lunes, 31 de diciembre de 2012

los "requisitos" del cliché


No tengo el cuerpo de una modelo ni sé conducir un auto. Me cuesta cocinar y mantener una conversación al mismo tiempo. Tengo Fe sin religión, confío en un Dios libre de iglesias, y por lo tanto, libre de pecados. Disfruto de un buen libro, como del sabor del café. Escucho a gusto el silencio, como la música clásica y el jazz. Me gusta salir aunque llueva, escuchar al viento detrás de las cortinas, o alimentar a los patos del canal de atrás de casa, o andar en tren con la nariz pegada a la ventanilla y mirar el campo, los diques, las ovejas, y contar cuántos molinos aparecen durante el viaje. Detesto los cohetes de fin de año. No soporto la humedad y vivo en un país húmedo, lluvioso, de inviernos largos con cielos grises. Me encanta el verano, aunque el otoño, el invierno, y la primavera también tienen su encanto. Estoy casada con el hombre que amo. El 8 de octubre del 2012 con 41 años tuve a mi primer hijo. El parto, una de las experiencias más brutales que me tocó vivir; la llegada de mi hijo, lo más grandioso. Él me conecta con esta felicidad de carne y hueso, la que no está maquillada, la que no sale en las seriales de televisión ni se asoma bajo las luces de una vidriera. Mi hijo me recuerda lo esencial cada vez que lo despierto por las mañanas y me sonríe con ojitos dormilones, cada vez que lo levanto y me tiran los puntos del vientre, cada vez que me mira con una ternura como si estuviera agradeciéndome la vida, entonces me derrito, me olvido de las puntadas, se me aparece el arco iris en medio de la niebla. Mi felicidad no cumple con los “requisitos” del cliché pero es auténtica. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

cuadro Navideño


El mercado de los sábados está lleno de gente. Los canales y los árboles, iluminados; los patos duermen, ¿bajo los puentes? Una mujer de pelo rojo se pasea por la feria con un cerdito con correa en vez de un perro. Un hombre alto de sombrero negro lleva un loro sobre el hombro izquierdo que se pasa diciendo, “Prettige Feestdagen” (Felices Fiestas). Suena música de gitanos en una acordeón. Huele a chocolate por todas partes. En el centro de Delft ya armaron la pista de hielo; parecería que sin ella “no hubiera Navidad”. Este año no tenemos suficiente nieve como para mantener el hielo firme. La pista está llena de agua pero no importa, la gente patina igual bajo la lluvia. La tradición es más fuerte que el tiempo. Desde que vivo con Chris, la Navidad no me entristece. Esta es la primera que vamos a disfrutar con nuestro hijo y mi hermana que está al llegar. 

Salud!!!

viernes, 21 de diciembre de 2012

postal de Navidad


Noche de niebla. Gotas de lluvia. Luces navideñas enmarcando las ventanas de los vecinos. A lo lejos, el campanario reluciente como una antorcha. Una vela encendida en la mesa de casa. Mi hijo duerme en paz; la misma que le deseo a todos. Amo a la humanidad, a pesar de nuestras flaquezas, gracias a nuestras virtudes.

viernes, 14 de diciembre de 2012

milagros


XII

El silencio de la nieve cubre la ciudad, los ruidos desaparecen.


XIII

Domingo de mañana. Un sol de invierno entra por las ventanas, una capa de nieve cubre los tejados y las chimeneas de las casas, sólo se escucha el graznido de los cuervos. Fabrizio duerme en su cuna, papá Chris lee las noticias en su ipad acostado en la cama, y yo escribo a mano, como si estuviera tejiendo una bufanda interminable, sentada al lado de las ventanas.

XIV

Mimos, llantos, y más mimos. Hoy es un día en que Fabrizio sólo quiere mimos. Yo le digo que ahora no es como antes, cuando estaba embarazada de él, y andábamos juntos día y noche sin separarnos un sólo segundo. Mientras lo acuno en mis brazos, le como los cachetes a besos, intento explicarle que el mundo es más ancho que el útero de mamá; el mar, el sabor del chocolate, el vértigo de una montaña, la frente pegada contra la ventanilla de un tren, la llegada de una postal, el viento girando molinos, el cuervo sacudiéndose la nieve de las alas, la siesta de los patos bajo el sol; mi hijo tiene un universo por descubrir más allá de mí. Pero todavía es demasiado temprano para entenderlo y el calor de mi pecho es su paraíso perdido.

XV

Qué misteriosa señal se le pasará por su cabecita para indicarle que cada vez que le sonrío puede devolverme la sonrisa y comunicarse conmigo. Ya no es aquella mueca en la cara del principio, cuando los músculos empezaban a entrenarse, sino que Fabrizio toma conciencia de que puede sonreír y ahora también se sonríe con la mirada; algo imposible de enseñar. Otro milagro de la vida que uno se olvida tan rápido, y cuando un hijo nace, te lo recuerda.

martes, 27 de noviembre de 2012

milagros


VIII

Lo que más disfruto con Fabrizio y papá Chris, son los desayunos de los domingos. La cama pasa a ser una gran mesa con una bandeja llena de jugos, té, panes y yogures. Estamos rodeados de almohadas y con las ventanas abiertas le damos la bienvenida al sol. 
¿Qué más podemos pedir?

IX

Fabrizio prendido a la teta se queda dormido sobre mi panza. Escuchamos Cantat de Yann Tiersen, letra en francés que acaricia los oídos hasta alcanzarme con un vuelo de mariposas amarillas. 
Afuera, la lluvia hace el acompañamiento de fondo. Fabrizio se despierta y busca a ciegas mi pezón goteando leche. El tiempo se detiene en los hoyuelos que se le hacen en las mejillas cada vez que bebe, en migas de pan sobre la mesa, en una taza de té a medio tomar, en cáscaras de manzana desparramadas sobre el mármol de la cocina. Momento de exquisita intimidad con mi hijo, lo guardo entre las páginas de un libro; hoja de otoño que no quiero perder.

