lunes, 21 de noviembre de 2011

cuando nadie me vea


Lo que más me gusta de mi cumpleaños es la llegada de los abuelos, Teresa y Jaime. Vienen desde Montevideo en un barco lleno de gente. A mí me encanta ir al puerto a recibirlos. Llevo un globo rojo y lo agito en el aire para que me reconozcan desde lejos. Papá dice que el viaje dura apenas unas horas pero yo me imagino al barco atravesando el mar durante días. También dice que sólo nos separa un río pero mamá extraña mucho y se queja de que se siente sola. Mira las novelas por las tardes y fuma un cigarrillo detrás de otro mientras juego con las Barbies; las visto, las peino, las dejo prontas para salir. 
Vivimos en la Avenida de Mayo, en el último piso de un edificio antiguo cerca del café Tortoni. 
Cuando el abuelo Jaime viene a visitarnos, siempre me lleva a ese lugar. Mientras lee el diario, miro a las mujeres con minifaldas ajustadas, tacos altos y labios pintados de rojo. Me gusta ver cómo les sonríen a los hombres del café. El abuelo me deja tomar un capuchino pero no podemos contárselo a nadie. Me lo pide liviano y así no me hace mal al estómago. Un día le pregunté qué significaba eso de “liviano” porque para mí, todas las tazas pesaban lo mismo. El abuelo se rió y me dijo: “No tiene nada que ver con el peso. Liviano es una manera de decir que el capuchino tiene poco café y  bastante leche”. Me quedé sorprendida. Los grandes se complican hasta para hablar. A mí me encanta el gusto de la espuma revuelta en azúcar y a el abuelo le causan gracia mis bigotes blancos. En el Tortoni fue la primera vez que escuché un tango. Al abuelo le encanta esa música, a mí me pone triste. 
Con la abuela Teresa hacemos otros paseos. Nos gusta ir a la Plaza Francia y si llueve, no importa, vamos igual debajo de un paraguas azul. “Detesto encerrarme como tu abuelo. A mí me gusta el aire libre, volar como los pájaros” -dice la abuela en los días de lluvia.
Los abuelos vienen una semana antes de mi cumpleaños y ayudan a mis padres con los preparativos. Mamá se pone como loca. Dice que el tiempo no le alcanza para nada. La fiesta la hacemos en un club porque toda la clase no entra en el apartamento. Somos veinticinco y por mí, invitaría sólo a cuatro: Carolina, Mariano, Pablo y Miguel; mis mejores amigos. Mi madre insiste con que hay que invitar a toda la clase, si no, “queda mal”. En cada cumpleaños pasa lo mismo; la fiesta está pronta, los chiquilines ya llegaron pero nosotras no. Con mamá siempre se nos hace tarde, a papá le brillan los ojos de bronca, rezonga entre dientes, y ella se hace la que no lo ve. 
Los chicos de la clase ya están jugando a la mancha o a la escondida y mi padre dice que él solo no puede con “todos esos indios”. A mí no me gusta llegar tarde y me pongo colorada. 
Este año mi cumple fue diferente. Un mes antes de la fiesta mis papis viajaron a Montevideo pero no me dijeron para qué. A la vuelta, los vi tristes, callados, y me pareció que mamá tenía más arrugas en la cara. Les pregunté qué pasaba y me dijeron que después me iban a contar pero me di cuenta de que no querían hablar. 
Pensé que los abuelos iban a llegar el lunes de la semana de mi cumpleaños y que íbamos a recibirlos como de costumbre pero al final fue sólo papá al puerto. Me puse mi vestido favorito para esperarlos en casa; uno amarillo con un estampado de manzanas rojas y un bolsillo grande en la falda. No sé por qué no fuimos con papá a buscar a los abuelos pero mamá me dijo que ya me lo iban a explicar. 
Cuando llegaron, estaba bailando un tema de Los Parchís en mi cuarto, mientras mamá miraba unas revistas en el living. Bajé el volumen del radiocasete, escuché cómo papá y el abuelo saludaban a mamá y se alejaban. Bailé un tema más y esperé a que vinieran a mi habitación pero como se demoraban los fui a buscar. Estaban en la cocina con la puerta cerrada. Cada vez que quieren hablar de cosas que no son para niños, se encierran en algún lugar. Cuando golpeé la puerta, el abuelo la abrió, todavía llevaba puesto el abrigo y el sombrero.  Pregunté por la abuela y mamá se puso a llorar. El abuelo me acarició el pelo y me pidió para salir un momento al balcón. 
Nos sentamos en unas sillas y volví a preguntarle por la abuela. El abuelo Jaime miró el cielo y dijo: “Está allá arriba”; al mismo tiempo señaló una nube que pasaba por encima de nosotros. 
Hoy es Navidad. Ya sé que Papá Noel y los Reyes Magos son los padres. El día que me lo dijeron, pateé una silla y le grité a mamá. No me gusta que me mientan. Ahora ya lo sé y no me importa. Ayudo a mi madre a envolver los regalos mientras tomamos jugo de naranja en el balcón. Hace mucho calor. Pasaron como cinco meses después de mi último cumpleaños. En un rato, papá se va al puerto a buscar al abuelo. Es la primera Navidad que vamos a pasar en Buenos Aires. Antes viajábamos a Montevideo y nos quedábamos en la casa de los abuelos. 
Terminé de envolver los regalos para mamá. Esta vez pidió un perfume y unas cremas para la cara. Ella envuelve los míos sentada de espaldas; quiere que sean una sorpresa. 
Acaricio las hojas de una planta enorme; la única que tenemos. 
Matilde, la vecina, cuando se enteró que la abuela Teresa había muerto se la trajo a mamá y le dijo: “Ánimo, la vida sigue”, o algo parecido. Pero mi madre dice que cuando la gente se muere, no regresa nunca más. Eso todavía no lo entiendo. Para mí, la abuela Teresa va a volver, y si no, cuando nadie me vea, voy a mirar el cielo y a hablar con ella. En algún lugar tiene que estar.

