lunes, 9 de mayo de 2011

a un costado del mundo

Cuando me desperté, no sabía dónde estaba; aquel lugar no se le parecía a ninguna de las estaciones por las que solía pasar cada vez que iba al centro de Essen. A lo lejos, un sol enorme clavado en un punto del horizonte daba la impresión de que lo hubieran puesto arriba de aquellas vías para filmar una película de cowboys. Miré a mi alrededor y no había nadie; sólo escuché una voz lejana pero no venía del interior del tren. Me asomé a la ventanilla y el conductor, un alemán gordo y calvo con la mitad del cuerpo hacia afuera, me gritaba unas cosas que yo entendía a medias. La distancia me dificultaba aún más la comprensión del idioma. Evidentemente me había pasado de estación pero lo que más me preocupaba era que el tren no estuviera en movimiento y que se encontrara aparcado en aquel sitio. Me cambié a un asiento de la fila de enfrente y descubrí que afuera había otros ferrocarriles estacionados al lado del mío. ¿Tendría que pasar la noche allí? Quizás era eso lo que había querido decirme el conductor. Caminé por el pasillo con la sensación de que me perdía en medio del desierto. Me imaginé a los pasajeros en sus casas, sentados al lado de una estufa a leña tomando café, y sentí frío. De repente escuche ruidos; dos palomas habían entrado por la ventana de un vagón y comían unas migas de pan desparramadas por el suelo. Sólo las palomas y yo poblábamos ese rincón a un costado del mundo. Empezaba a oscurecer. Cuando estuve a punto de volver a mi compartimento, alguien empezó a tocar el violín, La danza húngara No. 5 de Brahms. “Donde hay música, hay vida”, pensé, y caminé un poco más hasta que me encontré con un muchacho japonés. Al principio, no se dio cuenta de mi presencia; continuó con su violín como si nada hubiera cambiado. Me quedé parada enfrente a la puerta de su coupé hasta que me vio, y ahí, dejó de tocar. Le sonreí y él abrió la puerta invitándome a pasar. Sentí que era como entrar a su casa y me descalcé. Él también estaba descalzo; se había instalado en aquel espacio con total confianza. Tenía todo muy ordenado: una valija pequeña colocada en el estante de arriba de los asientos, una botella de agua en el piso, y un montón de partituras apiladas con prolijidad en el asiento enfrente al suyo que también daba hacia la ventana. Cuando entré a su casa-vagón, guardó las partituras y dejó ese lugar libre para mí. Puse mis zapatos debajo del asiento y una bolsa con los mandados que había hecho hacía unas horas. No quería desordenar nada de su mundo; en aquel sitio me sentía bienvenida. El muchacho sacó de su valija un vaso de plástico y me ofreció agua con un gesto silencioso. Se la acepté agradecida; empezaba a tener sed.
Todavía no había escuchado su voz, ni él la mía. Mientras tomaba agua pensaba si aquel chico hablaría alemán, inglés u otro idioma que me resultara accesible. No entendía ni una palabra de japonés pero con el lenguaje de los gestos, empezábamos a entendernos.
-¿De España? -escuché que me decía.
-No, de Uruguay.
-Ah... lejos, muy lejos...
-¿Hablás español?
-Sólo un poquito -dijo, haciendo un gesto sutil con los dedos como si sostuviera una pinza de cejas.
-What is your name?
-Alejandra. And...
-My name is Haruki -dijo, y le brillaron los ojos.
Se llamaba como el escritor que estaba leyendo, Haruki Murakami. Saqué de mi mochila su libro, Tokio Blues (Norwegian Wood) y se lo enseñé pero él no lo conocía. Tenía un marcador de libros de cuero y se lo di.
-Un recuerdo de Uruguay -le dije.
