martes, 31 de agosto de 2010

noche de San Agustín

El tiempo era ideal para comer afuera; ni demasiado frío ni demasiado calor, sólo se respiraba ese aire fresco típico de la montaña. Cerca de nosotros se escuchaba un acordeón que una rumana tocaba enfrente a una de las carpas. Las ramas de los abetos se veían aún más oscuras bajo aquella noche de luna llena.
Los tanos, dueños del campamento, hicieron una especie de asado; mientras la carne se hacía al fuego, preparaban una picada con aceitunas, quesos, pan casero, jamones y vinos italianos. Giovanni y Antonella nos invitaron a cenar, hablaban solamente italiano con una naturalidad como si les entediéramos todo. Yo le traducía a Chris lo que podía, y a ellos les respondía con mi precario italiano entremezclado con mi español rioplatense. Chris les hablaba directamente en español, muy despacio, y haciendo gestos con las manos; así nos entendíamos sin ningún problema.
Aquellos tanos tenían parientes en Argentina, habían intentado vivir allí pero la nostalgia había sido más fuerte y al poco tiempo regresaron al norte de Italia. Les conté que mis bisabuelos por parte de mi abuelo materno venían de Nápoles, habían viajado hasta Sudamérica y finalmente se habían radicado en Montevideo a principios del siglo XX.
Me preguntaron hacía cuánto tiempo que vivía en Holanda y si echaba de menos a mi país; les dije que a veces sí, pero que no lo extrañaba más que a mi infancia o a mi adolescencia, y por eso me sentía igual que cualquier otra persona, fuera inmigrante o no. ¿Quién no añoraba más o menos, algo de su pasado? También les conté que vivíamos en Holanda una vida muy intensa, que teníamos nuestro hogar, muchos amigos holandeses y de otros países, y eso me ayudaba, naturalmente, a convivir mejor con la nostalgia que cada tanto me golpeaba la ventana, susurrándome cosas al oído. Me preguntaron si no me sentía extranjera en un país con una cultura tan distinta a “la nuestra”, la latina. Y les dije que no, porque para mí ser “extranjero” significaba estar por fuera, no comprometerse con uno mismo y con el lugar donde uno vivía, y como para mí ese lugar era el planeta tierra, yo no me sentía para nada por fuera.

Es como lo de las religiones, habrá tantas formas de interpretar a Dios como seres humanos en el mundo, pero la creación es sólo una: el sol, el cielo, la tierra son los mismos viajes adonde viajes, y los seres humanos también, todos somos de carne y hueso, en todas partes la gente se ríe, llora, necesita amor; entonces, yo sólo creo en una sóla raza, la humana, con nuestras virtudes y nuestros defectos, cada quién con su cultura, su idioma, su forma de pensar y de sentir la realidad, pero en cualquier rincón del mundo uno puede hacerse un amigo, y eso basta para empezar a sentirse en casa.
Tuve la suerte de haber vivido desde niña en varios países, y hasta ahora no encontré ninguna sociedad, ninguna “raza” superior; creo que está más que vivencialmente demostrado que Hitler se equivocó en su modo de pensar y de actuar. Su filosofía se pagó con el precio de muchas vidas.
El cuatro de mayo de cada año en Holanda se hace el dodenherdenking que significa el recordatorio a los muertos. Ese día, el país entero se para a las ocho de la noche, y hace dos minutos de silencio en conmemoración a todas las víctimas de la segunda guerra mundial; se trata de una ceremonia importante porque perdonar no es lo mismo que olvidar. Para mí, perdonar es limpiar profundamente una herida e intentar no volver a cometer los mismos errores, y para eso se necesita tener la memoria no resentida pero sí despierta.
El 5 de mayo es el bevrijdingsdag, el día en que los holandeses festejan la retirada de la ocupación alemana, y se trata para todos de un festejo importante.

Creo que también le comenté algo de todo esto a Antonella, mientras ella me escuchaba con especial atención. Después de un breve silencio, me pidió que a nuestro regreso le enviáramos una postal desde Holanda, que nunca había estado en ese país, pero quizás algún día se animara a viajar para estar allí un cuatro de mayo, y homenajear a unos parientes que habían muerto en la segunda guerra mundial...
De repente, Chris me interrumpió la conversación para mostrarme un punto rojo que temblaba en el cielo. Aquella luz venía de la cima de una montaña; parecía un rubí en medio de la oscuridad; Chris intentaba fotografiarlo pero no era fácil, la noche estaba muy oscura, y en el campamento apenas habían unas lámparas encendidas a gas.
¿Aquello sería un incendio?
Le pregunté a Antonella qué era aquella luz roja que se veía desde tan lejos. Era una fogata encendida por los propios montañeses por el día de San Agustín.
Cada pueblo enciende un fuego en la cima de los Alpes una vez por mes en nombre de un Santo. Durante los foguerones brindan con vino o champán, a veces hacen música, bailan y disfrutan de la noche al aire libre. Durante la cena con aquellos tanos tan simpáticos, nos dimos cuenta de que estábamos rodeados de fueguitos que pestañeaban desde las cimas de las montañas, iluminando la noche entera desde todas partes.

