jueves, 24 de enero de 2013

escaleras


Mamá nos llevaba al cine los viernes por la tarde a ver películas de Walt Disney, después íbamos a una confitería donde tomábamos con mi hermana chocolate caliente, y mamá se pedía un café sin azúcar que el mozo siempre le traía con una palmita. Florencia y yo nos mirábamos de reojo; estábamos convencidas de que al mozo le gustaba mamá. Él dejaba el pocillo sobre la mesa estirando al tiempo como una media cancán. Ella lo ignoraba, se miraba las uñas largas pintadas de negro, y esa mirada hacia abajo le daba un aire arrogante, aunque no lo era. A mí me gustaba cómo le quedaba esa postura porque podía verle los párpados pintados de azul. Cuando fuera grande, me los iba a pintar del mismo color. Con papá disfrutábamos de otro tipo de paseos. A él le gustaba más la naturaleza, nos llevaba al bosque a juntar piñas en una bolsa de arpillera, nos contaba historias de duendes, y antes de regresar a casa comíamos unos helados por el camino. El problema era cuando mamá y papá intentaban estar juntos. Los dos querían ser dueños de la razón; quizás cada uno la tuviera a su manera pero no la podían compartir, como si esta fuera un trofeo destinado a una sola persona. 
Un día mamá tiró un plato contra la pared, papá lo esquivó a tiempo y al retrato del abuelo le quedó una cicatriz. Con Florencia llegamos a cansarnos de ellos. Desaparecíamos cada vez que perdían el control. 
Los dejábamos encerrados con llave para estar seguras de que ninguno se largaría de casa. A pesar de que se mal trataban eran nuestros padres y no queríamos perderlos. La escalera que daba a la buhardilla era larga, empinada, te daba vértigo pero la subíamos corriendo. En el desván el mundo era otro. Cada otoño hacíamos un collage diferente mezclando hojas secas con botones, retazos de telas y otras cosas que encontrábamos abandonadas por los rincones; en verano lo hacíamos con pétalos de rosas que arrancábamos del jardín de la vecina, y en invierno preferíamos hacer esculturas con arcilla y ramas de árboles. Mamá tenía revistas de moda donde se veían mujeres embarazadas con unas sonrisas espléndidas; modelos sin arrugas con piernas largas y caderas finas, apenas se les notaba la panza debajo de unos sacos de lana coloridos. En las últimas páginas volvían a aparecer y en lugar de una panza de embarazada “perfectamente delineada”, llevaban un rozagante niño en brazos. 
En la revista no se asomaba ni una gota de sangre. El parto no existía en aquel mundo de papel. “Yo soy ésta”, me decía Florencia señalando a una rubia de ojos azules, “a vos te toca ser el papá”. 
Mi hermana se ponía una muñeca debajo del vestido, yo me recogía el pelo tapándolo con una boina que mi padre tenía abandonada, me pintaba unos bigotes y le decía a Florencia, “vieja, llegó el momento de ir al hospital”. Mi hermana se acostaba en la cama de soltera de mamá que estaba en un rincón llena de polvo y discos de Elvis Presley, abría las piernas, sacaba al bebé así como quien abre una de esas mamushkas rusas y saca otra muñeca más pequeña, y otra, y otra... Yo aplaudía, tomaba a la bebé, le miraba sus ojos de botones negros, le acariciaba las trenzas pelirrojas, la suspendía en el aire como si estuviéramos balanceándonos en una hamaca. Florencia se levantaba de la cama, sin ninguna dificultad, y recuerdo que me decía, “querido, vamos a casa con la niña, voy a cocinar una tortilla de papas”. Nuestros juegos se acababan cuando oíamos los gritos y los golpes desesperados contra la puerta que daba al patio. Papá nos rogaba que lo dejáramos salir. “No se coman la pastilla de la familia Ingalls”, nos decía, cada vez que regresaba de trabajar y estábamos frente al televisor como hipnotizadas con la serial. Con el tiempo pude experimentar que  entre la idealización que los Ingalls proyectaban sobre el mundo familiar y la realidad de nuestros padres había miles de matices. Se me dio por recordar esas cosas de la infancia a los cuarenta años con lágrimas en los ojos, sentada en la mitad de la escalera de entrada a casa, con la respiración agitada después de llegar del hospital. Subir los primeros escalones tomada del brazo de mi marido me había costado quince minutos. Quise hacer una pausa. Le pedí a Bernardo que me dejara sola por un momento. Él fue a buscarme un almohadón, una taza de té, y me dijo: “Tomá, para que no te enfríes. Voy a cocinar; te espero arriba”. Al soplar el té se me escapó una lágrima. La herida del vientre me dolía como una puñalada, los músculos cortados por la operación me cinchaban hacia abajo, como si pretendieran enterrarme viva. Acababa de sobrevivir una cesárea y no podía entender cómo algunas mujeres la llamaban “el parto sin dolor”. Me vistieron con una túnica y una gorra celeste, me llevaron en una camilla hacia la sala de operaciones con la rapidez de una ambulancia, a mí hasta me pareció escuchar una sirena, y cuando quise acordar me estaban pinchando la espalda. Del pecho hasta la punta de los pies me volví de piedra pero los brazos y la cara me temblaban de frío; un millón de hormigas me recorrían las venas provocándome un cosquilleo desagradable. “Voy a mover un pie”, pensé en un momento, pero el cuerpo no reaccionaba a las señales del cerebro. La sala estaba congelada, los médicos giraban alrededor de mi herida como abejas alborotadas por un pote de miel. “Me cuesta respirar”, le dije al anestesista, “es normal”, me respondió, “seguí intentándolo, como en las clases de yoga”. “Tengo miedo de desaparecer”, me animé a decirle, “no siento el cuerpo”. “No te preocupes, estás acá”, me respondió el anestesista, “yo te puedo ver”. Y me tocó la frente; su mano estaba fría. Mi esposo apareció también vestido con una túnica y una gorra celeste. “Dame un beso”, le pedí, quería saber si al menos podía sentir los labios igual que antes de entrar a aquel mundo creado por la anestesia. “Mirá”, me dijo señalándome el cielo, y ahí estaba nuestro hijo, con su llanto, con su grito de nacimiento. Hermoso. Me lo arrimaron a la cara, lo besé llorando, se lo llevaron enseguida para que no se congelara. Se fue con su padre mientras me cocían. Me habían hecho varios tajos en las capas musculares del vientre para poder llegar al útero y salvar a nuestro hijo. En Estados Unidos hay mujeres que piden desesperadas por una cesárea aunque no haya necesidad de hacérselas. ¿Se creerán que una sale de la operación como las actrices de esas viejas películas de Hollywood que ni siquiera se les corre el maquillaje después de atravesar un vendaval? Sentada en la mitad de la escalera respiré hondo, miré hacia arriba como quien busca la cima de una montaña y continué subiendo escalones. Atravesada de dolores, desbordada de alegría, quería abrazar a mi primer hijo; ya no era necesario huir de nada, ni de nadie. 

