lunes, 28 de mayo de 2012

por encima de las flores



Irina tuvo un sueño extraño. Caminaba por una playa que le era familiar mientras esperaba a que amaneciera. Cuando el sol iluminó el horizonte se metió en el mar y no muy lejos apareció un barco lleno de gente. Enseguida reconoció a sus padres tomando sol en la proa; se veían tan jóvenes como cuando ella era niña. Buscó a su hermana pero no la encontró, sólo se llevaban un año de diferencia, hacía mucho tiempo que no se veían y recordarlo la entristeció. El barco se alejó demasiado rápido y con él se fue la tristeza de Irina; era un día demasiado claro como para sentirse mal. Con esa agilidad que sólo se vive en los sueños, se transportó a una feria que también le resultaba familiar. Lo único que encontró fuera de contexto fue la música de esos organillos que funcionan a manivela y que aparecen en las películas europeas; estaba acostumbrada a oírlo en el mercado de la pequeña ciudad holandesa a la que emigró hace unos años pero no en ese lugar del Río de la Plata que la había visto crecer. Siempre regresaba a esa vieja raíz para recordarse de dónde venía. Caminó entre los puestos de los feriantes, se reencontró con su esposo, se abrazaron, y él le dijo: 
-Irina, mirá -y le señaló un montón de cajones desbordados de crisantemos,  narcisos, tulipanes, geranios, magnolias... 
-Vamos a volar por encima de las flores sin siquiera rozarlas con la punta de los pies -le dijo con una expresión llena de entusiasmo. 
Irina no supo qué responder pero sin darle tiempo él la tomó de la mano, la impulsó a correr, y despegaron de la tierra sobrevolando las flores que los miraban desde abajo con sus corolas abiertas; antes de aterrizar, sonó el despertador. A Irina le costó reconocer su dormitorio pero en cuanto vio la hora se acordó de que ese día había quedado de ir a buscar a su marido, después de hacerse el test.
***
A las tres de la tarde tomaba un café en la estación de Amsterdam esperando a su esposo. Él volvió de un viaje de trabajo y al reencontrarse con ella, su cara estaba llena de preguntas, como si mariposas pequeñas temblaran en sus ojos. Irina lo abrazó, el mundo giró demasiado rápido, y casi perdió el equilibrio. 
-¿Te sentís bien? -preguntó él.
Se sentía mejor que nunca pero aprendiendo a caminar sobre una tierra movediza.
-Tengo buenas noticias -dijo, y se acarició el vientre apenas levemente ondulado.
Él se llevó las manos a la cara, los ojos le brillaron aún más, casi no lo podía creer después de haberlo buscado tanto tiempo, y la llenó de besos. También tenía una sorpresa, había comprado dos pasajes para Roma; esa ciudad dónde Irina siempre había querido ir, o como ella decía, “volver” porque sus abuelos venían de ese lugar, y le habían hablado muchas veces con tanta añoranza que una parte de ella necesitaba conocer esa tierra perdida. 
***
Irina, sentada en un café del barrio Jordaan, recordaba aquel día en que le había dado a su marido la gran noticia; también recordó del viaje a Roma, una larga caminata que hicieron por los alrededores de la fontana di trevi. Tenía las manos apoyadas sobre el vientre; había crecido como un melón, sus senos apuntaban rígidos hacia adelante con una fuerza nueva y completamente desconocida para Irina que siempre se había creído frágil como para llevar vida dentro de sí misma. “Apenas puedo con la mía”, había pensado tantas veces, sin embargo podía mucho más de lo que una voz oscura le susurraba al oído de vez en cuando desde un rincón remoto de su cerebro. Siempre quiso liberarse de esa oscuridad; había otras fuerzas internas que la iluminaban compensándola, y eran las que generalmente irradiaba sin mayores esfuerzos desde un lugar casi inconsciente atrayendo muchas veces la atención de la gente. De esa fuerza interior había sacado el coraje para aventurarse a tantos viajes. En el momento en que aceptó que ella era las dos cosas, esa sombra densa y molesta desbordada de miedos y esa luz que la trascendía en un vuelo hacia las estrellas, la convivencia con ella misma cambió y dio lugar a experiencias nuevas. Su cuerpo estaba mutando; ella lo sentía especialmente cuando su panza le pesaba aún más por el cansancio y sus tobillos se le habían hinchado con el calor del verano, o cuando el niño le daba golpecitos adentro de ella, despertándola en medio de la noche. Por las mañanas los pezones le daban puntadas como si quisieran abrirse de golpe y la sorprendía la fuerza silenciosa de esa naturaleza oculta en cada mujer que sólo se revela a partir del momento en que se empieza a gestar vida. El niño empezó a moverse dentro de ella y a hacerle cosquillas con un soplo de burbujas. Irina lo acarició dibujando círculos en el vientre y le susurró unas palabras como si le contara un secreto. El mozo la interrumpió ofreciéndole algo más de tomar y ella se pidió un jugo de naranja para acortar la espera. En pocas horas llegaría su hermana. Un reencuentro deseado desde hace tiempo. Se habían dejado de hablar durante años pero en cuanto Irina recibió la milagrosa noticia, se acordó de que también había sido hija cuando sus padres vivían,  y de que aún tenía una hermana, un hilo que la conectaba con el pasado, los veranos de la infancia en la playa, los juegos de invierno en el último piso de un apartamento sin ascensor, aquellos pedazos de su vida la habían acompañado silenciosamente aunque sólo fuera desde el resplandor del recuerdo; a veces, los había revivido en sueños. Se había arriesgado a escribirle después de tantos años de distanciamiento. A su hermana le había tocado una historia muy diferente a la suya, un mundo casi incomprensible para Irina, pero quién era ella para juzgarla. Ya la había juzgado por demás y con dureza hasta que se dolió a sí misma por tanta incomprensión, y tuvo que reconocer que la extrañaba, que necesitaba saltar por encima de los hechos y mirarlos desde otra perspectiva. Fuera quien fuese, quería volver ver a su hermana. Hace un año había salido de la cárcel y se estaba recuperando en una clínica. Tenía permitido ciertas salidas esporádicas. A Irina le pareció reconocerla a lo lejos, caminando entre los árboles con ese aire ligero que la caracterizaba, tenía muchas ganas de abrazarla, de perdonarse a sí misma por haberse alejado tanto.

