jueves, 8 de junio de 2017

un retrato a mi madre


El cuarto de la máquina de coser se veía cubierto de una nebulosa. 
Una pared repleta de fotos de nosotras, las hijas que estamos lejos, 
y de los nietos que tampoco están en Uruguay. Hay libros y partituras por todas partes. Cosas que evocan otros tiempos y acompañan a mi madre, incluyendo una foto antigua que siempre vuelve a la memoria: mamá a los tres años en blanco y negro, con toques sutiles de color rosa en las mejillas, simulando un leve maquillaje. El pelo recogido a los costados con dos moñas de terciopelo, un bordado en el cuello del vestido, y una mirada de mar congelada en el tiempo, que ya al comienzo de aquella infancia, revelaba un dolor amordazado. Esta es la foto que me recuerda que mamá antes de hacerse madre, fue niña, y después una adolescente que soñó quimeras, y cuando quiso acordar, tenía el vientre redondo, desbordado de vida, también en el extranjero, sonriéndole al ojo de la cámara se sostenía la panza con las manos, parada enfrente a la Catedral de Colonia. Y dentro de ella estaba yo; flotando aún en el silencio, desconociendo lo que había afuera de su cuerpo. 

En medio de la niebla y los recuerdos estaba mi madre, sentada detrás de la tabla de dibujo, escuchándome en silencio ayer de noche, con la misma profundidad en la mirada que la de la foto de su infancia, como si una parte de ella nunca hubiera querido o podido terminar de romper el cascarón. Su mirada de niña-madre-abuela atraviesa distancias y tiempos. Y por momentos se vuelve más nítida y me recibe a través de la pantalla del I pad. Su piel está poblada de cansancios, como una tela que se ha remendado infinitas veces. Esa fue mi oportunidad para mirarla con otra mirada y disculparme por mis errores. Yo también los había cometido con ella. Durante años me obsesioné con sus fracasos en lugar de reconocer los míos. Su respuesta fue, que ya lo había olvidado. Y cuando le pregunté qué podía hacer por ella, me pidió que fuera feliz, lo humanamente posible, y que diera lo mejor de mí. “Te veo bien -me dijo, antes de despedirnos- y eso me da cierta paz”.  La escuché en silencio. Hice un gesto de afirmación con la cara frente a la pantalla y le sonreí con ojos húmedos. La noche abrazaba los silencios y las distancias desde este otro lado del Atlántico. Detrás de la ventana, la caída de la lluvia se había llevado todas mis palabras. 

4 comentarios:

  1. Ay Ale,no puedo evitar llorar al leerte, es el mismo retrato que habría hecho yo de la mía.
    La distancia, a veces insalvable nos coloca en un lugar emocional,muchas veces privilegiado porque nos permite ver esto que transmitís. Ver más allá de la convivencia diaria, disfrutar de la emoción de la mirada, llorar con cada despedida..
    ay no sigo,que me pongo a llorar otra vez.
    Exquisita tu sensibilidad.
    Gracias.

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  2. La distancia es dura, y a veces necesaria para crecer. Qué alegría, Luna Roja, que siempre estés presente. ¡Gracias a ti también por seguir la lupa tan de cerca!

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  3. La mía partió diez meses ya. Nunca he dejado de pensar las cosas que no alcancé a compartir con ella. Nunca se corta el cordón umbilical y, siempre algo de nosotros se va con ellas o se queda para siempre.
    Muy bello lo que has escrito. Hermoso.

    Un gran abrazo.

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  4. ¡Bienvenida a la Lupa Taty! Muchas gracias por acercarte, leer, y compartir tus experiencias. Lo valoro mucho. ¿Cómo llegaste aquí? Me gustaría saberlo porque estoy intentando que la Lupa llegue a más personas.
    Un abrazo y hasta pronto

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