del reino animal, y me vi aún más pequeña frente a esa imponente naturaleza. Sin embargo, a medida que iba transcurriendo el tiempo, empecé a sentirme parte de todo aquello. El miedo fue disipándose, como las nubes cuando se corren en el cielo y dejan que se vea la cara del sol completamente despejada. Así fue cómo me conecté con ese sentimiento ancestral; me sentí parte del origen de todas las cosas. Y fue en ese momento en que pensé, “estoy en la tierra de todos; aquí también es mi casa”.
Ahora, a veces, caminando por las selvas ciudadanas me descubro con más miedo del que tuve aquella vez en medio de la sabana.

martes, 20 de julio de 2010

en los bosques de finlandia

 En medio del bosque, una frutilla diminuta. Las copas de los árboles se veían como manos abiertas pidiéndole algo al cielo. Y el sol derramaba entre aquellos dedos larguísimas cintas de luz. En pleno verano las noches se toman vacaciones en estos países nórdicos, y el sol reina todo el día ocultándose apenas a la madrugada. Aquella frutilla, salpicada de rocío, parecía moverse sutilmente entre las hojas bajo la luz de la tarde. ¿Acaso la estaba imaginando? No. Era tan real como en los sueños. Cerré los ojos y la sentí en la boca despedazándose en mil sabores tan intensos como caricias a la hora de la siesta, y la lengua alegre haciéndose un festín en medio del bosque donde no había ni un alma en pena; sólo un reno me observaba desde lejos. Curiosamente no le tuve miedo y creo que él a mí, tampoco. Un estado de armonía suspendido en el vértigo de esa cuerda floja llamada tiempo reinaba en aquel sitio.

¿Cuánto más duraría aquel recobrado paraíso?

martes, 13 de julio de 2010

¿la máquina naranja o la celeste?

Un montón de e-mails y de sms recibimos con Chris el mismo día que Holanda y Uruguay jugaron en el mundial. Nuestros amigos holandeses querían saber “por quién íbamos a hinchar”, y algunos nos gastaban bromas diciéndonos que tal vez este fuera el “primer conflicto matrimonial que se nos presentara”. Me hicieron reír mucho, y de esta manera, al principio casi sin darme cuenta, empecé a sentir más de cerca el espíritu popular que se genera a partir del mundial. La verdad es que nunca me apasionó el fútbol ni es de las cosas que más me fascinan hasta el día de hoy. Es más, hasta hace poco, me era indiferente. Me parecía que sólo servía para exacerbar el nacionalismo de los pueblos y que la masa descargaba toda su agresividad en cada partido de una manera muy violenta para mi gusto. Pero en este mundial me detuve a observar (más despojada de prejuicios) todas las pasiones confrontadas que este juego despierta en la gente, incluyéndome a mí. Hasta el punto de que fuimos a ver el partido Holanda-Uruguay a la casa de unos amigos, con las camisetas ¡intercambiadas! Chris, con la celeste y yo, con la naranja. A mí me hubiera gustado que pudieran empatar pero eso no era posible en una instancia como en la del mundial.

Cuando recién llegué a Holanda (casi cuatro años atrás) y me preguntaban en la calle de dónde venía y yo les respondía, soy uruguaya, la mayoría de la gente quedaba boquiabierta y fruncía el entrecejo intentando ubicarse en el mapa. A no ser, los fanáticos del fútbol, esos se sabían de memoria donde estaba Uruguay, gracias a la primera copa mundial que ganamos en los años 30 y luego, gracias al gran triunfo del maracanazo. A mí, sinceramente, apenas me alegraba que identificaran a mi país a través de estos sucesos de la historia futbolística. Me hubiera encantado que me dijeran: “Ah, sí, Uruguay, el país de Horacio Quiroga, de Idea Vilariño, de Juan Carlos Onetti, o de Pedro Figari o de Eduardo Fabini”... por nombrar sólo algunos de los tantísimos talentos que ha dado nuestro país.

En cambio, la semana pasada, cuando les preguntaba a los Holandeses vestidos de naranja: ¿Y, quién gana el mundial hoy, la máquina naranja o la celeste? Me decían muy confiados que iba a ganar Holanda. Pero luego, cuando me preguntaban de dónde era, y yo les decía, de Uruguay... “¿Het is waar?” (¿De verdad?) me preguntaban, poniéndose de todos colores. Claro, es que no somos muchos los uruguayos que vivimos aquí en Holanda y calculo que en Delft ¡es muy probable que sea la única! Entonces, alucinaban pero sabían muy bien quiénes éramos y dónde estábamos ubicados en el mapa; bien al sur, entre dos grandes países, Argentina y Brasil.