X

Algo tan simple pero esencial, como salir de casa, caminar con Chris por el centro de Delft, atravesar un canal con  Fabrizio en el cochecito, ir a Hema a comprarle ropa de 62 cm porque la de 56 ya no le cabe. Algo tan sencillo como hundir los labios en la espuma del capuchino sentados en una cafetería, acompañados de Fabrizio por primera vez, fue lo máximo, lo único, lo más importante y hermoso que podía vivir en ese momento, después de un mes de encierro y de apenas poder caminar.

XI

Cuando sus ojos me miran como si viajaran hacia un horizonte infinito, devolviéndome lo más puro, la fragilidad de una mariposa o el vuelo de una cometa, olvidada inocencia que tuve una vez y apenas recuerdo, cuando dormido en mis brazos frunce la boca o las cejas, y apoya las manos con gesto de adulto en su cara de bebé, cuando siento el latido de su corazón, tic-tac de reloj ágil, cortito e intenso, me olvido de la cicatriz media luna arriba del pubis, de los dolores en el útero, de las noches sin dormir y del eterno cansancio. Me entrego a la intensidad de estos momentos, admirando el milagro que mi cuerpo fue capaz de dar a luz. Don que sólo se nos da a las mujeres, tan misterioso como el reflejo de la luna en el agua, como los panes y los peces que Cristo multiplicó o un campo de tulipanes bajo el sol de mayo, o la caída silenciosa de la nieve en medio de la noche, o la resistente tela araña aferrada al marco de una ventana bajo la luz de un farol.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

milagros


I

El moisés que acunó a Chris 37 años atrás, ahora es de Fabrizio; nuestro primer hijo. ¡Bienvenido a casa!


II

En mi vientre, un tajo de media luna, y de la herida un milagro, y de la sangre, el primer llanto. La ginecóloga sostenía a Fabrizio en el aire, yo lo miraba desde la camilla llorando de admiración. ¿Cómo había crecido un niño tan grande dentro de mí? Chris me apretaba la mano izquierda, me besaba la frente, las pocas partes del cuerpo que podía sentir. Del pecho hasta los pies, no sé qué se hizo de mí. Desaparecí. La anestesia de la cesárea me tragó como esos sueños pegajosos en los que uno se hunde y está deseando salir. 

III

La primera semana de Fabrizio, la pasamos en el hospital. 
Una costura de media luna arriba del pubis, agujas y cables en los brazos, contracciones pos parto que me sacudían como choques eléctricos, noches sin dormir, enfermeras que iban y venían como fantasmas  que remendaban a sus descosidos; una camilla que se me hizo caja de música de bailarina rota girando sobre sí misma en una sola pierna. Durante el día, Fabrizio en brazos y Chris sentado a los pies de la cama, eran el cordón umbilical que me conectaba con el mundo.

IV

Una silla a tres pasos. La miro desde la camilla y pienso: ¿Qué músculo tengo que mover primero para hacer semejante viaje? Respirar hondo es fundamental, como quien tira de la piola de la vida. El vidrio sucio de un ventanal me conecta con la ciudad; es la vista desde el hospital, desde esta pecera gigante donde cada enfermo lucha para sobrevivir. Ya no se trata de ganarse el pan de cada día, sino el aliento de cada segundo. Respiro con todas mis fuerzas, apoyo las manos en la camilla, clavo los codos en el colchón, me inclino hacia la cadera derecha, la izquierda duele demasiado, no puedo entregarle el peso del resto del cuerpo. Estos pocos movimientos en cámara lenta me dejan extenuada; hago una pausa, vuelvo a tomar impulso y logro sentarme. Cierro los ojos, veo la cara pequeña y redonda de Fabrizio, sus manos dibujando caracoles en el aire, intento alcanzar el suelo con la punta de los pies. Las baldosas están frías, levantarme es un esfuerzo monumental, los músculos pesan más que durante las dos últimas semanas de embarazo. El cuerpo desgarrado, los hombros, las costillas y las piernas, se resienten cansados por la sobrecarga. Miro la silla que está a tres pasos; es el faro que pretendo alcanzar. La acompañante de mi vecina es también una mujer extranjera. Su mirada lee mis movimientos, adivina lo que quiero, aunque no nos digamos ni una palabra. La expresión de sus ojos me tiende una cuerda. La mujer se levanta y camina hacia mi dirección, me señala la silla, hago un gesto afirmativo con la cabeza, me apoyo en su brazo y tiro de él como de una raíz. Doy un primer paso, ella me acompaña con paciencia, se detiene cada vez que me detengo, respira hondo conmigo, comprende el idioma más universal que hay sobre la tierra, el de acompañar a quien nos necesita sin la superficialidad de los discursos; su brazo valía más que mil palabras. La mujer no hablaba español, ni inglés, ni holandés. Yo tampoco podía hablarle en su idioma. Pero qué importancia tenía, sólo necesitaba dar tres pasos, alcanzar la silla y sentarme, esperar a Fabrizio de brazos abiertos, y aquella madre de la China me entendió.

V

De regreso a casa. Lentamente vuelvo a recuperar la calma. La cocina desborda de frutas, nueces, y flores; Chris las compró para nosotros. Las ramas de un árbol acarician el cielo, una hoja se desprende y cae en el banco del parque que está enfrente a nuestra ventana, un gato marrón se pasea por el tejado de los vecinos, tengo a mi hijo en brazos, duerme plácidamente, como si nada hubiera pasado; estoy a salvo.

VI

No me canso de mirarlo; su nariz pequeña, sus labios finos, sus ojos oscuros que se abren cada día un poco más. Sus manos bailan con miles de gestos, como si quisieran contarme una historia interminable. No me canso de escucharlo. Lo acuesto en mi pecho, le canto las mismas canciones que le cantaba cuando estaba en mi panza, él se afloja hasta quedarse dormido, lo abrazo recostada en la cama, del otro lado de la ventana el atardecer cae sobre los tejados y las torres de las iglesias. Mi mundo es este cálido abrazo. La cabeza ya no me gira como una calesita sin sentido. Escucho la respiración de mi hijo y me siento en la eternidad. 