jueves, 20 de octubre de 2011

el abrazo


Una muchacha de cara pecosa, con un abrigo marrón largo hasta las rodillas, guantes y gorra de lana, me sacudió el hombro con suavidad. Me había quedado dormida. La joven me hizo acordar a mí, cuando tenía sólo veinte años, pero después de unos segundos me vi enseguida frente a un campo de nieve en medio de las montañas y con el doble de edad. Apenas me desperté, no reconocí el país en dónde me encontraba hasta que la chica me dijo en inglés que había una llamada de Uruguay para mí. Ahí me acordé de que hacía años que vivía en Holanda y de que estábamos en un hotel suizo con pista de esquí. Mi marido se había ido a esquiar con nuestros hijos, mientras yo leía unos cuentos de Raymond Carver sentada al aire libre con mi traje para la nieve y una manta extra en las piernas. Aunque hacía bastante sol, se respiraba un aire congelado. Le agradecí a la muchacha por la información y fui hasta la recepción del hotel. Me atendió un hombre canoso de mirada cautelosa; tenía una piel muy tersa, apenas se le notaban un par de arrugas en la frente. Me alcanzó el teléfono con un gesto sobrio en el rostro y se puso a revisar unos papeles. 
-Hola, ¿quién habla? -dije con voz entrecortada. 
-Hija querida, soy tu madre...
Al escucharla se me apareció enseguida su sonrisa de dentadura perfecta y sus ojos entornados; los achicaba a más no poder cada vez que sonreía.  
-Mamá, ¿Estás bien? -le pregunté, sin dejar de visualizarla, como si en la recepción me hubieran puesto una foto de ella. 
-Claro que sí, ¿y vos? Te noto un poco alterada.
-Es que me quedé dormida y acabo de tener un sueño...
-Ay, vos y tus pesadillas de siempre. 
-Sí, me volvió uno de esos períodos en que...
-No me lo digas, me lo sé de memoria. 
-Mamá, ¿de dónde me llamás? 
- ¿De dónde va a ser? ¡De Montevideo!
-Ah... yo qué sabía... ¿Estás en casa?
-No; en el hospital.
-¿Qué decís? No te escucho bien...
-Te dije que estoy internada en el hospital.
-¿Qué te pasó?
-Nada grave; ya sabía que te ibas a preocupar... 
-Pero mamá, cómo no me voy a...
-Del otro lado del mundo, no podés hacer nada, así que
-¿Querés que me tome el primer vuelo que encuentre?
-Nooo, estás loca... No te molestes, después de todo, de algo hay que morirse, ¿no?
-¡Pero mamá por Dios qué decís!
-Ah, no hagas tanto escándalo por nada. Yo sólo quería llamarte para...
Y se hizo un silencio. Tragué saliva y sentí que una lágrima se me escapaba por el rabillo del ojo. Afuera, el cielo se puso blanco. El recepcionista me miró y se giró lentamente hasta darme casi la espalda. 
-Mamá, ¿estás ahí?
Continuó el silencio. Vi una mano que se deslizaba por el mostrador y me alcanzaba un klinex; era el recepcionista que se había dado media vuelta y me miraba a los ojos con una expresión que parecía comprender lo que me estaba pasando. Le agradecí con un gesto en la cara y creo que le dije gracias en español. “You are welcome” -dijo, y se marchó.
-Mamá, ¿necesitas algo? ¿Qué puedo hacer desde acá? 
-Nada. Quedate tranquila chiquilina; yo sólo te llamaba...
-Mamá,
-¿Qué?
-¿Alguna vez te dije...? ¿Alguna vez te dije que te quiero mucho?
-Sí, me lo dijiste y te lo agradezco. Pero, viste cómo es, si uno no se estima, no hay Cristo que valga. En fin; eso ahora no importa. Sólo te llamaba para preguntarte algo.
-Soy toda oídos -dije, y me soné la nariz. 
-Quiero saber si... 
-¿Cómo? No te escucho.
-Quiero saber si sos feliz.
Sonreí en silencio, con lágrimas en los ojos. Vi la cara resplandeciente de mi esposo, la frescura de los gestos de mis hijos jugando en la nieve, y cuando iba a responder realmente me desperté.
***
Miré por la ventanilla del auto y un campo de trigo se expandía bajo el sol a lo largo de la carretera. Las espigas se mecían con el viento. 
-Linda siesta te mandaste -dijo mi marido, mientras conducía el auto.
-Bueno, tanto como linda, no sé -dije, y estiré la espalda.
-¿Volviste a tener una pesadilla?
-Sí -dije, acariciándome la panza de embarazada-, pero no te preocupes.
-En absoluto; siempre se te revelan cosas importantes, ¿verdad?
-Así es. ¿Podríamos parar un segundo?
 -Bueno, voy a buscar un lugar donde aparcar y de paso descanso un poco. 
-Genial.
-Y, ¿qué te parece el paisaje de Dinamarca?
-Hermoso.
La torre de una iglesia antigua se veía desde lejos.
Nos bajamos del auto, caminamos en silencio entre las espigas mientras escuchábamos el susurro del viento. Nos detuvimos un instante y él me abrazó. Me acurruqué en la calidez de su pecho; necesitaba de aquel abrazo en medio del campo para convencerme de que estaba despierta.


