sábado, 5 de febrero de 2011

piel de roca

Algo extraño se movía cerca de mi bota; una lagartija con el pellejo parecido a la roca donde tenía apoyado el pie. Aquel bicho parecía adherirse a la piedra con su cuerpo plano, alargado y gris. Pisé con fuerza y él se escurrió entre los arbustos, igual que un espagueti que se escapa de su colador. Luego, volví a mirar el horizonte; un lago inmenso entre montañas tupidas de arbustos.
-En Nakuru hay un lago igual que éste, pero cubierto por miles de flamencos rosados –dijo Juan, levantó a su hija Carla y la sentó sobre sus hombros.
-Sí, pero este paisaje también es impresionante –dijo Marcelo-, la mirada no te alcanza para abarcarlo.
Nos encontrábamos en los alrededores de Naivasha, el pueblo keniano donde vivía nuestro amigo Juan con su familia. Hacía años que habían emigrado de Buenos Aires. Juan era médico y estaba colaborando con una ONG.
Mientras escuchaba cómo él conversaba con mi esposo, cada tanto me miraba la bota de reojo. De repente, sentí otra vez que algo se movía cerca de mi pie; se trataba de la misma lagartija. Me costó reconocerla, aún más que la vez anterior; se la veía agazapada en la sombra que bordeaba la suela de mi zapato. Pisé aún con más fuerza pero el golpe apenas se escuchó en medio de la inmensidad. El bicho ni se inmutó, se alejó sólo unos milímetros, y enseguida volvió a arrimárseme.
Marcelo y Juan contemplaban en silencio aquella escena que se reiteró un par de veces más, y fui tomando conciencia de que el pie “se me movía sólo”, “como por inercia”. Esa parte del cuerpo había decidido independizarse de mí y moverse a su antojo. Cada vez que el bicharraco se le acercaba, pegaba unas patadas con una brutalidad que no parecía nacer de mí.
De golpe me imaginé el pellejo frío y húmedo de la lagartija escurriéndoseme entre la ropa. Como si yo fuera un túnel y ella pudiera atravesarme hasta reaparecer por el escote de la blusa, mirando con su cabecita hacia todas partes. Sólo de imaginarme aquel cuadro, se me erizó la piel. ¿Pero me lo imaginaba? De repente, Juan rompió aquella duda o espejismo que empezaba a anidarse en mi cabeza, diciéndome:
-Esa lagartija no te va a dejar en paz.
-¿Y por qué? –le pregunté, acarciándome el ojal de la blusa cerca del pecho.
¿A caso no me tenía miedo como la mayoría de los animales? Después de todo, yo era el ser humano al que se le debería temer; ¿no?, pensé, y luego me mordí el labio inferior, sin dejar de vigilar con el rabillo del ojo a la lagartija y su sombra.
-Me sospecho que ese bicho no te teme –me respondió, como si me hubiera leído el pensamiento-. Creo que ese tipo de lagartijas se nos acercan para protegerse de los pájaros; por eso tienen la piel similar a la de las rocas, para camuflarse y despistar a las aves que revolotean por aquí.
Mientras escuchaba a Juan, me transpiraban las manos, y el pie, seguía siendo un miembro independiente y temblaba de miedo, como si alguien lo estuviera apuntando con un arma de fuego. Después de haber escuchado todas aquellas explicaciones sobre esos bichos con “piel de roca”, miré a la lagartija de frente y vi cómo todo su cuerpo rugoso temblaba, igual que el pie.
Juan y su hija Carla, en realidad esta vez no habían venido conmigo, pero ya conocía el camino y me largué a recorrerlo por mi cuenta. Marcelo, acababa de volver a Buenos Aires. Yo preferí perderme en la densidad de la selva. Habíamos peleado deamsiado. Me dolía todo, como si una fiera me hubiera clavado los colmillos en el vientre. En esas condiciones, tomarme un avión, hubiera sido una locura.
Quizá, este sea el fin, pensé, Marcelo nunca iba a cambiar; miré hacia el cielo, y recién ahí entendí por qué la lagartija y el pie temblaban tanto. Una nube de pájaros negros revoloteaba por encima de mi cabeza a pocos metros de distancia.

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