VII

Un árbol con hojas doradas a sus pies, una calle tan angosta que sus muros están a punto de besarse, una bicicleta pasa como distraída; a lo lejos, el reloj de la torre inclinada marca las seis de la tarde; un cielo blanco, celeste, rosado pálido, una rodaja de luna colgada de una nube, y Fabrizio en mis brazos, irradiándome su luz.

lunes, 1 de octubre de 2012

octubre


Los días en silencio, las hojas amarillas, escribo con menos luz. Llueve de a ratos, un café me acompaña con una manta en los pies. Primeras huellas del otoño.

martes, 25 de septiembre de 2012

espera otoñal


Si yo fuera él, tampoco saldría al mundo en un día como este. Aunque tiene algo de fascinante. Del otro lado, ruge el viento, las ramas lo golpean, los árboles danzan la “consagración del otoño” con una música que Stravinski crearía para esta ocasión. Caen hojas, pinceladas amarillas que cubren el césped, llueve en diagonal, el vidrio de la ventana se cubre de perlas transparentes, una ráfaga de sol atraviesa las nubes en movimiento, reconozco enseguida los cielos cambiantes de Vermeer. La luz vuelve a apagarse, sobre la mesa del comedor, girasoles de cabezas caídas, hoy es un día que se presta más para los claro-oscuros de Rembrandt. Un perro mojado atraviesa el parque, y yo, con mi té verde y mi pan de jengibre, a la espera.

lunes, 24 de septiembre de 2012

el ojo de una ventana



“Ahora que el marco de un cuadro se interpreta como el marco de una ventana a través del cual se abre la mirada sobre el mundo, y que este marco sugiere al espectador que el espacio existente del lado de acá y del lado de allá de la “ventana” es uniforme y continuo, gana por primera vez el espacio pictórico profundidad y realidad.” Leo en el libro, Historia social de la literatura y el arte del autor Arnold Hauser, en el capítulo: El arte burgués del gótico tardío, Edad Media. Este fragmento me conecta con lo que me pasó hace un par de semanas.

Un día hermoso que se prestaba para cualquier cosa pero nunca creí que para tanto. Delft es la ciudad más onírica que conocí en mi vida. Montevideo, la más nostálgica. Delft es mi día a día, el lugar que me hice carne propia, el de mis nuevas raíces. Montevideo es mi pasado, el que me vio crecer, el que huele a mate y bizcochos hasta el día de hoy, si cierro los ojos y pienso en la rambla de Pocitos. Pero ahora estoy en Delft y el surrealismo te alcanza en cualquier parte, ni siquiera necesitás salir a la vereda, el ojo de una ventana es más que suficiente. Frente a mi escritorio hay un parque con unas esculturas hechas de piedra blanca con forma de triángulos. Son fáciles de trepar, a los niños les atrae como un imán, siempre están encima de ellas. Pero la escena que veo por la ventana no se trata de un grupo de chiquilines. Hay dos jóvenes vestidos de frac sentados en un banco debajo del árbol que tiene la sombra más grande del parque. Otros cuatro muchachos, también vestidos en el mismo estilo, y una muchacha con traje de oficinista, corretean alrededor del árbol, se tiran a sus pies, se revuelcan por el césped, como si tuvieran la intención de acaparar la superficie de la gran sombra. Todos visten de blanco y negro. Un par de cuervos volaron por encima de sus cabezas. Los dos jóvenes que están sentados en el banco los miran, sueltan palabras que rebotan contra el vidrio de la ventana y no llego a entender, hacen gestos con las manos, parecen directores de orquesta. El más rubio se puso de pie con un palo en la mano que me hizo acordar a las viejas reglas de madera que las maestras usaban en mi escuela para dibujar figuras geométricas en el pizarrón. El joven golpeó la tierra con la “regla de madera” tres veces, los otros dejaron de corretear y se pararon alineados en semicírculo frente al gran jefe. El rubio dijo unas palabras y volvió a golpear la tierra. Los cinco salieron corriendo hasta perderse en unos matorrales, como si se hubieran ido a cazar conejos. La chica llevaba un balde de plástico naranja. Al regresar de la expedición, en lugar de conejos o liebres, habían cazado unas latas de cerveza que la chica sacó del balde. Cada uno abrió su bebida con entusiasmo, alzaron las manos hacia el cielo, gritaron “proost” y se tomaron las cervezas de un tirón. Terminaron aquel ritual y se pusieron a cantar algo en holandés que tenía un aire de canciones de pos guerra. Aquella escena podía haber sido parte de una obra de danza-teatro pero enseguida me acordé de que era miércoles 12 de setiembre, día de elecciones en Holanda, entonces esa muestra lúdica en el parque podría ser la campaña publicitaria de un partido político, o una nueva religión, o un movimiento ecológico alternativo, o un circo ambulante ensayando su show.