miércoles, 3 de agosto de 2011

naturalezas muertas

“Es como si estuviera en medio de una naturaleza muerta de Paul Cézanne”, pensó Mónica al contemplar la luz de la mañana resplandeciendo sobre las frutas de la feria. Hacía poco tiempo que vivía en Holanda, aún no le habían dado el permiso para trabajar, entonces, escribía gran parte del día, paseaba por los canales de su nueva ciudad y estudiaba holandés. Uno de sus paseos favoritos era ir a la feria y si era verano, al medio día se comía con gusto un haring crudo en la pescadería.
La mañana en que se imaginó formar parte de una pintura de Cézanne, era uno de esos días en los que deambulaba “entre dos mundos”. Ahí era cuando perdía cierta noción de la realidad por compenetrarse demasiado con otra dimensión de esta misma. El resplandor del sol sobre las cerezas, las manzanas rojas atenuadas bajo la sombra, y una banda de jazz en vivo, podían hacerle olvidar el resto de las cosas. Así fue como sin darse cuenta, perdió su cartera, después de haber comprado queso, huevos, aceitunas, frutas, verduras y un buen trozo de pescado. Había comprado abundante comida porque esa noche venían a cenar unos amigos que vivían en África y habían vuelto a Holanda sólo de vacaciones.
Al principio, se sintió perdida. “Tengo la sensación de que me dejé la cartera adentro del cuadro”, pensó, y no había forma de volver porque la luz ya no caía sobre las cerezas y los de la banda de jazz hacían una pausa mientras se tomaban unos refrescos. Lo que más le preocupaba (por no decir lo único) era el pasaporte. En su adolescencia, llevaba la cédula de identidad a todas partes como si fuera la sombra de sí misma. Cada vez que salía de casa, su madre corría detrás de ella con el documento en la mano, “por si te lo piden”, le decía, con un gesto apagado. En aquella época en Uruguay había una dictadura de derecha y si los milicos te paraban por la calle, te pedían el documento de identidad y si no lo tenías, marchabas. Podía costarte un día en la cana hasta que tus padres te fueran a buscar.
Mónica se había puesto a pensar en esas cosas, sentada al borde de un canal con las bolsas de mandados a cuestas; a su lado, había un grupo de patos durmiendo la siesta con el pico escondido entre las plumas. Ella también ocultó la cara apoyando la frente sobre las rodillas plegadas. Pero la situación no era como para afligirse tanto; el contexto en el que se encontraba no tenía comparación con aquellos tiempos de represión. Sin embargo, en Europa la cosa no estaba tan fácil para los residentes no comunitarios (una manera “fina” de nombrar a los extranjeros que Mónica le había escuchado decir una vez a una empleada pública).
“Ni pasaporte, ni llaves para entrar a casa”, pensó, mirando el agua sucia del canal, “¿qué voy a hacer? La comida se me va a pudrir”...
En medio de la desesperación regresó a sus naturalezas muertas y se tranquilizó; ahí nadie pedía cédula de identidad, se confiaba en la esencia de las cosas, y éstas se eternizaban bajo la mirada de Dios. Pero cuando volvió a su casa para intentar rescatar la comida, aterrizó de nuevo en el plano más tangible de la realidad. ¿Cómo iba a entrar?
Una vecina la salvó de ese percance prestándole provisoriamente su heladera. A su vez, la acompañó a hacer la denuncia a la policía. A Mónica la sorprendió la forma civilizada con que la trataron en la jefatura. Luego, tomó un café con la vecina y esperó a que llegara su novio. Un gato negro la observaba acostado en un almohadón estampado de flores; la puso un poco nerviosa hasta que se le ocurrió integrarlo a una canasta repleta de cebollas que había detrás de él, y todos formaron parte de un nuevo cuadro donde cada elemento se relacionaba con el otro en total armonía bajo la tenue luz que entraba por la ventana. Cerca de las seis de la tarde, regresó su novio de trabajar. Mónica le contó la aventura de aquella mañana y él hasta se la festejó riéndose. “Mi madre me hubiera matado”, pensó ella, pero todo era diferente bajo aquellas nuevas circunstancias. Nadie la censuraba por haberse sumergido en el mundo de las naturalezas muertas.
Por la noche llegaron los amigos a cenar y mientras disfrutaban de una agradable velada, Mónica se olvidó por completo de su pasaporte, de que era extranjera, y de que hacía unas horas había estado en la policía. Después de todo, no había perdido más que un papel; un cartón (sin ningún valor en sí mismo) con una foto que apenas reflejaba algo de su personalidad. Además, aquel documento se podía tramitar otra vez en la embajada de su país, sólo por ser un requisito necesario para la sociedad contemporánea pero no fundamental para vivir. Cuando se sintió libre, completamente despreocupada del asunto, llamaron por teléfono y la voz de una anciana holandesa le preguntó:
-¿Mónica López?
-Sí, soy yo -respondió, con una voz segura y transparente.
-Encontré su cartera, tirada debajo de un cajón de cerezas.

jueves, 14 de julio de 2011

una pausa en la estación

A Mónica no le extrañó que los trenes no funcionaran aquella mañana.
La nieve cubría toda la estación de Berlín; ni siquiera las vías se veían bajo aquel manto blanco.
“No hay trenes hasta nuevo aviso”, habían anunciado en la estación. Y la gente se alborotó como si hubiera explotado una bomba.
Mónica no se hizo ningún problema. Había una cafetería y allí se instaló, casi como en su casa. En la valija tenía todo lo que necesitaba. Si tenía que esperar (no importaba dónde) no se preocupaba en absoluto; sacaba su cuaderno y se ponía a escribir. Además, era tan pequeña que no ocupaba demasiado lugar. Ya en la adolescencia había desarrollado esa “manía” de escribir en todas partes. Si su madre estaba presente, le decía moviendo la cabeza, “guardá ese cuaderno chiquilina, por favor, hay mucha gente y no queda lindo”... Pero ella lo guardaba cinco minutos y luego lo volvía a sacar. A veces, se pasaba horas en la sala de espera del dentista; ya se había acostumbrado a llenar ese espacio vacío con una lapicera y un papel. En su país de origen había sido siempre así; las largas esperas formaban parte de la vida cotidiana y la puntualidad era la excepción; el polo opuesto a Alemania. Mónica se esforzaba muchísimo para acostumbrarse a ser puntual en un país donde la impuntualidad se podía tomar casi como un insulto. Si las clases en la universidad empezaban a las nueve de la mañana, llegaba transpirando nueve menos cinco, mientras que sus compañeros ya estaban desde las nueve menos veinte prontos para entrar al aula. Al principio, la miraban un poco extrañados, pero se los fue conquistando con su natural simpatía hasta que también se acostumbraron a ella. Inclusive, uno llegó hasta ofrecerse para irla a buscar en auto a la estación, cuando lloviera o nevara demasiado. Claro que después, Mónica tuvo que transpirar (de todos modos) para llegar en hora y no hacer esperar a su compañero.
Los horarios la tenían anonadada; si un tren llegaba a las 7:41, a las 7:43, ya partía. Esa mínima diferencia horaria en su cultura no se tenía en cuenta.
Cuando anunciaron que no habría trenes hasta nuevo aviso, el tiempo se detuvo en aquella estación y Mónica sintió que regresaba al estado “normal” de la existencia. Algo se había desajustado en aquel país que pretendía ser “perfecto”. La caída del muro de Berlín, un año atrás del viaje de Mónica, y la crisis en la que se encontraba Alemania del este, les había derrumbado toda imagen de perfeccionismo generando sentimientos contradictorios en muchos alemanes.
Viajar en tren durante largos trayectos era todo un acontecimiento. En ese momento empezaban las vacaciones para Mónica. Le fascinaban los paisajes del otro lado de la ventanilla; “se mueven como en el cine”, pensaba cada vez, y enseguida sacaba su cuaderno y se ponía escribir.
En aquel viaje de Essen a Berlín, una anciana le había contado historias de la época en que recién se había levantado el muro. Y ella había sacado algún apunte.

