domingo, 7 de julio de 2013

trozos de lecturas


Tarde de verano. La cocina huele a café. Una cereza en la boca, la nariz pegada a la ventana, unas palomas revolotean entre las higueras de los vecinos de abajo, un tema de Yann Tiersen suena en los parlantes, un libro abierto como una mariposa me espera en el sofá. Retomo la lectura hasta que pierdo de vista a mi hijo; girando por el suelo llegó hasta la otra punta del living. Dejo una página en remojo, voy detrás de Fabrizio esquivando cubos de madera y lo aparto de unos cables peligrosos. 

Es la hora de la siesta y mi hijo duerme. Me reencuentro con mi libro, dejo que el escritor me hable como si lo conociera, como si estuviéramos tomando un largo café en una estación de tren donde los relojes se detienen para regalarnos este tiempo.

“Si te acordaras, antes de sentarte a escribir, que fuiste un lector mucho antes de ser un escritor... Basta con que te metas esta idea en la cabeza, te sientes muy tranquilo y te preguntes, como lector, qué tipo de obra, entre todas, le gustaría leer a Buddy Glass, si pudiera elegirla con el corazón. El próximo paso es terrible, pero tan sencillo que casi no puedo creerlo mientras lo escribo. Te sientas sin ninguna inhibición y lo escribes tú mismo”.  (Seymour: Una introducción de J.D. Salinger)

viernes, 21 de junio de 2013

despertándonos


Un café por la mañana, sábanas limpias para la cuna, nubes remolonas en el cielo.

domingo, 9 de junio de 2013

desde la butaca


Ahora me toca a mí, contemplar, admirar y aplaudir la fuerza, la energía, la belleza de la niñez. Ayer vimos bailar a nuestro amigo Tijn de nueve años y mi infancia en los escenarios volvió como una lejana golondrina.

vuelos cotidianos


Una madre corre entre los árboles 
con los brazos abiertos como un pájaro. 
Y su niña, detrás de ella.

domingo, 2 de junio de 2013

mundos simultáneos


Una mujer de pelo rojo golpea una alfombra contra un muro, un cuervo se sacude las alas, una bicicleta naranja pasa volando por el parque, dos chicos juegan a la pelota, una mujer de pantalones anchos y lentes de sol revisa su cartera, dos palomas posadas en el respaldo de un banco buscan algo de comer, se escuchan instrumentos de viento, y detrás de los árboles un tranvía atraviesa la ciudad; es todo lo que sucede mientras le doy la mamadera a Fabrizio en esta tarde soleada.

sábado, 1 de junio de 2013

siete meses de vida


Las horas saltan como olas unas detrás de las otras y nosotros saltamos con ellas de la pera al pañal, del cochecito por el parque a la bañera, de la mamadera a los giros por el suelo de Fabrizio, y rodamos con él las veinticuatro horas del día; despiertos o soñando. En siete meses Fabrizio creció 75 cm, aprendió a abrir los ojos, a llorar con lágrimas, a dibujar sonrisas, a soltar carcajadas, a masticar una manzana, a agarrar un trozo de pan y llevárselo a la boca, a comer con la cuchara, a tomar sus juguetes, a correrlos de lugar para abrirse camino, a rodar por el suelo hasta llegar a las patas de la mesa, a abrir cajones, a inventar sonidos que parecen palabras, a sacarse las medias, a sentarse en su sillita para comer, a elegir su peluche favorito para dormir, a escuchar cuentos, a acariciarme la cara. Los adultos no evolucionamos más con ese dinamismo y esa rapidez. 

viernes, 31 de mayo de 2013

memoria ambulante


Un café sin terminar, un sonajero en el suelo, la cocina dada vuelta, la lavadora en marcha como una locomotora, Fabrizio con su oso blanco, una postal a medio escribir sobre la mesa, una foto de mi madre en blanco y negro entre las páginas de un libro, una acuarela del abuelo para encuadernar, Chopin a todo volumen y la tarde llena de recuerdos. 