martes, 18 de septiembre de 2012

carta a un amigo escritor


Comparto lo que decías de que uno escribe como quien respira, independientemente de que nos lean y nos valoren o no. Escribir con el alma es incontrolable, al menos para mí, y si no escribo, me vuelvo loca. Por eso escribí en el texto anterior que el bebé me decía en medio de la noche: "Escribe, escribe, si no, estamos perdidos". No tengo otra salida. Por suerte encontré este portal, este canal de liberación. Pero también creo que el acto de escribir implica una entrega para un receptor. No importa quién. Alguien que se haya sentido tocado por lo que expresamos y que nos aporte su luz. Un texto se completa cuando otro lo lee. Creo en la escritura como un camino de entrega y de comunicación; no me convence la letra encerrada en sí misma. Apuesto a la apertura, a la interacción, ese es el fuego que me hace vibrar. Tampoco necesito comunicarme con un millón de personas. En este sentido soy más partidaria de la calidad que de la cantidad. Y si bien al escribir me entrego a ciegas, sin pensar en quién me recibirá en sus brazos o quién me dará un golpe, te confieso que siempre late dentro de mí la esperanza de encontrarme con alguien en el camino, como esos peregrinos que se largan a caminar sin mayores expectativas, pero qué agradecidos se sienten cada vez que alguien los recibe en una cabaña en medio de la desolada montaña con un plato caliente de sopa y un lecho para pasar la noche. Eso es lo que a mí me provoca que un sólo lector se conmueva en medio de la multitud. Hace poco terminé de leer un libro magistral que me movió hasta los huesos y tiene mucho que ver con todo esto: “Franny y Zooey” de J.D. Salinger. “Escribir mucho y mal, corregir, corregir, hasta que sintamos que hicimos nuestro mejor esfuerzo” me respondías en tu carta. La corrección es un arte “aparte”; una etapa posterior a la de la creación del texto y tan fundamental como la del primer impulso de escribir. Es lo que nos abre la posibilidad de alcanzar algún efímero y modesto logro literario. Creo que la corrección define la calidad de lo que uno crea, aunque tampoco hay garantías en esto. Pero, ¿cuándo es el momento en que uno llega a su mayor esfuerzo? En mi caso, no puedo ser tan objetiva, y por eso agradezco a los escritores y lectores exigentes que me han sacudido y que me sacuden cada vez que me transmiten: “¿Creías que este era tu máximo?” Te equivocás. Podés mucho más. Gracias a este tipo de críticas constructivas es que puedo crecer como ser humano, como escritora, y mi espíritu descubre que así como no hay límites para tocar cielo, tampoco hay límites para el esfuerzo y el crecimiento. Sólo el día en que se me canse el alma y me diga, basta; hasta aquí te sigo. Ante este sentimiento, mis mayores respetos. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

escribir, parir...


Hay una hora de la noche en la que siempre me despierto, como si me hubiera tragado un globo terráqueo que me aplasta contra el colchón. Me duele la espalda y me levanto con suavidad para no despertar a Chris. Voy al baño, miro por la pequeña ventana la torre torcida de Delft; la que se empezó a construir alrededor de 1325. Unos siglos más tarde, cuando el Príncipe de Orange la vio, tuvo miedo y salió corriendo. Estamos en el 2012 y por suerte la torre nunca se derrumbó. Si estás cerca y mirás para arriba, te impresiona, entendés los miedos del príncipe, te indentificás con él. Pero al final de su historia, Balthasar Gerards, un católico holandés más peligroso que el campanario inclinado, lo mató sin piedad. La torre se fue torciendo con el tiempo por el peso de una campana de casi nueve toneladas; una campana muda que nadie se atreve a agitar porque la construcción de la vieja iglesia no toleraría sus vibraciones. Por las noches el reloj marca las horas con unos puntitos que parecen un conjunto de estrellas ordenadas en círculo. Me guío por ellas para saber en qué punto de la noche me desperté. Ahora el reloj dice que son las cuatro de la mañana. Bajo la escalera, voy al living, me siento en el sofá y la noche se asoma por la ventana con todas sus luces. Las farolas del parque iluminan los árboles y me pregunto si nuestro hijo será un ave nocturna como su madre, o si le fascinará descubrir el funcionamiento de las máquinas igual que a su padre, o si le gustarán cosas completamente distintas. El misterio del pequeño duende, dentro de poco saldrá a luz, soltará su primer llanto, crecerá, descubrirá el mundo con su mirada, jugará con él, dará sus primeros pasos, dirá sus primeras palabras, les pondrá colores y gestos, se hará hombre. Pongo las manos sobre la panza y él las empuja. “Danza, danza, si no, estamos perdidos”, dijo Pina Bausch en la película que Wim Wenders le dedicó. “Escribe, escribe, si no, estamos perdidos”, siento que me dice el niño en medio de la noche, “el tiempo de vivir es ahora, no lo postergues para mañana”. Escribo y que el parto me sorprenda en medio de esta danza nocturna, es lo mejor que podría pasarme, no quiero detenerme ni un segundo. “Escribir mucho y mal hasta llegar a crear algo bueno”, decía mi amigo Mario, y después, a corregir infinitas veces para que el texto se ablande tanto que parezca espontáneo, pero no engañemos al lector con falsas ilusiones, la espontaneidad no existe en el buen arte. La madurez es la que lo determina. El mejor músico de jazz practica el don de la improvisación hasta el cansancio. Lo genuino nace recargado de caprichos que hay que descartar, pulir, afinar. Que sólo resuene lo que importa, lo que realmente uno quiso decir, despojado de afectaciones heredadas, auténtico, brillante como un sol. Nada de hobby de amateur que aunque el sudor de la letra no nos dé el pan de cada día, pueda darnos la dignidad de existir, la dignidad de que nos lean. 
El sonido del lápiz deslizándose sobre el papel, viento nocturno o canción de cuna que arrulla al niño. No se me da por encender la computadora, prefiero la intimidad de aquello tan remoto como escribir a mano. La noche empieza a aclarar, las copas de los árboles se dibujan con nitidez contra el gris del cielo. Vuelvo a la cama, a ver si puedo dormir o soñar un rato más, quizás con la torre torcida a punto de caerse al agua de un canal, o con los cisnes y los patos que nunca sé dónde duermen. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