En la cafetería de la estación, Mónica pidió un capuchino y contempló a su alrededor. Un hombre calvo y robusto ya tomaba una cerveza a las diez de la mañana y miraba por la ventana con desprecio. La nieve aumentaba el silencio de aquel lugar y a Mónica le encantaba observarla tras la luz pálida del sol oculto en la neblina. Una mujer, extremadamente delgada, fumaba un cigarrillo con la mirada perdida en la pared de enfrente, como si en ese muro despojado buscara alguna respuesta. A Mónica le había llamado la atención su vestimenta; un vestido negro ajustado, un par de zapatos rojos de tacos altos, y un collar de perlas que la mujer tocaba cada tanto moviendo los labios como si pensara en voz alta.
Mónica escribió y escribió hasta perder la noción del tiempo; de repente, tuvo la sensación de que el tren ya había arrancado pero al levantar la vista se dio cuenta de que aún se encontraba en el mismo sitio; vio a un muchacho rubio que medía como dos metros y se había instalado con su gran mochila frente a ella; parecía llamarle la atención el cabello de Mónica, tan enrulado.
La cafetería se había llenado de gente. Entonces, la muchacha se acordó de que todavía no se había subido a ningún tren y aún no habían dado señal de que funcionaran otra vez. Le sonrió al joven que se había sentado en su mesa, sin que ella lo notara, y él le respondió con un leve movimiento de cejas. Mónica se pidió otro capuchino y siguió escribiendo hasta que él la interrumpió con las clásicas preguntas de un primer encuentro. Se había acostumbrado a que le notaran su acento extranjero y enseguida le preguntasen de dónde venía.
-Aus Uruguay -decía, cada vez.
-¿Uruguay? -solían responderle con asombro, como si se tratara del fin del mundo.
Cuando Mónica le preguntó qué pensaba sobre la caída del muro, el muchacho se puso colorado y le respondió que prefería hablar de cualquier otra cosa menos de la inmunda historia de su país con la cuál tenía que cargar por culpa de sus abuelos, y que los franceses se la recordaban cada vez que intentaba comunicarse en su modesto inglés, con su inevitable acento alemán, cuando se iba de vacaciones al sur de Francia. La muchacha intentó consolarlo diciéndole que las nuevas generaciones no tenían la culpa... y que además, no era justo cargar sólo a Alemania con ese fardo, cuando hubo colaboracionistas de los nazis en toda Europa... pero que tampoco era bueno olvidar lo que había pasado. Por otra parte, la historia alemana no se ceñía sólo a la segunda guerra mundial; aquel país (al igual que cada lugar en el mundo) había dado muchas otras cosas, no solamente guerras. Si recordamos la Bauhaus o la pintura expresionista, o si pensamos en el Museo Folkwang, o la danza de Pina Bausch y la de Susanne Linke, o el cine de Wim Wenders (por nombrar sólo algunos de los tantos aportes de aquel país). Él la escuchaba con una mirada respetuosa, aunque todos aquellos nombres no le decían nada; como si no pertenecieran a la tierra de dónde venía. Había nacido en Wuppertal y también se había criado allí pero jamás se había interesado por nada de lo que Mónica le comentaba. Ella lo notó enseguida y con el mismo respeto con el que él la había estado escuchando, cambió de tema, y pasaron a hablar de otras cosas... Por ejemplo, de lo traumática que había sido la infancia de aquel joven alemán llamado, Thomas.

Cuando Mónica se dio cuenta de que la charla iba a durar su tiempito, cerró su cuaderno, y lo guardó en la valija.

domingo, 3 de julio de 2011

diario IX



Parí la novela! En este momento la está leyendo una amiga, colega de confianza que me dará su último feed back antes de aventurarme a buscar editoriales.
Este fue un largo y profundo proceso que duró cinco años pero ahora tengo la satisfacción de decir; llegué a destino.
Para mí escribir es un acto de entrega donde muchas veces el texto me confronta con mis debilidades y a su vez me ayuda a forjar una fortaleza interior que es la que me acerca a Dios y me da fuerzas para vivir.

lunes, 27 de junio de 2011

diario VIII

Corregí toda la mañana. Ya sólo se trata de ínfimos detalles de estilo. Ahora, me doy una pausa para almorzar. Contemplo el reflejo del sol sobre una flor blanca con pecas marrones en uno de sus pétalos.

Estoy en el parto final de la novela y el cielo despejado me da fuerzas para seguir hasta a la última estación. Este viernes me comprometí a enviársela a una amiga colega de toda mi confianza, y por eso estoy transpirando los últimos ajustes...