martes, 7 de mayo de 2013

entre el mundo de Wan Li Ya y el de Alicia


Recién se asoman los primeros brotes. Llegó el tiempo de los narcisos y los tulipanes. Un invierno más enterrado, un cielo desbordado de primavera azul, Fabrizio en el cochecito, la mochila en la espalda y rueda que te rueda caminos de piedra, puentes, canales, cerezos en flor. Llegamos a Doelenplein y una escultura nueva nos dio vuelta el mundo. Wan Li Ya plantó una lámpara gigante en la explanada. Detrás de ella apareció el conejo de Alicia, miró su reloj y nos dio la hora. Cuando quisimos regresar a casa, se nos desdibujó el camino. 

jueves, 18 de abril de 2013

de peras a pájaros


Al principio, el sabor de una manzana fue demasiado ácido. Hasta que aterrizamos en el mundo de las peras; consistencia suave y dulce que a mi hijo le encantó. Hoy de mañana se transformaron en pájaros, se echaron a volar y nos llevaron hasta la copa de un árbol. Allá arriba, entre las hojas, el sol tejía al tiempo sin prisa ni ansiedad. Sin darnos cuenta, habíamos  entrado en la Historia de una pera, un cuadro de Clarina Vicéns. Cuando regresamos a casa, sólo quedaban las cáscaras. 

jueves, 28 de febrero de 2013

de regreso al mundo


La estación de trenes de Rotterdam está en obras desde hace muchos años. Se calcula que para el 2015 estará terminada. Cuatro meses después de dar a luz, casi no la reconozco. Su metamorfosis es impresionante. Con sus tiendas y sus cafés se parece más a un aeropuerto. Lo que más me gusta es su estilo arquitectónico tan contemporáneo y luminoso como el resto de la ciudad. Es como si después del bombardeo de los alemanes en la segunda guerra mundial, Rotterdam se hubiera convertido en un ave fénix. Siempre están edificando. Hace pocos años terminaron de construir un metro; un mundo subterráneo que te transporta al clima de una película de ciencia ficción. Todo lo que ahora veo, oigo, huelo, toco, me parece diferente. Después del parto, el globo terráqueo “se me corrió de lugar”. En realidad las cosas siguen desplazándose hacia donde tienen que moverse; es mi percepción la que cambió. Todo mi ser transmutó. Pasé de tener un bebé en el útero durante nueve meses y sentirlo crecer como si me soplaran por dentro, a quedarme con un cuerpo “extraño”, lleno de cicatrices y músculos débiles que todavía se están recuperando de la imponente experiencia que es dar vida, pero este nuevo cuerpo aún me inspira más respeto y belleza que antes, por haber dejado a mi ego a un lado, por haberse atrevido, por haberse entregado a la creación divina. Escriba lo que escriba, nunca voy a alcanzar el nivel de Dios. Gracias que alcanzo a escucharlo a veces, cuando escribo. Y por eso no dejo de escribir. No sólo me cambió el cuerpo al ser mamá, sino mi búsqueda espiritual. Hay alguien en el mundo más importante que yo; un niño de cuatro meses y tres semanas que es nuestro hijo. Nada de lo que sienta, piense o haga, puede desligarse de ese hijo. La conciencia me sopla al oído que cada una de mis acciones repercutirán en él de una u otra manera especialmente en sus primeros años de crecimiento. Si antes era importante mantener un espíritu luminoso para vivir lo humanamente mejor posible con mi esposo que es el gran amor de mi vida, ahora esta importancia se triplica, y es la que me da las fuerzas para atravesar estos momentos de transmutación. Si plasmara a mi nueva conciencia sobre un lienzo, pintaría la copa de un árbol extendiendo sus ramas hacia las estrellas con un manojo de raíces hundidas en lo más hondo del mar. Vuelvo a la estación de Rotterdam. Entorno los ojos, el colorido de la ropa de la gente se empasta con las luces de los escaparates, veo piedras de colores rodando por la arena, me dan ganas de jugar y dentro de mí resuena una frase, o más que una frase, algo sabio que mi amiga de la infancia María Inés me dijo hace unos días: “escribir es como desafiar el paso del tiempo (o la muerte...), tener hijos y volver a ser niños, es otra forma”... Volver a ser niña, recuperar alas de ángel, hacer un pozo en la arena, ensuciarme las rodillas, saltar a la cuerda, jugar al dominó, a las escondidas, a la mancha, a la rayuela, dibujar sin respetar los renglones del cuaderno, y además asumir las responsabilidades de una mamá, ese es el gran reto. La generación de mis viejos no se lo pudo permitir. Nunca fueron niños. Durante la infancia tuvieron padres demasiado rígidos que los trataban como adultos. Y cuando nosotros fuimos niños, se volvieron demasiado serios.