noche de agua, luna, y limón


El niño no quiere o no puede dormir. Sus pies trepan mis costillas, me levanto de la cama, camino descalza para no despertar a nadie, me sirvo un vaso de agua y limón, me tiendo en el sofá frente a la ventana. La luna redondea cielos con su blancura, las nubes se ensanchan, el niño se mueve, no quiere ni deja dormir. 
Hay noches que son así; partidas por la mitad, y me pongo a escribir. Ocho meses atrás, la primera señal fue la ausencia de sangre y unas fuertes puntadas en los pezones que parecían gritar: “En este cuerpo hay vida nueva”. Seguí viviendo mi cotidianidad, algunos días con más paciencia que otros, mientras el vientre se iba ensanchando, los órganos se corrían de lugar para dejarle espacio a la placenta, tierra fértil desbordada de semillas. En cada ecografía los latidos del corazón se escuchaban con tanta claridad que no había dudas, una vida paralela a la mía se estaba gestando dentro de mí, silenciosa, al ritmo de la naturaleza, al ritmo del gran creador, más allá de toda voluntad o control humano. El cuerpo empezó a transformarse, me sentí a su servicio, me hice vasija de barro llena de agua, llena de flores, y el tomar conciencia de que empezaba a ser un canal de vida, una huella en el camino por delante de mi sombra, me dio la alegría, me dio la certeza de la continuidad del tiempo. Nada empieza ni se acaba con la silueta de mi ego empecinado, hay algo esencial que me trasciende, que me supera. El niño siguió creciendo, alimentándose de mí, un día le vi la cara, las manos, los pies diminutos en una pantalla en blanco y negro. Otro día descubrí sus primeros movimientos; olas sutiles que se desplazaban en la placenta y me hacían cosquillas. 
El cuerpo continuó este viaje sin vuelta atrás. Empecé a sentirme más pesada, más redonda luna llena cavando cielos. Los pies se me hinchan con las tardes húmedas de verano, el calor me exige respirar hondo, ya no camino ni tan rápido ni tan ligero, me cuesta dormir, me duelen las articulaciones de las manos y las rodillas, el niño crece y ocupa su lugar; ya no sólo se mueve con la sutileza de un caballito de mar, y los músculos del vientre se me estiran como un elástico, y la panza toma distintas formas, como si fuera de arcilla, formas que duelen y al mismo tiempo me fascinan. El niño redondea su columna igual que el lomo de un gato; lo veo cómo empuja el vientre desafiando los límites de mi piel. ¿Ya querrá nacer? Un día me di cuenta de que me había quedado sin ombligo. La panza se me estiró tanto como la lonja de un tambor, y mi cutis se volvió más terso, despojado de arrugas, transmite una luz que mi marido percibe con admiración. “Estás hermosa”, me dice con suavidad, y yo me siento a punto de soltar la vida en un vuelo de pájaros, respiro profundo, miro la luna dando vuelta la noche, amanece otro día, prometedor de una larga siesta, la necesito para recuperar fuerzas, y el niño que no deja de moverse, se apronta, quiere salir, zambullirse de pleno, despedirse de mi cuerpo-nido que todavía lo siente latir. Mis emociones suben y bajan montañas, a veces me siento en medio de un temblor de tierra, el proceso se acelera, el parto está al llegar, siento miedo, incertidumbre, alegría, conmoción. Por momentos vuelvo a la calma, aterrizo en la certeza de que ya nada será como antes, de que esta metamorfosis me dejará sus huellas; “seré otra”, tendré que aprender a reconocerme, mi esencia traspasará fronteras, mi hijo se hará un lugar con su cuerpo, su alma y su sombra. Aprenderé a crecer a su lado, pediré guía y ayuda al gran creador que lo gestó dentro de mí porque no sé cómo hacerlo, tendré que descubrirlo sobre la marcha. 
Suelto letras bajo el silencio de la noche, y el niño se tranquiliza, ya no trepa mis costillas. Bajo la luz de la luna me reafirmo en la única certeza que tengo; ya nada será como antes, di un paso hacia una tierra sin retornos, una pieza del corazón se me corrió de lugar, y esto me inspira a crecer y me asusta, me motiva, me da miedo, y paradójicamente me conecta con una nueva fuerza, una nueva confianza interior que percibo desde el primer día del embarazo. 
La respiración se vuelve más profunda, la vida, más intensa, y el horizonte aún más ancho que el alcance de mi mirada. 

domingo, 22 de julio de 2012

roma


I
En un bar cerca de la Fontana di Trevi me acordé de Astérix  cuando dijo que en la época de los romanos el mundo era un pizza, en el centro había una oliva, y esa oliva era Roma. El bar también me hizo acordar a los boliches montevideanos, había una televisión transmitiendo un partido de fútbol, Italia contra España por la copa europea, cuando recién empezaba el campeonato. Justo en el momento en que los tanos hicieron un gol, pasaba una procesión por la calle y un cura con un micrófono rezaba en latín un Ave María.
II
Comíamos un helado de pistacho y limón en la Piazza Navona, sentados frente a la Fontana dei Quattro Fiumi; en los cuatro ángulos de la fuente unas esculturas personifican a los ríos Nilo, Ganges, Danubio y Río de la Plata. En la plaza hay un clima de “eternas vacaciones”, las horas se detienen en ese tiempo barroco instalado en las construcciones, sólo la ropa de los turistas, las cámaras de fotos, los celulares y los ipad nos conectan con la contemporaneidad. La gente se amontona como palomas en los cafés, alrededor de la fuente, cerca de los pintores. Y esta libreta de apuntes y mi lapicera son el “ojo de mi cámara oculta”. Hay un sol agradable, corre una brisa, Chris me pasa un brazo por los hombros. 
Una niña se me acercó y me dijo: “Buona Sera”. Su hermana pequeña estaba a unos pasos detrás de ella. Las dos llevaban unas soleras con un estampado de flores y unos sombreros blancos. La mayor me preguntó qué tenía en la panza. “Un bebé”, le respondí. La más pequeña se acercó a mirar. Su hermana me preguntó si yo tenía un “bambino o una  bambina”; le dije, “un bambino”. Me preguntó si podía verlo; Chris y yo nos sonreímos. La más pequeña dijo que para ver al bambino tenían que abrirme la panza, la mayor se quedó pensando. Al rato, me preguntó si podía tocarlo, y antes de decir algo, su hermana pequeña se adelantó: “No te das cuenta de que está durmiendo”, dijo en italiano, “si lo tocás, podés despertarlo”.
III
En una ciudad donde la contemporaneidad convive con más de 2000 años de historia, y miles de personas vienen a ver sus construcciones y sus ruinas, también quedó la huella del “lado oscuro” del renacimiento italiano. Las fachadas de las edificaciones más antiguas y conocidas, el Coliseo, el Panteón, el templo de Adriano, por nombrar sólo algunas, sufrieron una especie de “viruela” en la época del renacimiento; sus muros están llenos de agujeros, los cristianos les arrancaron sus mármoles lujosos para construir esplendorosas iglesias, camuflando el poder de los dioses paganos, olvidándose de la piedad que Cristo pregonó en su momento. Tampoco se acordaron de él cuando vendieron costosos “pasajes al cielo” para hacer la basílica de San Pedro, una magnífica catedral que aún preserva las obras de Miguel Ángel, Bernini, entre otros artistas geniales de aquella época. Cuadros de Rafael y de muchos otros grandes pintores del renacimiento, esculturas greco romanas, sarcófagos de faraones egipcios, conforman un gran patrimonio histórico, cultural, y artístico que gracias al Vaticano aún se conserva a lo largo del tiempo. Esta es la otra cara de intolerancia. Por eso no creo en la radical separación histórica entre tiempos oscuros y tiempos de prosperidad. Tampoco me convencen las películas que dividen al mundo entre “malos” y “buenos”. Somos como la naturaleza, una mezcla compleja de ingredientes diversos, estamos llenos de matices en continua transformación. “El cielo y el infierno” lo llevamos dentro; a veces se manifiesta más uno que el otro pero ninguno de los dos puede renunciar completamente a su esencia; la muerte de uno implicaría la desaparición del otro. A mí me llevó mucho tiempo comprender esto por mi condición de perfeccionista y todavía a veces me tropiezo con mundos creados por mi mente, que pretenden ser perfectos y por eso se alejan de la realidad. Pero ya conozco el camino de regreso, y cada vez que vuelvo, acepto un poco más mi naturaleza humana, llena de defectos y al mismo tiempo maravillosa, y es en esos momentos donde puedo conectar con una fuente de energía universal que me ayuda a aceptar un poco más, un planeta con virus y bacterias porque sin ellos tampoco habría vida. 
IV 
Cuando el mármol es capaz de transformarse en movimiento, en una tela arrugada o en un cuerpo muerto en los brazos de una mujer, creo que “somos capaces de todo o de casi todo”, y es muy fácil olvidarme de nuestras flaquezas pero llega un momento en que no podemos más, nuestro cuerpo se entrega, nuestro espíritu se cansa, sabe sólo Dios adónde va a parar, y quién no daría hasta lo imposible por caer en un lugar acogedor para morir en paz. Esto es lo que sentí en la basílica de San Pedro frente a la escultura de Miguel Ángel, La Piedad.  

