jueves, 14 de julio de 2011

una pausa en la estación

A Mónica no le extrañó que los trenes no funcionaran aquella mañana.
La nieve cubría toda la estación de Berlín; ni siquiera las vías se veían bajo aquel manto blanco.
“No hay trenes hasta nuevo aviso”, habían anunciado en la estación. Y la gente se alborotó como si hubiera explotado una bomba.
Mónica no se hizo ningún problema. Había una cafetería y allí se instaló, casi como en su casa. En la valija tenía todo lo que necesitaba. Si tenía que esperar (no importaba dónde) no se preocupaba en absoluto; sacaba su cuaderno y se ponía a escribir. Además, era tan pequeña que no ocupaba demasiado lugar. Ya en la adolescencia había desarrollado esa “manía” de escribir en todas partes. Si su madre estaba presente, le decía moviendo la cabeza, “guardá ese cuaderno chiquilina, por favor, hay mucha gente y no queda lindo”... Pero ella lo guardaba cinco minutos y luego lo volvía a sacar. A veces, se pasaba horas en la sala de espera del dentista; ya se había acostumbrado a llenar ese espacio vacío con una lapicera y un papel. En su país de origen había sido siempre así; las largas esperas formaban parte de la vida cotidiana y la puntualidad era la excepción; el polo opuesto a Alemania. Mónica se esforzaba muchísimo para acostumbrarse a ser puntual en un país donde la impuntualidad se podía tomar casi como un insulto. Si las clases en la universidad empezaban a las nueve de la mañana, llegaba transpirando nueve menos cinco, mientras que sus compañeros ya estaban desde las nueve menos veinte prontos para entrar al aula. Al principio, la miraban un poco extrañados, pero se los fue conquistando con su natural simpatía hasta que también se acostumbraron a ella. Inclusive, uno llegó hasta ofrecerse para irla a buscar en auto a la estación, cuando lloviera o nevara demasiado. Claro que después, Mónica tuvo que transpirar (de todos modos) para llegar en hora y no hacer esperar a su compañero.
Los horarios la tenían anonadada; si un tren llegaba a las 7:41, a las 7:43, ya partía. Esa mínima diferencia horaria en su cultura no se tenía en cuenta.
Cuando anunciaron que no habría trenes hasta nuevo aviso, el tiempo se detuvo en aquella estación y Mónica sintió que regresaba al estado “normal” de la existencia. Algo se había desajustado en aquel país que pretendía ser “perfecto”. La caída del muro de Berlín, un año atrás del viaje de Mónica, y la crisis en la que se encontraba Alemania del este, les había derrumbado toda imagen de perfeccionismo generando sentimientos contradictorios en muchos alemanes.
Viajar en tren durante largos trayectos era todo un acontecimiento. En ese momento empezaban las vacaciones para Mónica. Le fascinaban los paisajes del otro lado de la ventanilla; “se mueven como en el cine”, pensaba cada vez, y enseguida sacaba su cuaderno y se ponía escribir.
En aquel viaje de Essen a Berlín, una anciana le había contado historias de la época en que recién se había levantado el muro. Y ella había sacado algún apunte.

En la cafetería de la estación, Mónica pidió un capuchino y contempló a su alrededor. Un hombre calvo y robusto ya tomaba una cerveza a las diez de la mañana y miraba por la ventana con desprecio. La nieve aumentaba el silencio de aquel lugar y a Mónica le encantaba observarla tras la luz pálida del sol oculto en la neblina. Una mujer, extremadamente delgada, fumaba un cigarrillo con la mirada perdida en la pared de enfrente, como si en ese muro despojado buscara alguna respuesta. A Mónica le había llamado la atención su vestimenta; un vestido negro ajustado, un par de zapatos rojos de tacos altos, y un collar de perlas que la mujer tocaba cada tanto moviendo los labios como si pensara en voz alta.
Mónica escribió y escribió hasta perder la noción del tiempo; de repente, tuvo la sensación de que el tren ya había arrancado pero al levantar la vista se dio cuenta de que aún se encontraba en el mismo sitio; vio a un muchacho rubio que medía como dos metros y se había instalado con su gran mochila frente a ella; parecía llamarle la atención el cabello de Mónica, tan enrulado.
La cafetería se había llenado de gente. Entonces, la muchacha se acordó de que todavía no se había subido a ningún tren y aún no habían dado señal de que funcionaran otra vez. Le sonrió al joven que se había sentado en su mesa, sin que ella lo notara, y él le respondió con un leve movimiento de cejas. Mónica se pidió otro capuchino y siguió escribiendo hasta que él la interrumpió con las clásicas preguntas de un primer encuentro. Se había acostumbrado a que le notaran su acento extranjero y enseguida le preguntasen de dónde venía.
-Aus Uruguay -decía, cada vez.
-¿Uruguay? -solían responderle con asombro, como si se tratara del fin del mundo.
Cuando Mónica le preguntó qué pensaba sobre la caída del muro, el muchacho se puso colorado y le respondió que prefería hablar de cualquier otra cosa menos de la inmunda historia de su país con la cuál tenía que cargar por culpa de sus abuelos, y que los franceses se la recordaban cada vez que intentaba comunicarse en su modesto inglés, con su inevitable acento alemán, cuando se iba de vacaciones al sur de Francia. La muchacha intentó consolarlo diciéndole que las nuevas generaciones no tenían la culpa... y que además, no era justo cargar sólo a Alemania con ese fardo, cuando hubo colaboracionistas de los nazis en toda Europa... pero que tampoco era bueno olvidar lo que había pasado. Por otra parte, la historia alemana no se ceñía sólo a la segunda guerra mundial; aquel país (al igual que cada lugar en el mundo) había dado muchas otras cosas, no solamente guerras. Si recordamos la Bauhaus o la pintura expresionista, o si pensamos en el Museo Folkwang, o la danza de Pina Bausch y la de Susanne Linke, o el cine de Wim Wenders (por nombrar sólo algunos de los tantos aportes de aquel país). Él la escuchaba con una mirada respetuosa, aunque todos aquellos nombres no le decían nada; como si no pertenecieran a la tierra de dónde venía. Había nacido en Wuppertal y también se había criado allí pero jamás se había interesado por nada de lo que Mónica le comentaba. Ella lo notó enseguida y con el mismo respeto con el que él la había estado escuchando, cambió de tema, y pasaron a hablar de otras cosas... Por ejemplo, de lo traumática que había sido la infancia de aquel joven alemán llamado, Thomas.

Cuando Mónica se dio cuenta de que la charla iba a durar su tiempito, cerró su cuaderno, y lo guardó en la valija.

domingo, 3 de julio de 2011

diario IX



Parí la novela! En este momento la está leyendo una amiga, colega de confianza que me dará su último feed back antes de aventurarme a buscar editoriales.
Este fue un largo y profundo proceso que duró cinco años pero ahora tengo la satisfacción de decir; llegué a destino.
Para mí escribir es un acto de entrega donde muchas veces el texto me confronta con mis debilidades y a su vez me ayuda a forjar una fortaleza interior que es la que me acerca a Dios y me da fuerzas para vivir.