Y me lo agradeció con un delicado movimiento de cabeza. Cada vez que hacía un gesto, era como si estuviera suspendido por hilos que lo movían desde algún lugar. Le pregunté si había visto películas de Akira Kurosawa, y me dijo que no. La música le absorbía casi todo el tiempo. Haruki sabía de muchos idiomas, un poquito: español, francés, inglés, alemán, italiano y hasta ruso. Había sido práctico aprenderlos para sus giras. Me encontraba con un violinista virtuoso que venía de Kyoto y había recorrido muchos países dando conciertos como solista desde que era niño. Había venido a Essen a hacer una de sus presentaciones, y yo había vuelto a Alemania a visitar a unos amigos. Le pregunté si le gustaba la vida que llevaba y me miró sorprendido. Al cabo de un breve silencio, me respondió que nunca se lo había preguntado. Tenía momentos buenos y malos, como todo el mundo, y había asumido aquel don de la música desde pequeño, sin cuestionarse demasiado. A veces, me confesó, se sentía un poco solo. En la bolsa de mandados tenía unos refuerzos de jamón y queso y le ofrecí uno. Me lo aceptó agradecido y cenamos juntos.
El tren aún no daba señales de arrancar hacia ninguna parte. Después de la cena, Haruki me preguntó si quería escuchar un tema en especial. Había muchos compositores de música clásica que me gustaban pero sólo me sabía de memoria el nombre de algunas de sus obras. Entonces, le pedí que eligiera a su gusto una pieza de Schumann.
-Sonata para violín No. 2 en re menor -dijo, y tomó su instrumento con una suavidad como si se tratara de un objeto de cristal.
Cerré los ojos y me imaginé el movimiento del mar en una noche como aquella; las olas bailaban al ritmo de la música.
Después, nos quedamos un rato en silencio. Haruki tenía una mirada especial; daba la impresión de que siempre estuviera reflexionando algo. Me mostró una foto donde aparecía una mujer alta y delgada con una sombrilla azul en medio de un campo de arroz.
-Beautiful... -dije.
-She is my mother -dijo y acercó la foto a su rostro entornando los ojos, como si oliera una flor.
Su madre aún vivía en Kyoto en la casa de unas tías y su padre había muerto en un accidente automovilístico hacía unos años. Haruki había aprendido a tocar violín con él. Cada vez que lo nombraba, su voz ganaba fuerza y su mirada se detenía en un punto del espacio, como si su papá estuviera allí, escuchándonos. Cuando me preguntó sobre mis padres, me di cuenta de que no tenía ninguna foto, y no supe mucho qué decir. Entonces, saqué un papel y se los dibujé como yo los recordaba en aquel momento. Haruki seguía los trazos de mi mano derecha sobre el papel; los leía con la misma atención que a una partitura. Sus ojos desprendía energía; me iluminaban el camino mientras trazaba líneas desparejas en aquella hoja en blanco.
-A mi madre también le gusta Schumann y todos los románticos alemanes -se me ocurrió decir, y en ese instante me di cuenta de que la había dibujado con ojos tristes.
Haruki sonrió y me pidió el dibujo. Lo olió igual que a la foto, y al devolvérmelo, me preguntó dónde vivían.
-En Montevideo -le respondí.
Ahí me acordé de que había quedado de llamarlos esa misma noche. Me comunicaba con ellos por separado; desde hacía un tiempo que no vivían juntos, ni se hablaban. A mamá no podía nombrarle a papá porque se encendía como un bosque en llamas, y viceversa. Cada vez que los llamaba por teléfono me exigía una gran concentración, y al cortar, sentía un montón de piedras sobre mis hombros. Haruki me comprendía de una manera especial. Lo transmitía con los gestos de su cara.

Ninguno de los dos sabíamos nada sobre el destino de aquel tren pero estábamos juntos. Mientras los trenes dormían, sacó de su valija una hoja de papel y me enseñó a hacer un origami bajo la luz de la luna.

sábado, 7 de mayo de 2011

diario VII



Después de un paseo por el bosque, me senté en un café al aire libre y me puse a leer: Los nueve cuentos de J.D. Salinger. Magistrales...