lunes, 28 de mayo de 2012

por encima de las flores



Irina tuvo un sueño extraño. Caminaba por una playa que le era familiar mientras esperaba a que amaneciera. Cuando el sol iluminó el horizonte se metió en el mar y no muy lejos apareció un barco lleno de gente. Enseguida reconoció a sus padres tomando sol en la proa; se veían tan jóvenes como cuando ella era niña. Buscó a su hermana pero no la encontró, sólo se llevaban un año de diferencia, hacía mucho tiempo que no se veían y recordarlo la entristeció. El barco se alejó demasiado rápido y con él se fue la tristeza de Irina; era un día demasiado claro como para sentirse mal. Con esa agilidad que sólo se vive en los sueños, se transportó a una feria que también le resultaba familiar. Lo único que encontró fuera de contexto fue la música de esos organillos que funcionan a manivela y que aparecen en las películas europeas; estaba acostumbrada a oírlo en el mercado de la pequeña ciudad holandesa a la que emigró hace unos años pero no en ese lugar del Río de la Plata que la había visto crecer. Siempre regresaba a esa vieja raíz para recordarse de dónde venía. Caminó entre los puestos de los feriantes, se reencontró con su esposo, se abrazaron, y él le dijo: 
-Irina, mirá -y le señaló un montón de cajones desbordados de crisantemos,  narcisos, tulipanes, geranios, magnolias... 
-Vamos a volar por encima de las flores sin siquiera rozarlas con la punta de los pies -le dijo con una expresión llena de entusiasmo. 
Irina no supo qué responder pero sin darle tiempo él la tomó de la mano, la impulsó a correr, y despegaron de la tierra sobrevolando las flores que los miraban desde abajo con sus corolas abiertas; antes de aterrizar, sonó el despertador. A Irina le costó reconocer su dormitorio pero en cuanto vio la hora se acordó de que ese día había quedado de ir a buscar a su marido, después de hacerse el test.
***
A las tres de la tarde tomaba un café en la estación de Amsterdam esperando a su esposo. Él volvió de un viaje de trabajo y al reencontrarse con ella, su cara estaba llena de preguntas, como si mariposas pequeñas temblaran en sus ojos. Irina lo abrazó, el mundo giró demasiado rápido, y casi perdió el equilibrio. 
-¿Te sentís bien? -preguntó él.
Se sentía mejor que nunca pero aprendiendo a caminar sobre una tierra movediza.
-Tengo buenas noticias -dijo, y se acarició el vientre apenas levemente ondulado.
Él se llevó las manos a la cara, los ojos le brillaron aún más, casi no lo podía creer después de haberlo buscado tanto tiempo, y la llenó de besos. También tenía una sorpresa, había comprado dos pasajes para Roma; esa ciudad dónde Irina siempre había querido ir, o como ella decía, “volver” porque sus abuelos venían de ese lugar, y le habían hablado muchas veces con tanta añoranza que una parte de ella necesitaba conocer esa tierra perdida. 
***
Irina, sentada en un café del barrio Jordaan, recordaba aquel día en que le había dado a su marido la gran noticia; también recordó del viaje a Roma, una larga caminata que hicieron por los alrededores de la fontana di trevi. Tenía las manos apoyadas sobre el vientre; había crecido como un melón, sus senos apuntaban rígidos hacia adelante con una fuerza nueva y completamente desconocida para Irina que siempre se había creído frágil como para llevar vida dentro de sí misma. “Apenas puedo con la mía”, había pensado tantas veces, sin embargo podía mucho más de lo que una voz oscura le susurraba al oído de vez en cuando desde un rincón remoto de su cerebro. Siempre quiso liberarse de esa oscuridad; había otras fuerzas internas que la iluminaban compensándola, y eran las que generalmente irradiaba sin mayores esfuerzos desde un lugar casi inconsciente atrayendo muchas veces la atención de la gente. De esa fuerza interior había sacado el coraje para aventurarse a tantos viajes. En el momento en que aceptó que ella era las dos cosas, esa sombra densa y molesta desbordada de miedos y esa luz que la trascendía en un vuelo hacia las estrellas, la convivencia con ella misma cambió y dio lugar a experiencias nuevas. Su cuerpo estaba mutando; ella lo sentía especialmente cuando su panza le pesaba aún más por el cansancio y sus tobillos se le habían hinchado con el calor del verano, o cuando el niño le daba golpecitos adentro de ella, despertándola en medio de la noche. Por las mañanas los pezones le daban puntadas como si quisieran abrirse de golpe y la sorprendía la fuerza silenciosa de esa naturaleza oculta en cada mujer que sólo se revela a partir del momento en que se empieza a gestar vida. El niño empezó a moverse dentro de ella y a hacerle cosquillas con un soplo de burbujas. Irina lo acarició dibujando círculos en el vientre y le susurró unas palabras como si le contara un secreto. El mozo la interrumpió ofreciéndole algo más de tomar y ella se pidió un jugo de naranja para acortar la espera. En pocas horas llegaría su hermana. Un reencuentro deseado desde hace tiempo. Se habían dejado de hablar durante años pero en cuanto Irina recibió la milagrosa noticia, se acordó de que también había sido hija cuando sus padres vivían,  y de que aún tenía una hermana, un hilo que la conectaba con el pasado, los veranos de la infancia en la playa, los juegos de invierno en el último piso de un apartamento sin ascensor, aquellos pedazos de su vida la habían acompañado silenciosamente aunque sólo fuera desde el resplandor del recuerdo; a veces, los había revivido en sueños. Se había arriesgado a escribirle después de tantos años de distanciamiento. A su hermana le había tocado una historia muy diferente a la suya, un mundo casi incomprensible para Irina, pero quién era ella para juzgarla. Ya la había juzgado por demás y con dureza hasta que se dolió a sí misma por tanta incomprensión, y tuvo que reconocer que la extrañaba, que necesitaba saltar por encima de los hechos y mirarlos desde otra perspectiva. Fuera quien fuese, quería volver ver a su hermana. Hace un año había salido de la cárcel y se estaba recuperando en una clínica. Tenía permitido ciertas salidas esporádicas. A Irina le pareció reconocerla a lo lejos, caminando entre los árboles con ese aire ligero que la caracterizaba, tenía muchas ganas de abrazarla, de perdonarse a sí misma por haberse alejado tanto.