lunes, 9 de mayo de 2011

a un costado del mundo

Cuando me desperté, no sabía dónde estaba; aquel lugar no se le parecía a ninguna de las estaciones por las que solía pasar cada vez que iba al centro de Essen. A lo lejos, un sol enorme clavado en un punto del horizonte daba la impresión de que lo hubieran puesto arriba de aquellas vías para filmar una película de cowboys. Miré a mi alrededor y no había nadie; sólo escuché una voz lejana pero no venía del interior del tren. Me asomé a la ventanilla y el conductor, un alemán gordo y calvo con la mitad del cuerpo hacia afuera, me gritaba unas cosas que yo entendía a medias. La distancia me dificultaba aún más la comprensión del idioma. Evidentemente me había pasado de estación pero lo que más me preocupaba era que el tren no estuviera en movimiento y que se encontrara aparcado en aquel sitio. Me cambié a un asiento de la fila de enfrente y descubrí que afuera había otros ferrocarriles estacionados al lado del mío. ¿Tendría que pasar la noche allí? Quizás era eso lo que había querido decirme el conductor. Caminé por el pasillo con la sensación de que me perdía en medio del desierto. Me imaginé a los pasajeros en sus casas, sentados al lado de una estufa a leña tomando café, y sentí frío. De repente escuche ruidos; dos palomas habían entrado por la ventana de un vagón y comían unas migas de pan desparramadas por el suelo. Sólo las palomas y yo poblábamos ese rincón a un costado del mundo. Empezaba a oscurecer. Cuando estuve a punto de volver a mi compartimento, alguien empezó a tocar el violín, La danza húngara No. 5 de Brahms. “Donde hay música, hay vida”, pensé, y caminé un poco más hasta que me encontré con un muchacho japonés. Al principio, no se dio cuenta de mi presencia; continuó con su violín como si nada hubiera cambiado. Me quedé parada enfrente a la puerta de su coupé hasta que me vio, y ahí, dejó de tocar. Le sonreí y él abrió la puerta invitándome a pasar. Sentí que era como entrar a su casa y me descalcé. Él también estaba descalzo; se había instalado en aquel espacio con total confianza. Tenía todo muy ordenado: una valija pequeña colocada en el estante de arriba de los asientos, una botella de agua en el piso, y un montón de partituras apiladas con prolijidad en el asiento enfrente al suyo que también daba hacia la ventana. Cuando entré a su casa-vagón, guardó las partituras y dejó ese lugar libre para mí. Puse mis zapatos debajo del asiento y una bolsa con los mandados que había hecho hacía unas horas. No quería desordenar nada de su mundo; en aquel sitio me sentía bienvenida. El muchacho sacó de su valija un vaso de plástico y me ofreció agua con un gesto silencioso. Se la acepté agradecida; empezaba a tener sed.
Todavía no había escuchado su voz, ni él la mía. Mientras tomaba agua pensaba si aquel chico hablaría alemán, inglés u otro idioma que me resultara accesible. No entendía ni una palabra de japonés pero con el lenguaje de los gestos, empezábamos a entendernos.
-¿De España? -escuché que me decía.
-No, de Uruguay.
-Ah... lejos, muy lejos...
-¿Hablás español?
-Sólo un poquito -dijo, haciendo un gesto sutil con los dedos como si sostuviera una pinza de cejas.
-What is your name?
-Alejandra. And...
-My name is Haruki -dijo, y le brillaron los ojos.
Se llamaba como el escritor que estaba leyendo, Haruki Murakami. Saqué de mi mochila su libro, Tokio Blues (Norwegian Wood) y se lo enseñé pero él no lo conocía. Tenía un marcador de libros de cuero y se lo di.
-Un recuerdo de Uruguay -le dije.
Y me lo agradeció con un delicado movimiento de cabeza. Cada vez que hacía un gesto, era como si estuviera suspendido por hilos que lo movían desde algún lugar. Le pregunté si había visto películas de Akira Kurosawa, y me dijo que no. La música le absorbía casi todo el tiempo. Haruki sabía de muchos idiomas, un poquito: español, francés, inglés, alemán, italiano y hasta ruso. Había sido práctico aprenderlos para sus giras. Me encontraba con un violinista virtuoso que venía de Kyoto y había recorrido muchos países dando conciertos como solista desde que era niño. Había venido a Essen a hacer una de sus presentaciones, y yo había vuelto a Alemania a visitar a unos amigos. Le pregunté si le gustaba la vida que llevaba y me miró sorprendido. Al cabo de un breve silencio, me respondió que nunca se lo había preguntado. Tenía momentos buenos y malos, como todo el mundo, y había asumido aquel don de la música desde pequeño, sin cuestionarse demasiado. A veces, me confesó, se sentía un poco solo. En la bolsa de mandados tenía unos refuerzos de jamón y queso y le ofrecí uno. Me lo aceptó agradecido y cenamos juntos.
El tren aún no daba señales de arrancar hacia ninguna parte. Después de la cena, Haruki me preguntó si quería escuchar un tema en especial. Había muchos compositores de música clásica que me gustaban pero sólo me sabía de memoria el nombre de algunas de sus obras. Entonces, le pedí que eligiera a su gusto una pieza de Schumann.
-Sonata para violín No. 2 en re menor -dijo, y tomó su instrumento con una suavidad como si se tratara de un objeto de cristal.
Cerré los ojos y me imaginé el movimiento del mar en una noche como aquella; las olas bailaban al ritmo de la música.
Después, nos quedamos un rato en silencio. Haruki tenía una mirada especial; daba la impresión de que siempre estuviera reflexionando algo. Me mostró una foto donde aparecía una mujer alta y delgada con una sombrilla azul en medio de un campo de arroz.
-Beautiful... -dije.
-She is my mother -dijo y acercó la foto a su rostro entornando los ojos, como si oliera una flor.
Su madre aún vivía en Kyoto en la casa de unas tías y su padre había muerto en un accidente automovilístico hacía unos años. Haruki había aprendido a tocar violín con él. Cada vez que lo nombraba, su voz ganaba fuerza y su mirada se detenía en un punto del espacio, como si su papá estuviera allí, escuchándonos. Cuando me preguntó sobre mis padres, me di cuenta de que no tenía ninguna foto, y no supe mucho qué decir. Entonces, saqué un papel y se los dibujé como yo los recordaba en aquel momento. Haruki seguía los trazos de mi mano derecha sobre el papel; los leía con la misma atención que a una partitura. Sus ojos desprendía energía; me iluminaban el camino mientras trazaba líneas desparejas en aquella hoja en blanco.
-A mi madre también le gusta Schumann y todos los románticos alemanes -se me ocurrió decir, y en ese instante me di cuenta de que la había dibujado con ojos tristes.
Haruki sonrió y me pidió el dibujo. Lo olió igual que a la foto, y al devolvérmelo, me preguntó dónde vivían.
-En Montevideo -le respondí.
Ahí me acordé de que había quedado de llamarlos esa misma noche. Me comunicaba con ellos por separado; desde hacía un tiempo que no vivían juntos, ni se hablaban. A mamá no podía nombrarle a papá porque se encendía como un bosque en llamas, y viceversa. Cada vez que los llamaba por teléfono me exigía una gran concentración, y al cortar, sentía un montón de piedras sobre mis hombros. Haruki me comprendía de una manera especial. Lo transmitía con los gestos de su cara.

Ninguno de los dos sabíamos nada sobre el destino de aquel tren pero estábamos juntos. Mientras los trenes dormían, sacó de su valija una hoja de papel y me enseñó a hacer un origami bajo la luz de la luna.

sábado, 7 de mayo de 2011

diario VII



Después de un paseo por el bosque, me senté en un café al aire libre y me puse a leer: Los nueve cuentos de J.D. Salinger. Magistrales...

martes, 26 de abril de 2011

diario VI

Me desperté temprano a la mañana. Chris ya se había ido a trabajar pero algo me decía que no estaba sola; me levanté y fui a desayunar. El resplandor del sol acariciaba el respaldo de una silla que me invitaba a sentarme. Sobre la mesa había una nota suya, llena de corazones azules.

jueves, 21 de abril de 2011

diario V

Salí a caminar. El cuerpo se desentumece en cuanto entro en movimiento; las articulaciones se aceitan, los músculos respiran, la piel disfruta de las caricias de la brisa, la cabeza se distiende. El tiempo se eterniza, se desplaza como agua silenciosa y me transforma sutilmente; no hay nada que lo quiebre, ningún pensamiento me roba energía devolviéndome hacia el pasado ni intenta llevarme hacia el futuro. Caminar es para mí como ir a la iglesia para un cristiano. Algo que me rescata de mis obsesiones, me libera y me trasciende. Hoy de mañana me perdí entre los bosques y los lagos hasta que encontré un lugar para meditar. Al cerrar los ojos, me envolvió un concierto de pájaros impresionante. Sus voces sonaban con una fuerza admirable. Al cabo de un par de horas, antes de ponerme a trabajar, almorcé en un café al aire libre. Muchas madres tomaban sol mientras sus hijos jugaban en un gran arenero. Una niña tenía la cara pintada de ratón y correteaba por debajo de las mesas. Le sonreí y ella corrió hasta mí con las manos cerradas. Traía un puñado de arena y me lo mostró como su gran tesoro.