Ahora, mientras escribo en casa acompañada de un café, enciendo una vela, y pido por la paz de todos aquí en el planeta tierra.

lunes, 23 de agosto de 2010

el clarinetista

Un hombre tocaba el clarinete como los dioses, interpretaba una música israelí que nos sacudía a todos en aquella esquina del casco antiguo de Delft. Enseguida se formó un pequeño público a su alrededor: una pareja de veteranos se miraron entre ellos y dijeron, “toca genial”; luego, le dejaron unas monedas; una muchacha frenó de golpe, bajó de la bicicleta, y se detuvo a escucharlo con una sonrisa que le iluminaba la cara; un japonés vestido con un frac blanco le sacó muchas fotos; unos niños se pusieron a bailar, un perrito los miraba moviendo la cola, y a mí, se me puso la piel de gallina. El clarinetista provocaba todas esas cosas. Algunas personas seguían de largo, como si escucharan llover, pero de alguna manera se integraban igual a aquel paisaje ciudadano. Era difícil ser indiferente al arte de aquel músico; sus melodías conmovían hasta los árboles.

De golpe me imaginé al mundo del internet como a una gran avenida: la gente atravesaba blogs, páginas web como si fueran galerías, y de repente extrañé la reacción espontánea e inmediata que un músico, un actor o un bailarín, reciben en el momento de producir arte en vivo y en directo. Eso tiene un impacto emocional incomparable. Lo sé por haberlo vivido durante la época en que me dedicaba más a bailar que a escribir. Aquella mañana de feria, el clarinetista cuyo nombre desconozco, me lo hizo revivir profundamente. Cerré los ojos, visualicé un pequeño escenario en la playa, me vi otra vez bailando con las olas, con el viento arremolinando la arena y las gaviotas que sobrevolaban al escenario dando giros en el cielo. Después de soñar despierta, abrí los ojos, el músico seguía tocando y yo me fui a la feria. Regresé al rato, con bolsas llenas de frutas, verduras, y una flor para el clarinetista. Quise agradecerle los sueños de aquella mañana, pero él ya no estaba.

viernes, 13 de agosto de 2010

el mundo y sus extremos

En un pueblo de casas muy rudimentarias, sólo con una calle sin asfaltar y un sol que calcinaba, había una camioneta pintada con el slogan de un partido político keniano; al lado de la camioneta, un hombre de traje y corbata pensaba en algo, con la mirada fija en el horizonte, y a pocos pasos de él, una jirafa comía bajo la sombra de un árbol. ¡Qué cuadro de Dalí!, pensé, sonriéndome.
Pero el clima de las campañas electorales en Kenia, no inspiraba ninguna sonrisa. La gente se veía tensa, nerviosa, con miedo.
“Creo que es mejor que nos vayamos mañana”, le dije a Chris, el día antes de volvernos a Holanda, “la cosa está que arde”, y el pueblo ardió de furia el día después, cuando hubo elecciones, y enseguida estalló una guerra civil. Nos parecía surrealista verla por televisión, cuando habíamos estado ahí, el día anterior.
Esta experiencia en Kenia de hace tres años atrás, me dejó pensando en muchas cosas: que ponemos demasiadas expectativas en los políticos, que en el caso de los kenianos es natural que lo hagan porque el nivel de corrupción de muchos gobiernos africanos es vergonzoso, y esos gobernantes le deben todo a sus pueblos, agua potable, luz eléctrica, una casa digna, salud y educación. En una sóla palabra, la base esencial para poder vivir dignamente. El tema está en que esa base no se construye de la noche a la mañana, y hay que crearla entre todos. Uno de los problemas más graves de las poblaciones marginadas es que están convencidas “de que no pueden salir adelante”, y eso es triste de ver y de oír en las historias de la gente. Ese convencimiento los hace aún más vulnerables y para los políticos corruptos es muy fácil manipularlos.

En Holanda hubo elecciones hace ya unos meses y salió una coalición entre la derecha y la derecha extrema que a mí no me gusta. Pero, todavía no se ponen de acuerdo para gobernar, sin embargo, la gente aquí en Holanda se sigue levantando cada mañana para ir a laburar, y creo que muchos holandeses no esperan demasiado de esta nueva coalición que si no se pone de acuerdo, el pueblo ya exigirá nuevas elecciones. Espero que las haya pronto y que podamos obtener un resultado menos extremista. Tampoco me convence la extrema izquierda porque no me gustan los extremismos de ningún color. No creo en verdades absolutas, ni en la política, ni en el arte, ni en la religión, ni en ningún aspecto de la vida. A mí me gusta que piensen diferente a mí porque de esa manera puedo acceder a otro punto de vista. Mi esposo es ingeniero y me fascina hablar con él de cualquier tema; muchas veces tiene una visión diferente a la mía, y eso me enriquece.
Pero por sobre todas las cosas, me gusta vivir en paz.

Y es lo que más le deseo al mundo.

lunes, 2 de agosto de 2010

kenia, tierra de nadie - tierra de todos (3)

La camioneta en la que viajábamos nos sacudía como si de golpe nos hubiéramos caído en una especie de licuadora gigante. Por la ventanilla (en lugar de calles asfaltadas, semáforos, quioscos, y los típicos cafés que uno ve al recorrer una ciudad) se veía una vegetación espesa, abundante, que nacía de todas partes y apenas dejaba que se filtrara algún rayo de sol. Mis ojos no podían distinguir ni el comienzo ni el final de aquellas plantas enormes contorsionándose como serpientes. Más allá de los pájaros y algún mono perdido en medio de la vegetación, casi no había animales. Después de haber viajado durante horas entre aquellas montañas desde donde se podía ver de lejos el famoso monte Kenia, descendimos a una especie de llanura donde las cebras pastaban tranquilamente bajo las acacias.
Estábamos de camino a Naivasha, Maarten nos llevaba hasta su casa, cuando de repente frenó la camioneta como si le hubieran puesto luz roja, miré hacia adelante, y quedé prendida de esta imagen: una jirafa cruzándosenos por el camino con paso elegante, y al llegar al otro lado, nos hizo una gentil reverencia.