jueves, 17 de mayo de 2012

el pasado no fue mejor


Otra vez esa luz del atardecer sobre el mar, después de tanto tiempo; esa luz que revive los recuerdos y las casas abandonadas a los caprichos del viento y de la sal que devora los muros en silencio, como si ese fuese su sentido de ser. Otra vez este cielo tan ancho desbordado de azul y el murmullo de las olas abrazándome en este lugar desconocido. Regresé después de unos años. Vine sólo de visita, a ver a mis padres que aún viven en la casa donde pasé los veranos de la infancia y la adolescencia. 
No podría quedarme demasiado tiempo en este lugar. Me hundiría en este cielo sin fin; en esta letanía de siesta interminable. Me dejaría llevar por el murmullo de las olas y no haría nada más. Me disolvería en el recuerdo, en los lugares sin retorno, en la lejanía del pasado que nunca fue mejor. Yo no quiero volver; sólo de visita, sólo de paseo, para saborear el gusto de la nostalgia como un delicioso café y seguir adelante; ansiosa por descubrir lo que me espera; dispuesta a dejarme sorprender. Vivir en el recuerdo es morir por anticipado. Y aunque morir sea inevitable, quiero hacerlo de otra manera. Que la muerte me descubra viviendo intensamente en la eternidad del presente. 
El pasado no fue mejor; fue lo que tuvo que ser; una herida abierta desde el nacimiento, un río prometedor de pájaros desde el primer aliento. No vuelvo para quedarme sino para mutar, para avanzar, para soltar viejas cargas, para liberarme de la angustia y la nostalgia, para recordarme de dónde vengo, hacia dónde voy. Vuelvo para irme cada vez, y regresar infinitas veces desde un estado diferente. Nada se repite en la continuidad de las cosas cuando están en plena evolución; una melodía interna se recrea cada vez, y me renueva, y me rehago, y no me aburro. Sé que no digo nada nuevo ni lo pretendo. Lo nuevo “no existe”; ya está impreso en la memoria universal. Cada tanto lo redescubro en momentos de silencio, en momentos de una fugaz lucidez. No vine para quedarme sino para compartir con mis padres este maravilloso estado, este momento de privilegio, el de tener vida dentro de mí; el de palpar la certeza de que nada se acaba conmigo, de que esa vieja creencia refleja los límites de mi ego absurdo. Indudablemente existe algo que me supera y que trasciende a todos los egos del mundo; incluyendo al mío que no es nada excepcional. Una fuerza universal que por momentos me rescata del egocentrismo, esa fuerza creadora superior a la humana que me concedió el milagro de estar embarazada. No vine para quedarme sino para partir, una y mil veces más, de una manera diferente. Vine para decir, un corazón minúsculo late en mi placenta como una estrella; hay vida dentro de mí. Agradezco que haya algo que me trascienda, que supere la capacidad de mi entendimiento, que derrita mi obstinada voluntad, y que a su vez me proteja y me conceda esta limitada libertad; el momento en el que escribo y me libero de esta cárcel llamada, yo. 