Ahora, a cierta distancia de toda esta movida emocional, me pregunto hasta qué punto es tan importante que todo el mundo sepa “quiénes somos y dónde estamos”. Ya que hay muchos pequeños países en África, por ejemplo, que si me detuvieran en la calle para preguntarme en dónde quedan, también me quedaría boquiabierta. Por eso, si bien por un lado me encantaría que nuestra cultura se expandiera más, así como también las miles de culturas que seguramente desconozco, siento que sería bueno que sucediera sin esa carga de patriotismo insoportable que se nos inculca desde niños, y que no nos ayuda ni nos ennoblece en absoluto, sino todo lo contrario. A mí me gustaría que este tipo de efectos sociales tan fuertes como los que produce el mundial, produjera más acercamiento, más unión entre los pueblos, y que ayudara a flexibilizar las fronteras para que todos pudiéramos circular entre los países más libremente, no sólo para ir a ver los partidos del famoso mundial, sino para poder llegar a ser algún día verdaderos ciudadanos del mundo; un mundo que nos permita mantener nuestra propia identidad con dignidad y con tolerancia, vayamos a donde vayamos, y que a su vez, nos facilite la posibilidad de circular en él sin miedos ni resentimientos; un mundo que dé la libertad de elegir el lugar en donde queramos vivir, porque más allá de todo, la tierra es sólo una. Y son más las cosas en común que tenemos los seres humanos (no importa de qué procedencia) que las diferencias que nos separan. Por eso, mi sueño y mi intento de cada día es siempre “volver a empezar de nuevo” y acercarme un poquito más, en lugar de alejarme. Soy un ser humano como todos, y estoy aprendiendo a aceptar que a veces me toca perder y otras veces me toca ganar. En lo que respecta a crear un mundo más tolerante, creo que es la responsabilidad de todos nosotros, y que todavía nos falta mucho, pero, estamos en el camino...

miércoles, 7 de julio de 2010

noches de luna llena

Cuando era niña me encantaba hablar con la luna llena.
En las noches de verano abría las ventanas de mi dormitorio para dejarla entrar. Al recibir su resplandor en la cara, me acurrucaba en la cama abrazando a un oso de peluche. Los ojos de las muñecas brillaban tanto bajo aquel baño de luna que parecía que iban a echarse a llorar. Pero yo no quería que se pusieran tristes; entonces, me levantaba de la cama para cerrarles los ojos. Después que todas las muñecas ya dormían, a mí me costaba dormirme. Si fijaba la mirada en la luna durante mucho tiempo, todo lo que me rodeaba empezaba a desaparecer. Ella solía transportarme a otro lugar. Un sitio seguro donde nadie gritaba, ni se oían insultos, ni amenazas. Se trataba de un mundo inexistente donde siempre podía flotar en el mar, acostada boca arriba, mirando el cielo y las gaviotas hasta quedarme dormida. De niña le tenía mucho miedo a la oscuridad y por eso me había aliado con la luna llena. Las noches en que no había luna ni estrellas, mis padres dejaban encendida la luz del corredor y entornaban la puerta de mi cuarto, pero no era lo mismo. Cuando era adolescente, bastaba cerrar los ojos para que los grillos llenaran todo el vacío de la noche, y cuando los volvía a abrir, la luna estaba mirándome con sus grandes ojos aguados. Me tumbaba en el césped a comer higos y a hablar con ella. Sabía de mí, más cosas que yo misma. Le contaba todo lo que quería olvidar, lo que me atormentaba el sueño, lo que no quería que nadie supiera. Hasta hoy mantengo cierta “relación”con la luna llena. Cada vez que vuelvo de trabajar y me la cruzo de camino a la estación, es como ver una página en blanco. Cuando su presencia se impone ante los altísimos edificios de Rotterdam, reflejándose en los cristales de las construcciones modernas, dejo pasar delante de mí a toda la gente, no corro detrás de ningún tren, y me detengo sólo a mirarla. El claro de luna es un oasis o una puerta de salida en medio de semejante ciudad donde puedo dejar de pensar en todas las cosas que tengo que hacer para el día siguiente. Hacía unas semanas Chris se había ido a Japón por trabajo. Y una noche, en la ventana de casa, me sorprendió una luna llena igualita a como la dibujaba cuando era niña: una circunferencia más grande que el resto del mundo, arriba de un techo a dos aguas. Me quedé un buen rato contemplándola desde el living con las luces apagadas. ¿Con cuántas lunas habría hablado en mi vida? Nunca las había contado. De repente, sonó el teléfono. Me sobresalté y fui corriendo a atenderlo. –Hola, ¿Chris? Nadie respondió. –Amor, ¿sos vos? –insistí. Pero la línea no comunicaba bien; sólo podía escuchar un ruido molesto, como si estuvieran arrugando bolsas de nailon desde algún otro rincón del mundo. Corté y antes de acostarme miré el reloj; ya era demasiado tarde. Me fui a dormir pensando en quién habría llamado. En plena madrugada volvió a sonar el teléfono y me despertó. Me levanté de la cama, bajé las escaleras todavía medio dormida, y cuando iba a levantar el tubo, el teléfono dejó de sonar. Miré por la ventana y vi cómo una luz pálida cubría todo el parque; una nube gigante y espesa que se iba devorando todas las hojas de los árboles. Sólo se escuchaba el canto de algún pájaro, anticipando el amanecer.