lunes, 24 de septiembre de 2012

el ojo de una ventana



“Ahora que el marco de un cuadro se interpreta como el marco de una ventana a través del cual se abre la mirada sobre el mundo, y que este marco sugiere al espectador que el espacio existente del lado de acá y del lado de allá de la “ventana” es uniforme y continuo, gana por primera vez el espacio pictórico profundidad y realidad.” Leo en el libro, Historia social de la literatura y el arte del autor Arnold Hauser, en el capítulo: El arte burgués del gótico tardío, Edad Media. Este fragmento me conecta con lo que me pasó hace un par de semanas.

Un día hermoso que se prestaba para cualquier cosa pero nunca creí que para tanto. Delft es la ciudad más onírica que conocí en mi vida. Montevideo, la más nostálgica. Delft es mi día a día, el lugar que me hice carne propia, el de mis nuevas raíces. Montevideo es mi pasado, el que me vio crecer, el que huele a mate y bizcochos hasta el día de hoy, si cierro los ojos y pienso en la rambla de Pocitos. Pero ahora estoy en Delft y el surrealismo te alcanza en cualquier parte, ni siquiera necesitás salir a la vereda, el ojo de una ventana es más que suficiente. Frente a mi escritorio hay un parque con unas esculturas hechas de piedra blanca con forma de triángulos. Son fáciles de trepar, a los niños les atrae como un imán, siempre están encima de ellas. Pero la escena que veo por la ventana no se trata de un grupo de chiquilines. Hay dos jóvenes vestidos de frac sentados en un banco debajo del árbol que tiene la sombra más grande del parque. Otros cuatro muchachos, también vestidos en el mismo estilo, y una muchacha con traje de oficinista, corretean alrededor del árbol, se tiran a sus pies, se revuelcan por el césped, como si tuvieran la intención de acaparar la superficie de la gran sombra. Todos visten de blanco y negro. Un par de cuervos volaron por encima de sus cabezas. Los dos jóvenes que están sentados en el banco los miran, sueltan palabras que rebotan contra el vidrio de la ventana y no llego a entender, hacen gestos con las manos, parecen directores de orquesta. El más rubio se puso de pie con un palo en la mano que me hizo acordar a las viejas reglas de madera que las maestras usaban en mi escuela para dibujar figuras geométricas en el pizarrón. El joven golpeó la tierra con la “regla de madera” tres veces, los otros dejaron de corretear y se pararon alineados en semicírculo frente al gran jefe. El rubio dijo unas palabras y volvió a golpear la tierra. Los cinco salieron corriendo hasta perderse en unos matorrales, como si se hubieran ido a cazar conejos. La chica llevaba un balde de plástico naranja. Al regresar de la expedición, en lugar de conejos o liebres, habían cazado unas latas de cerveza que la chica sacó del balde. Cada uno abrió su bebida con entusiasmo, alzaron las manos hacia el cielo, gritaron “proost” y se tomaron las cervezas de un tirón. Terminaron aquel ritual y se pusieron a cantar algo en holandés que tenía un aire de canciones de pos guerra. Aquella escena podía haber sido parte de una obra de danza-teatro pero enseguida me acordé de que era miércoles 12 de setiembre, día de elecciones en Holanda, entonces esa muestra lúdica en el parque podría ser la campaña publicitaria de un partido político, o una nueva religión, o un movimiento ecológico alternativo, o un circo ambulante ensayando su show.




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