domingo, 3 de abril de 2011

diario II

Hoy amaneció gris pero ayer fue un día de verano espectacular. No hacía nada de frío. La gente disfrutaba sentada afuera en los cafés o paseando por los canales. El cielo azul parecía que se iba a rajar de lo tirante que se veía. Los tulipanes rojos sobre la mesa de casa, ahora me lo recuerdan. Cierro los ojos y me transporto a la calidez de la noche de ayer. El teatro de Delft, lleno de gente. La música burbujeaba en mi cuerpo como la espuma del champán. El escenario, un lugar donde yo me permitía Ser, sacudiendo el esqueleto con los músculos en su justa tensión. El cuerpo se “me movía solo”, se desplazaba por el espacio como si se transportara sobre una pluma hacia un lugar desconocido y maravilloso. El público se sentía tan presente como el aire que se respiraba. “Cuánto sentimiento”..., me dijo una mujer, con los ojos llenos de lágrimas, a la salida del teatro; “gracias por transmitirme esa calidez latinoamericana; aquí, también la necesitamos. Gracias por conectarme con mis emociones”...
“¡Goed gedaan!” (¡Bien hecho!) me dijo luego un niño.
Le sonreí feliz y él me devolvió la sonrisa con una guiñada.
Les juro que no sé cómo lo hice. Más allá de mi formación académica en danza contemporánea, más allá de mi humilde experiencia con las tablas, les confieso que nunca me sentí “una gran bailarina”. Siempre cargué con mi ojo perfeccionista al hombro, y mi obsesión por la técnica, y por hacerlo todo genial hasta llegar al convencimiento de que el perfeccionismo es realmente una enfermedad que merece ser atendida. Cada vez que me atiendo con cariño, me libero de esa presión agobiante que a veces hasta me quita el aire o el sueño; entonces, es ahí cuando se produce la magia y esta debilidad o enfermedad se transforma en mi mayor fortaleza y se transmuta en calidad. Hay algo de lo que ya no dudo. Una misteriosa energía me trasciende cuando bailo o cuando escribo. No soy “del todo yo” y por eso puedo liberarme de mi propia cárcel, de mis miedos, de mis prejuicios, y del “qué van a decir ahora de mí”... y todas esas estupideces humanas. Sobre el papel y en el escenario puedo desnudar mis cicatrices sin pudor, y al mismo tiempo sonreír y agradecer el bendito aire que respiro. Me muestro vulnerable sin esperar nada a cambio. Y no sé como se produce la conexión con el alma de la gente (porque es algo que por suerte no puedo controlar) pero la cosa es que el público se conmueve y aplaude como loco. Es algo mágico, naturalmente no me pasa en todas partes ni a cada momento, pero sé que eso hipnótico que se genera cada vez que escribo o bailo, me hace vibrar, emociona a otras personas, me recuerda que estamos vivos y que nos podemos comunicar más allá de las barreras que muchas veces se interponen con nuestros egos.

El sol acaba de asomarse a través de la niebla. Por la ventana se cuela una luz blanca que me recuerda al tazón de leche con miel que siempre me servía mi abuela.

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