lunes, 21 de enero de 2013

noche nevada


La nieve tiende un manto de luz sobre la noche. El silencio barre mis pensamientos y me abraza. Disfruto de este momento de intimidad esperando la hora de darle la leche a mi hijo.

miércoles, 16 de enero de 2013

invierno


Se hizo esperar pero al final llegó. Me pongo la campera, la gorra, la bufanda, los guantes, salgo a la vereda de casa, hundo las botas en la nieve, y tomo un café. El cielo desborda de azul. Es la primera vez que me alegro por la llegada del invierno. Increíblemente, lo había extrañado.

***

Un copo de nieve se desprende de la rama de un árbol y con el resplandor del sol se produce un efecto mágico. 

miércoles, 9 de enero de 2013

milagros


XVIII

Una mañana me sorprendió su primera carcajada. 
¿Cómo “aprendió” a reír?



milagros


XVI

Frente a las ventanas de casa se ve el final del parque y los tranvías rojos que van hacia el mar de Scheveningen. Pasan uno detrás del otro, cada cinco minutos, y con Fabrizio pegado al pecho siento el calor del abrazo como una huella blanda, profunda, silenciosa. “Que el mundo siga girando a su antojo; no tengo prisa”. Recuesto a mi hijo sobre las rodillas, me mira con ojos curiosos, deja escapar unos sonidos como si quisiera contarme algo, me sonríe, le doy un beso en la nariz. 

XVII

“Mirá el milagro que hicimos juntos”, me dice Chris señalándome a Fabrizio mientras lo paseamos en el cochecito. Me emociono hasta las lágrimas, abrazo a Chris, beso a mi hijo, recojo castañas debajo de los árboles, y seguimos caminando en silencio.