jueves, 14 de abril de 2011

diario IV

Ayer de noche, cuando llegué a casa, revisé el correo electrónico y tenía varios mensajes. El primero que leí fue el de mi amiga Loli. Se trataba de una información sobre viejos y nuevos paradigmas de nuestra cultura occidental en relación a la muerte. Después de leer, me invadió la tranquilidad de un día de verano haciendo la plancha en el mar, y dejé los demás mensajes para otro momento. Apagué la computadora y me hice un té con miel. "Esto es lo que necesitaba para profundizar en algunos puntos de mi nueva novela que está ahí, a punto de parirse", me dijo con suavidad una voz interna, mientras me sentaba en el sofá. "Es lo que me hacía falta para desprenderme de mis viejos hábitos, como la evasión, el control, el miedo paranoico, por recordar sólo algunos. Ellos me ayudaron en su momento a sobrevivir experiencias duras y se los agradezco. Ahora me siento preparada para descubrir nuevas formas de proceder en el día a día. Estoy pronta para recibir una nueva vida y el amor incondicional de “un nuevo” Dios", me susurraba al oído esa voz interior tan frágil y fuerte a la vez, mientras tomaba el té mirando por la ventana los faroles que iluminaban el parque como faros en el mar. Ahí tomé conciencia de que siempre le había tenido miedo a la muerte porque aún le tenía miedo a la vida, y en ese instante accedí a otro nivel de comprensión de las cosas. No sentí más miedo. De repente, oí un ruido en casa y por primera vez en mis 39 años no me sobresalté. Es sólo un ruido y nada más, sentí con claridad. "Y si... y si llegaran a ser ladrones"... -me dijo la vieja voz del pasado. Pero mi nueva voz le respondió: "Lo veremos en su momento; ahora, no hay nada que temer". Terminé el té y me fui a dormir.

Chris se despertó de madrugada, tenía que viajar a Austria por trabajo. “Adiós, amor” -me dijo, y su voz me llegó como una caricia tibia en la mejilla. Con los ojos entreabiertos le sonreí, aún medio dormida, y dije: “Adiós... te quiero”. Me dormí otra vez una hora más.
Cuando desperté, ya había amanecido. Desayuné con una nueva sensación; la de estar aquí y la de no querer fugarme hacia ningún otro tiempo ni lugar. Me sentí tan a gusto que quise aferrarme, una vez más, a ese nuevo estado de plenitud. Pero lo dejé fluir aceptando que no sé lo que sucederá, un segundo después.

lunes, 11 de abril de 2011

diario III

La cocina, llena de frutas. El sol las acaricia. Naranjas, manzanas, y bananas, desbordan una vasija de madera. En el zócalo de la ventana los tulipanes abren sus pétalos hacia la luz. De noche, siempre se cierran para dormir. Cómo me gustaría capturar ese movimiento sutil de las corolas cerrándose cuando oscurece.
Afuera, los patos y los cisnes toman sol al borde de los canales, y los gatos, sobre el tejado de las casas. Los cerezos japoneses de la calle Choorstraat florecieron otra vez. Desde lejos, sus ramas parecen tupidas de copos de algodón. Las terrazas se llenan de coloridas ropas.
La gente sonríe en la calle y mira a los ojos cuando habla con más tiempo que en invierno. Llegó la primavera. Y a pesar de lo terrible que aún pasa en el mundo, estamos vivos, y podemos hacer algo.

domingo, 3 de abril de 2011

diario II

Hoy amaneció gris pero ayer fue un día de verano espectacular. No hacía nada de frío. La gente disfrutaba sentada afuera en los cafés o paseando por los canales. El cielo azul parecía que se iba a rajar de lo tirante que se veía. Los tulipanes rojos sobre la mesa de casa, ahora me lo recuerdan. Cierro los ojos y me transporto a la calidez de la noche de ayer. El teatro de Delft, lleno de gente. La música burbujeaba en mi cuerpo como la espuma del champán. El escenario, un lugar donde yo me permitía Ser, sacudiendo el esqueleto con los músculos en su justa tensión. El cuerpo se “me movía solo”, se desplazaba por el espacio como si se transportara sobre una pluma hacia un lugar desconocido y maravilloso. El público se sentía tan presente como el aire que se respiraba. “Cuánto sentimiento”..., me dijo una mujer, con los ojos llenos de lágrimas, a la salida del teatro; “gracias por transmitirme esa calidez latinoamericana; aquí, también la necesitamos. Gracias por conectarme con mis emociones”...
“¡Goed gedaan!” (¡Bien hecho!) me dijo luego un niño.
Le sonreí feliz y él me devolvió la sonrisa con una guiñada.
Les juro que no sé cómo lo hice. Más allá de mi formación académica en danza contemporánea, más allá de mi humilde experiencia con las tablas, les confieso que nunca me sentí “una gran bailarina”. Siempre cargué con mi ojo perfeccionista al hombro, y mi obsesión por la técnica, y por hacerlo todo genial hasta llegar al convencimiento de que el perfeccionismo es realmente una enfermedad que merece ser atendida. Cada vez que me atiendo con cariño, me libero de esa presión agobiante que a veces hasta me quita el aire o el sueño; entonces, es ahí cuando se produce la magia y esta debilidad o enfermedad se transforma en mi mayor fortaleza y se transmuta en calidad. Hay algo de lo que ya no dudo. Una misteriosa energía me trasciende cuando bailo o cuando escribo. No soy “del todo yo” y por eso puedo liberarme de mi propia cárcel, de mis miedos, de mis prejuicios, y del “qué van a decir ahora de mí”... y todas esas estupideces humanas. Sobre el papel y en el escenario puedo desnudar mis cicatrices sin pudor, y al mismo tiempo sonreír y agradecer el bendito aire que respiro. Me muestro vulnerable sin esperar nada a cambio. Y no sé como se produce la conexión con el alma de la gente (porque es algo que por suerte no puedo controlar) pero la cosa es que el público se conmueve y aplaude como loco. Es algo mágico, naturalmente no me pasa en todas partes ni a cada momento, pero sé que eso hipnótico que se genera cada vez que escribo o bailo, me hace vibrar, emociona a otras personas, me recuerda que estamos vivos y que nos podemos comunicar más allá de las barreras que muchas veces se interponen con nuestros egos.

El sol acaba de asomarse a través de la niebla. Por la ventana se cuela una luz blanca que me recuerda al tazón de leche con miel que siempre me servía mi abuela.

martes, 29 de marzo de 2011

diario I

Hoy de mañana, acostada sobre una manta en el suelo, en frente a la ventana del dormitorio, recibía el sol en la cara como la caricia de algo lejano y entrañable a la vez. Una luz amarilla con manchas blancas se filtraba por las cortinas y se expandía por todas partes. Aún con los ojos cerrados, podía sentir su potencia; era como un líquido tibio que se derretía sobre mí. No quedaba ningún rastro de la noche anterior. Mis manos, apoyadas sobre mi vientre, también irradiaban calor. Sonreí, todavía sin abrir los ojos pero despierta; preferí mantenerme unos minutos así. Vacía de mis propias obsesiones y llena de un cálido silencio, sentí:

“Me merezco estar aquí. En paz conmigo, en paz con Dios, y con todos”.