jueves, 17 de mayo de 2012

el pasado no fue mejor


Otra vez esa luz del atardecer sobre el mar, después de tanto tiempo; esa luz que revive los recuerdos y las casas abandonadas a los caprichos del viento y de la sal que devora los muros en silencio, como si ese fuese su sentido de ser. Otra vez este cielo tan ancho desbordado de azul y el murmullo de las olas abrazándome en este lugar desconocido. Regresé después de unos años. Vine sólo de visita, a ver a mis padres que aún viven en la casa donde pasé los veranos de la infancia y la adolescencia. 
No podría quedarme demasiado tiempo en este lugar. Me hundiría en este cielo sin fin; en esta letanía de siesta interminable. Me dejaría llevar por el murmullo de las olas y no haría nada más. Me disolvería en el recuerdo, en los lugares sin retorno, en la lejanía del pasado que nunca fue mejor. Yo no quiero volver; sólo de visita, sólo de paseo, para saborear el gusto de la nostalgia como un delicioso café y seguir adelante; ansiosa por descubrir lo que me espera; dispuesta a dejarme sorprender. Vivir en el recuerdo es morir por anticipado. Y aunque morir sea inevitable, quiero hacerlo de otra manera. Que la muerte me descubra viviendo intensamente en la eternidad del presente. 
El pasado no fue mejor; fue lo que tuvo que ser; una herida abierta desde el nacimiento, un río prometedor de pájaros desde el primer aliento. No vuelvo para quedarme sino para mutar, para avanzar, para soltar viejas cargas, para liberarme de la angustia y la nostalgia, para recordarme de dónde vengo, hacia dónde voy. Vuelvo para irme cada vez, y regresar infinitas veces desde un estado diferente. Nada se repite en la continuidad de las cosas cuando están en plena evolución; una melodía interna se recrea cada vez, y me renueva, y me rehago, y no me aburro. Sé que no digo nada nuevo ni lo pretendo. Lo nuevo “no existe”; ya está impreso en la memoria universal. Cada tanto lo redescubro en momentos de silencio, en momentos de una fugaz lucidez. No vine para quedarme sino para compartir con mis padres este maravilloso estado, este momento de privilegio, el de tener vida dentro de mí; el de palpar la certeza de que nada se acaba conmigo, de que esa vieja creencia refleja los límites de mi ego absurdo. Indudablemente existe algo que me supera y que trasciende a todos los egos del mundo; incluyendo al mío que no es nada excepcional. Una fuerza universal que por momentos me rescata del egocentrismo, esa fuerza creadora superior a la humana que me concedió el milagro de estar embarazada. No vine para quedarme sino para partir, una y mil veces más, de una manera diferente. Vine para decir, un corazón minúsculo late en mi placenta como una estrella; hay vida dentro de mí. Agradezco que haya algo que me trascienda, que supere la capacidad de mi entendimiento, que derrita mi obstinada voluntad, y que a su vez me proteja y me conceda esta limitada libertad; el momento en el que escribo y me libero de esta cárcel llamada, yo.