miércoles, 27 de febrero de 2013

miradas


Fabrizio juega en el suelo con unos cubos azules y rojos. Escuchamos música de la banda sonora de Amelie. Tomo té verde. Recorto unos dibujos de cartón para hacerle a nuestro hijo su primer libro en español. Pienso en una historia breve, sencilla, llena de música y colores. Fabrizio me mira mientras recorto las figuritas y me inspira pureza. Frente a sus ojos me siento la mamá más bella.

martes, 26 de febrero de 2013

de camino al mercado


Un pato dormido detrás de la rueda de un auto, una garza al borde del canal mira hacia la ventana del vecino que le da de comer, un hombre en bicicleta con un paraguas rojo canta Love me do de los Beatles, un gato bosteza en el alféizar de una ventana, un ángel de madera colgado en la puerta de una casa nos mira en silencio, una peluquería decorada con lámparas antiguas, cocinas de la época de mi abuela, asientos de un viejo avión en la sala de espera, tiene un cartel que dice, “we komen later terug” (volvemos en un rato). 
De camino al mercado de Delft nos caímos con Fabrizio adentro de un cuento de Felisberto Hernandez.

lunes, 25 de febrero de 2013

una película que se "repite"


Ayer, domingo de sol y nieve, Fabrizio acostado en el suelo intentaba girarse boca abajo. Con Chris tomábamos un capuchino mirándolo fascinados. Ponía toda su fuerza en ese intento, repitiendo el mismo movimiento incansables veces hasta lograr quedarse panza abajo. Qué misterio es la memoria que no nos guarda ningún recuerdo de esos primeros meses. Cuando veo a mi hijo me parece increíble haber sido un bebé 41 años atrás. Sin embargo, por la noche miramos fotos de cuando estaba embarazada y en una de mis sonrisas me reconocí de aquella época de antaño; me encontré un gran parecido a Fabrizio. Un hijo nos devuelve esa maravillosa oportunidad; la de “repasar la película” de nuestras vidas. 

viernes, 22 de febrero de 2013

la cotidiana


Un par de medias de Fabrizio en el bolsillo, un café a medio tomar mientras le cambio los pañales, el sol reclinado en las ventanas, una música de Tiersen me inspira un cuento nuevo, las sonrisas de mi hijo me llenan de mariposas, le digo que lo quiero de aquí hasta el cielo; así comenzamos la mañana.

miércoles, 20 de febrero de 2013

resonancias de la memoria


Paseando con mi hijo en cochecito me sorprendió un mundo de raíces apuntando al cielo; eran las ramas de los árboles reflejándose en el agua de un canal. Me recordaron la canción de María Elena Walsh, “El reino del revés” donde nada el pájaro y vuela el pez. Es el tren de la memoria que viaja hacia atrás y me devuelve al presente sonidos, colores, aromas de otros tiempos. La infancia regresa en uno de esos vagones y la revivo de otra manera con el crecimiento de mi hijo. Los recuerdos se despojan de hojas secas, se renuevan con aires frescos, la memoria perdona antiguos dolores, suelta viejas frustraciones, elige quedarse con lo que se rescata, y no es poca cosa.  