Gracias.

lunes, 21 de marzo de 2011

cosecha (II)

-Necesito un juguete para mi hijo -dijo el hombre y se ajustó aún más la corbata-, tiene tantos que ya no se entretiene con ninguno.
La dueña de la juguetería me contaba aquella historia con un brillo en la mirada, como si todo estuviera sucediendo una vez más.
-Viajo por el mundo constantemente y ya no sé qué traerle -dijo el cliente y se secó las manos con un pañuelo de seda azul.
-Disculpe señor, ¿podría hacerle una pregunta?
-Por supuesto -respondió el hombre con amabilidad, dobló el pañuelo procurando que las cuatro puntas coincidieran con exactitud, y se lo guardó en el bolsillo derecho.
-¿Qué edad tiene su Hijo?
-Nueve meses.
-¿Nueve meses?
-Así es.
-¿Y ya se aburre de los juguetes?
-Sí, con su madre no sabemos qué hacer -dijo, y tocó unas mariposas de tul que colgaban de un móvil-; le llenamos el corral cada día con juguetes diferentes pero no hay caso, se pone a llorar y no para hasta que lo upamos.
La mujer se quedó desconcertada. Un niño que aún no había cumplido el año, ya se desinteresaba por el mundo...
-Mire, señor, su hijo tiene demasiadas cosas -se atrevió a decirle-, y ese es su mayor problema.
El hombre se quedó mudo, casi sin respirar.
-Yo no puedo venderle absolutamente nada -prosiguió la mujer-, si no, su hijo se va a enfermar.
Al cliente se le transformó la cara, parecía que hubiera envejecido de golpe. Sus gestos se contrajeron, encorvó los hombros, y se mordió el labio inferior por no decir algunas cosas. La mujer le arrimó una silla y una taza de té.
-Sírvase, por favor -le dijo-, no me tome a mal, escúcheme sólo un momento.
El hombre se sentó y tomó el té con una expresión en los ojos más suave, como si de golpe un toque de luz cayera sobre un ramo de uvas oscuras.
-La verdad es que me dejó...-dijo, repentinamente.
-¿Me acepta una sugerencia?
-Sí, claro.
-Vacíele el corral a su hijo y quédese un buen rato con él; háblele con tranquilidad, hágale algún mimo y cuando sienta que esté bien sereno, póngale un juguete y no más. Así podrá concentrar su atención en una cosa a la vez.
-Y de esta manera, ¿cree que recuperará el interés por lo que tiene?
-Esa es la idea. Usted tiene que ayudarlo a redescubrir su mundo con serenidad.
El cliente se quedó reflexionando en silencio, y antes de despedirse dijo que iba a pensar en lo que la mujer le había dicho.
Al mes siguiente volvió emocionado y le agradeció por lo que había hecho por su hijo.

Mientras la dueña de la juguetería me contaba esta historia, se me llenaron los ojos de lágrimas un par de veces. Por un momento, me identifiqué con aquel bebé; mi mente estaba llena de cosas que me apabullaban y no sabía cuál atender primero. No se trataban solamente de proyectos enriquecedores y atractivos; también me habían sobrepasado viejos fantasmas del pasado, miedos, prejuicios y pensamientos obsoletos, experiencias duras resueltas a medias, cosas que ya no podía modificar, que no me aportaban nada y me lastimaban sólo de cargarlas en la mente. Entonces, empecé a vaciarme una vez más de lo innecesario, empecé a soltar hojas secas, a desprenderme de lo que en el presente ya no me concierne. Y en medio de este proceso me reencuentro con un espacio interior que me permite transformar viejas actitudes que no me favorecen, que me da la oportunidad de suavizar viejas manías que molestan, descartando ideas fijas y pensamientos obsesivos. Y de repente me acuerdo que con una amiga uruguaya siempre nos decíamos: Envejecer es inevitable pero crecer interiormente es una opción de vida; la única que nos mantiene jóvenes de espíritu.

sábado, 12 de marzo de 2011

más allá del hielo

Los árboles, aún sin hojas; el sol refleja sus siluetas sobre el agua congelada. El cielo se expande; un azul infinito nos abraza. Ya se ven los primeros brotes; las cabecitas amarillas de los narcisos empiezan a asomarse.

martes, 8 de marzo de 2011

cosecha (I)

Nada de aquel lugar parecía “Made in China”.
La madera era madera, el algodón, algodón, y apenas había objetos de plástico. Aquellos juguetes se veían tan vivos como personas. Si en aquel momento hubiera sonado una samba brasileña, se hubiesen puesto a bailar. Tomé una muñeca de trapo con unas trenzas casi tan largas como sus brazos. Miré sus ojos, y dos botones azules brillaron al instante. Su cuerpo, blando como una esponja, se podía adaptar a cualquier postura.
En eso, se me acercó una mujer de pelo corto y ojos verdes. Tenía el cutis aterciopelado, sin ninguna mancha; apenas unas líneas finitas bordeaban sus ojos como un bordado sutil. Llevaba puesta una cadena de plata con un dije de piedra con forma de luna llena. Esa mujer y su esposo eran los dueños de la juguetería. Me puse a conversar con ella y así me enteré de cómo había nacido aquel lugar.
-Cuando estaba embarazada de mi hija, me costó tanto encontrar juguetes que realmente me gustaran. Las grandes masas de producción me agobiaban; todo me parecía lo mismo -dijo, con un semblante calmo-, entonces, empecé a hacer mis propios juguetes.
-¿Y ese fue el punto de partida de este lugar?
-Así es -respondió, con una sonrisa.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace 25 años.
-Guauuu, qué impresionante... -dije, admirada por toda la cosecha que apreciaba a mi alrededor.

Naturalmente, la mujer ya no puede producir sola tantos juguetes pero ella misma viaja a India, África, China, y negocia con pequeñas fábricas donde las condiciones de trabajo son mucho más saludables que las de las grandes fábricas, donde no se explotan niños, y a su vez, los juguetes se producen con la mayor cantidad posible de materiales ecológicos.