jueves, 23 de febrero de 2012

Sin retorno


No tenía ni idea de dónde estábamos. Afuera, nevaba mucho. Temí haberme pasado de estación porque cada vez que me ponía a leer (no importaba dónde) me abstraía del mundo; tampoco tenía ni idea de la hora qué era, me había dejado el reloj en casa. En mi compartimento, una anciana y un muchacho se habían quedado dormidos hasta que una voz los despertó: “El tren sufrió un desperfecto técnico y no se puede detener. Los mantendremos informados sobre esta situación y les pedimos disculpas por las molestias causadas”. La anciana hizo un gesto de resignación, sacó una pequeña caja de una bolsa de mandados y empezó a comer frutillas, seguramente importadas de algún otro lugar. El muchacho bostezó, me miró medio dormido, y nos preguntó si nos molestaba que se pusiera a tocar el chelo. Tenía que dar un concierto en una pequeña ciudad a unos 50 km al norte de Estocolmo. No sabía si en aquellas circunstancias iba a llegar a darlo pero por las dudas quería ensayar. Se puso a tocar la primavera de Vivaldi. Afuera, nevaba cada vez más. Volví a abrir el libro y la anciana recostó la cabeza contra la ventanilla. Anunciaron una vez más: “Aún no sabemos cuándo se detendrá el tren pero no se preocupen; tenemos todo bajo control. La cafetería está abierta y tiene provisiones como para tres días”. “Están locos”, dijo la anciana entre dientes y me ofreció unas frutillas. El joven se trasladó al verano de Vivaldi sin abandonar su violonchelo. Aquellas cuerdas sonaban con gran intensidad y me fueron envolviendo al punto que tuve que dejar de leer. Me dejé llevar por la música, no sé cuánto tiempo me habré quedado flotando entre la vigilia y el sueño hasta quedarme profundamente dormida. Me desperté al escuchar una voz extraña, no era ni la del muchacho ni la de la anciana. Ellos ya no estaban en su lugar; se habían marchado sin que yo me diera cuenta. Me despertó una muchacha que hablaba en voz alta con su celular. “Y yo qué culpa tengo de que este maldito tren no se detenga”, decía con un gesto tenso en la cara. “¿Cómo querés que lo sepa? No me hables así... ¿En qué idioma querés que te lo pida?” Seguía diciendo como si no me hubiera visto o como si no le importara que estuviera enfrente suyo. Me dio la sensación de que discutía con su novio. “Sí, quizás cuando llegue la primavera pero ahora... Andrés, ¿escuchás lo que te digo? ¡No quise decir eso!”, así continuó peleando sin inhibirse en lo más mínimo. Me hizo acordar a unos tíos que hacía tiempo que no veía. Cada vez que venían de visita a la casa de mis padres, se peleaban como locos. Según mi madre, lo hacían para llamar la atención. Me cansé de escuchar peleas y me fui a caminar por los pasillos hasta que llegué al vagón de la cafetería y me reencontré con mis ex compañeros de viaje; la anciana se había puesto a hablar alemán con un veterano un poco más joven que ella, mientras tomaban un té y se comían un buen pedazo de torta de manzana. El hombre le estaba hablando sobre un amigo portugués que había emigrado con su familia a Angola por la crisis. La anciana lo escuchaba sin dejar de comer su trozo de torta. Y el músico estaba solo, sentado contra una ventana, miraba el paisaje con una expresión serena. Al acercármele, me reconoció enseguida. Creo que se alegró de volver a verme. Me preguntó si quería tomar algo y le dije que un capuchino no estaría mal. Se levantó y se fue hasta el mostrador. Un cielo azul contrastaba con la blancura de la nieve. El sol encandilaba desde lejos, había que mantener las cortinas un poco corridas, costaba creer que fuera del tren hicieran 25 grados bajo cero. El músico regresó con una bandeja y al apoyarla sobre la mesa dijo que había traído unas cuantas medialunas por si nos venía hambre. Se llamaba Marcelo; su madre era argentina y su padre holandés. Hacía unos años se había ido a hacer un posgrado de ingeniería a Estocolmo; cuando lo terminó, consiguió un buen trabajo en una empresa de ingeniería civil y se quedó a vivir en esa ciudad. El violonchelo era sólo su hobby predilecto. “Diseño puentes de vidrio y de plástico; son más livianos y mejor para el medio ambiente; con estos materiales no necesitamos pintarlos y nos ahorramos el tóxico que producen las pinturas.” Cuando le pregunté qué pensaba de la crisis, me respondió: “Es la golosina ideal para los políticos y los pesimistas que se quejan el día entero sin hacer nada. Pero así y todo, no es fácil. Hay que sobrevivirla lo mejor posible”. Me reí pero pensaba muy parecido a él. Cuando me preguntó por mí, le dije que era uruguaya, me había venido hace unos años a estudiar en la academia de artes de Estocolmo, y después conseguí trabajo en un museo de arte contemporáneo y me quedé.
-¿Por qué te fuiste tan lejos? -me preguntó.
-Siempre quise salir de aquella pequeña burbuja...
-Yo también soy un poco trota mundos. ¿Extrañás? 
-Cuando vivía allá, no sabía qué, pero a veces también extrañaba. 
-Holanda está más cerca y voy bastante seguido.
-Yo voy a Uruguay cuando puedo. Pero con la nostalgia me llevo bastante bien.
-¿Seguís en contacto con tu familia y con algún amigo?
-Cada vez que los vuelvo a ver, la confianza y el cariño se sienten como si no me hubiera ido.
-¿No tenés miedo de sentir que ya no pertenecés a ningún sitio?
-En Uruguay está mi pasado, mis viejas raíces, yo estoy aquí con mi presente, y si me siento bien conmigo, con la gente que me rodea, y además hago lo que me gusta, ese es mi lugar de pertenencia.  
-¿Hay algo que siempre te recuerde a Uruguay?
-El mar, un tango, los higos. En la casa de mis padres hay dos higueras que me vieron crecer.
-Creo que nos vamos a llevar bien.
Al caer la noche, la nieve se veía aún más blanca y todavía no habían dado ninguna señal de que el tren se fuera a detener. Con Marcelo nos mudamos de compartimento. Nos instalamos en uno más pequeño donde sólo había lugar para dos. Nos pusimos a contar historias de la infancia. Él había crecido en Buenos Aires hasta los diez años y yo en Montevideo. Cuando estuvimos a punto de dormirnos, una ola de luz violeta se encendió en el cielo y nos despertó.
-Es una aurora boreal -dijo Marcelo con una expresión de asombro.
Era increíblemente hermosa. Aquella luz danzaba en el cielo con una agilidad envidiable. De tanto mirarla, se hizo parte de mí.