jueves, 24 de enero de 2013

escaleras


Mamá nos llevaba al cine los viernes por la tarde a ver películas de Walt Disney, después íbamos a una confitería donde tomábamos con mi hermana chocolate caliente, y mamá se pedía un café sin azúcar que el mozo siempre le traía con una palmita. Florencia y yo nos mirábamos de reojo; estábamos convencidas de que al mozo le gustaba mamá. Él dejaba el pocillo sobre la mesa estirando al tiempo como una media cancán. Ella lo ignoraba, se miraba las uñas largas pintadas de negro, y esa mirada hacia abajo le daba un aire arrogante, aunque no lo era. A mí me gustaba cómo le quedaba esa postura porque podía verle los párpados pintados de azul. Cuando fuera grande, me los iba a pintar del mismo color. Con papá disfrutábamos de otro tipo de paseos. A él le gustaba más la naturaleza, nos llevaba al bosque a juntar piñas en una bolsa de arpillera, nos contaba historias de duendes, y antes de regresar a casa comíamos unos helados por el camino. El problema era cuando mamá y papá intentaban estar juntos. Los dos querían ser dueños de la razón; quizás cada uno la tuviera a su manera pero no la podían compartir, como si esta fuera un trofeo destinado a una sola persona. 
Un día mamá tiró un plato contra la pared, papá lo esquivó a tiempo y al retrato del abuelo le quedó una cicatriz. Con Florencia llegamos a cansarnos de ellos. Desaparecíamos cada vez que perdían el control. 
Los dejábamos encerrados con llave para estar seguras de que ninguno se largaría de casa. A pesar de que se mal trataban eran nuestros padres y no queríamos perderlos. La escalera que daba a la buhardilla era larga, empinada, te daba vértigo pero la subíamos corriendo. En el desván el mundo era otro. Cada otoño hacíamos un collage diferente mezclando hojas secas con botones, retazos de telas y otras cosas que encontrábamos abandonadas por los rincones; en verano lo hacíamos con pétalos de rosas que arrancábamos del jardín de la vecina, y en invierno preferíamos hacer esculturas con arcilla y ramas de árboles. Mamá tenía revistas de moda donde se veían mujeres embarazadas con unas sonrisas espléndidas; modelos sin arrugas con piernas largas y caderas finas, apenas se les notaba la panza debajo de unos sacos de lana coloridos. En las últimas páginas volvían a aparecer y en lugar de una panza de embarazada “perfectamente delineada”, llevaban un rozagante niño en brazos. 
En la revista no se asomaba ni una gota de sangre. El parto no existía en aquel mundo de papel. “Yo soy ésta”, me decía Florencia señalando a una rubia de ojos azules, “a vos te toca ser el papá”. 
Mi hermana se ponía una muñeca debajo del vestido, yo me recogía el pelo tapándolo con una boina que mi padre tenía abandonada, me pintaba unos bigotes y le decía a Florencia, “vieja, llegó el momento de ir al hospital”. Mi hermana se acostaba en la cama de soltera de mamá que estaba en un rincón llena de polvo y discos de Elvis Presley, abría las piernas, sacaba al bebé así como quien abre una de esas mamushkas rusas y saca otra muñeca más pequeña, y otra, y otra... Yo aplaudía, tomaba a la bebé, le miraba sus ojos de botones negros, le acariciaba las trenzas pelirrojas, la suspendía en el aire como si estuviéramos balanceándonos en una hamaca. Florencia se levantaba de la cama, sin ninguna dificultad, y recuerdo que me decía, “querido, vamos a casa con la niña, voy a cocinar una tortilla de papas”. Nuestros juegos se acababan cuando oíamos los gritos y los golpes desesperados contra la puerta que daba al patio. Papá nos rogaba que lo dejáramos salir. “No se coman la pastilla de la familia Ingalls”, nos decía, cada vez que regresaba de trabajar y estábamos frente al televisor como hipnotizadas con la serial. Con el tiempo pude experimentar que  entre la idealización que los Ingalls proyectaban sobre el mundo familiar y la realidad de nuestros padres había miles de matices. Se me dio por recordar esas cosas de la infancia a los cuarenta años con lágrimas en los ojos, sentada en la mitad de la escalera de entrada a casa, con la respiración agitada después de llegar del hospital. Subir los primeros escalones tomada del brazo de mi marido me había costado quince minutos. Quise hacer una pausa. Le pedí a Bernardo que me dejara sola por un momento. Él fue a buscarme un almohadón, una taza de té, y me dijo: “Tomá, para que no te enfríes. Voy a cocinar; te espero arriba”. Al soplar el té se me escapó una lágrima. La herida del vientre me dolía como una puñalada, los músculos cortados por la operación me cinchaban hacia abajo, como si pretendieran enterrarme viva. Acababa de sobrevivir una cesárea y no podía entender cómo algunas mujeres la llamaban “el parto sin dolor”. Me vistieron con una túnica y una gorra celeste, me llevaron en una camilla hacia la sala de operaciones con la rapidez de una ambulancia, a mí hasta me pareció escuchar una sirena, y cuando quise acordar me estaban pinchando la espalda. Del pecho hasta la punta de los pies me volví de piedra pero los brazos y la cara me temblaban de frío; un millón de hormigas me recorrían las venas provocándome un cosquilleo desagradable. “Voy a mover un pie”, pensé en un momento, pero el cuerpo no reaccionaba a las señales del cerebro. La sala estaba congelada, los médicos giraban alrededor de mi herida como abejas alborotadas por un pote de miel. “Me cuesta respirar”, le dije al anestesista, “es normal”, me respondió, “seguí intentándolo, como en las clases de yoga”. “Tengo miedo de desaparecer”, me animé a decirle, “no siento el cuerpo”. “No te preocupes, estás acá”, me respondió el anestesista, “yo te puedo ver”. Y me tocó la frente; su mano estaba fría. Mi esposo apareció también vestido con una túnica y una gorra celeste. “Dame un beso”, le pedí, quería saber si al menos podía sentir los labios igual que antes de entrar a aquel mundo creado por la anestesia. “Mirá”, me dijo señalándome el cielo, y ahí estaba nuestro hijo, con su llanto, con su grito de nacimiento. Hermoso. Me lo arrimaron a la cara, lo besé llorando, se lo llevaron enseguida para que no se congelara. Se fue con su padre mientras me cocían. Me habían hecho varios tajos en las capas musculares del vientre para poder llegar al útero y salvar a nuestro hijo. En Estados Unidos hay mujeres que piden desesperadas por una cesárea aunque no haya necesidad de hacérselas. ¿Se creerán que una sale de la operación como las actrices de esas viejas películas de Hollywood que ni siquiera se les corre el maquillaje después de atravesar un vendaval? Sentada en la mitad de la escalera respiré hondo, miré hacia arriba como quien busca la cima de una montaña y continué subiendo escalones. Atravesada de dolores, desbordada de alegría, quería abrazar a mi primer hijo; ya no era necesario huir de nada, ni de nadie. 