-En China también hay pequeñas empresas que producen juguetes de excelente calidad, y que no tienen nada que ver con la mega producción de la China que nos bombardea con sus baratijas en cada esquina -dijo, sorprendiéndome una vez más.

jueves, 3 de marzo de 2011

ahora



Al fin salió el sol. Después de una semana bajo la niebla, lo disfruto y lo valoro mucho más. Me voy a caminar antes de que se vaya.

sábado, 26 de febrero de 2011

por el camino del agua

Los patos nadan a favor del viento; pequeños veleros que se abren camino en el silencio de esta ciudad donde todo es tan bello que parece casi irreal. A veces toco los árboles para convencerme de que no estoy caminando por los laberintos de un sueño. Este rincón del mundo me ha adoptado a gusto y yo a él. Sigo la ruta de los patos al borde de un canal que hay cerca de casa hasta que los pierdo de vista. El sol refleja las ramas de los árboles en el agua y el viento sacude todas sus sombras. Una botella de plástico se deja arrastrar igual que un náufrago en medio del mar. Del otro lado del canal hay un hotel; una señora con caravanas largas toma un té sentada en la cafetería. Me acerco a la ventana, ella me mira y me sonríe. Le devuelvo el gesto con otra sonrisa y continúo mi camino.
En el muro de una casa antigua leo una frase hecha con letras de metal:
“Wees blij” y mi mente traduce, “sé feliz”.
En una esquina hay una galería, me acerco a la vidriera y miro un cuadro; un pueblo holandés de calles angostas cubierto de nieve y unos niños con un trineo.
“ADRIANUS EVERSEN, 1818-1897 schilder van stads en dorpsgezichten”, leo en un libro de pinturas que está abajo del cuadro.
Continúo mi paseo y antes de cruzar la calle, unos muchachos pasan en bicicleta; uno lleva una corbata roja y una nariz de payaso; también alcanzo a ver el gorro naranja de una joven; parecería que fueran a una fiesta de estudiantes. Al llegar casi a destino, escucho música en vivo; unos rumanos tocan melodías gitanas. Finalmente, entro a un café y se me escapa una sonrisa al ver a Chris sentado en una mesa pagada a la ventana.

jueves, 17 de febrero de 2011

la luz de Vermeer

El sol ilumina el perfil que se asoma a la ventana de una casa antigua. Es una mujer con un collar de perlas en la mano. La luz resalta su cabello ondulado. Pasa una nube, su semblante se oscurece, vuelve el sol, y sus ojos brillan como si se hubieran encontrado con alguien.

sábado, 5 de febrero de 2011

piel de roca

Algo extraño se movía cerca de mi bota; una lagartija con el pellejo parecido a la roca donde tenía apoyado el pie. Aquel bicho parecía adherirse a la piedra con su cuerpo plano, alargado y gris. Pisé con fuerza y él se escurrió entre los arbustos, igual que un espagueti que se escapa de su colador. Luego, volví a mirar el horizonte; un lago inmenso entre montañas tupidas de arbustos.
-En Nakuru hay un lago igual que éste, pero cubierto por miles de flamencos rosados –dijo Juan, levantó a su hija Carla y la sentó sobre sus hombros.
-Sí, pero este paisaje también es impresionante –dijo Marcelo-, la mirada no te alcanza para abarcarlo.
Nos encontrábamos en los alrededores de Naivasha, el pueblo keniano donde vivía nuestro amigo Juan con su familia. Hacía años que habían emigrado de Buenos Aires. Juan era médico y estaba colaborando con una ONG.
Mientras escuchaba cómo él conversaba con mi esposo, cada tanto me miraba la bota de reojo. De repente, sentí otra vez que algo se movía cerca de mi pie; se trataba de la misma lagartija. Me costó reconocerla, aún más que la vez anterior; se la veía agazapada en la sombra que bordeaba la suela de mi zapato. Pisé aún con más fuerza pero el golpe apenas se escuchó en medio de la inmensidad. El bicho ni se inmutó, se alejó sólo unos milímetros, y enseguida volvió a arrimárseme.
Marcelo y Juan contemplaban en silencio aquella escena que se reiteró un par de veces más, y fui tomando conciencia de que el pie “se me movía sólo”, “como por inercia”. Esa parte del cuerpo había decidido independizarse de mí y moverse a su antojo. Cada vez que el bicharraco se le acercaba, pegaba unas patadas con una brutalidad que no parecía nacer de mí.
De golpe me imaginé el pellejo frío y húmedo de la lagartija escurriéndoseme entre la ropa. Como si yo fuera un túnel y ella pudiera atravesarme hasta reaparecer por el escote de la blusa, mirando con su cabecita hacia todas partes. Sólo de imaginarme aquel cuadro, se me erizó la piel. ¿Pero me lo imaginaba? De repente, Juan rompió aquella duda o espejismo que empezaba a anidarse en mi cabeza, diciéndome:
-Esa lagartija no te va a dejar en paz.
-¿Y por qué? –le pregunté, acarciándome el ojal de la blusa cerca del pecho.
¿A caso no me tenía miedo como la mayoría de los animales? Después de todo, yo era el ser humano al que se le debería temer; ¿no?, pensé, y luego me mordí el labio inferior, sin dejar de vigilar con el rabillo del ojo a la lagartija y su sombra.
-Me sospecho que ese bicho no te teme –me respondió, como si me hubiera leído el pensamiento-. Creo que ese tipo de lagartijas se nos acercan para protegerse de los pájaros; por eso tienen la piel similar a la de las rocas, para camuflarse y despistar a las aves que revolotean por aquí.
Mientras escuchaba a Juan, me transpiraban las manos, y el pie, seguía siendo un miembro independiente y temblaba de miedo, como si alguien lo estuviera apuntando con un arma de fuego. Después de haber escuchado todas aquellas explicaciones sobre esos bichos con “piel de roca”, miré a la lagartija de frente y vi cómo todo su cuerpo rugoso temblaba, igual que el pie.
Juan y su hija Carla, en realidad esta vez no habían venido conmigo, pero ya conocía el camino y me largué a recorrerlo por mi cuenta. Marcelo, acababa de volver a Buenos Aires. Yo preferí perderme en la densidad de la selva. Habíamos peleado deamsiado. Me dolía todo, como si una fiera me hubiera clavado los colmillos en el vientre. En esas condiciones, tomarme un avión, hubiera sido una locura.
Quizá, este sea el fin, pensé, Marcelo nunca iba a cambiar; miré hacia el cielo, y recién ahí entendí por qué la lagartija y el pie temblaban tanto. Una nube de pájaros negros revoloteaba por encima de mi cabeza a pocos metros de distancia.

viernes, 4 de febrero de 2011

Leyendo




"El corazón es un cazador solitario" de Carson Mc Cullers.
Se los recomiendo, especialmente.

(Fotografía, A. Darriulat)

domingo, 23 de enero de 2011

en la biblioteca



De vuelta en Delft

(Fotografía: A. Darriulat)