lunes, 21 de enero de 2013

noche nevada


La nieve tiende un manto de luz sobre la noche. El silencio barre mis pensamientos y me abraza. Disfruto de este momento de intimidad esperando la hora de darle la leche a mi hijo.

miércoles, 16 de enero de 2013

invierno


Se hizo esperar pero al final llegó. Me pongo la campera, la gorra, la bufanda, los guantes, salgo a la vereda de casa, hundo las botas en la nieve, y tomo un café. El cielo desborda de azul. Es la primera vez que me alegro por la llegada del invierno. Increíblemente, lo había extrañado.

***

Un copo de nieve se desprende de la rama de un árbol y con el resplandor del sol se produce un efecto mágico. 

miércoles, 9 de enero de 2013

milagros


XVIII

Una mañana me sorprendió su primera carcajada. 
¿Cómo “aprendió” a reír?



milagros


XVI

Frente a las ventanas de casa se ve el final del parque y los tranvías rojos que van hacia el mar de Scheveningen. Pasan uno detrás del otro, cada cinco minutos, y con Fabrizio pegado al pecho siento el calor del abrazo como una huella blanda, profunda, silenciosa. “Que el mundo siga girando a su antojo; no tengo prisa”. Recuesto a mi hijo sobre las rodillas, me mira con ojos curiosos, deja escapar unos sonidos como si quisiera contarme algo, me sonríe, le doy un beso en la nariz. 

XVII

“Mirá el milagro que hicimos juntos”, me dice Chris señalándome a Fabrizio mientras lo paseamos en el cochecito. Me emociono hasta las lágrimas, abrazo a Chris, beso a mi hijo, recojo castañas debajo de los árboles, y seguimos caminando en silencio.