sábado, 15 de septiembre de 2012

escribir, parir...


Hay una hora de la noche en la que siempre me despierto, como si me hubiera tragado un globo terráqueo que me aplasta contra el colchón. Me duele la espalda y me levanto con suavidad para no despertar a Chris. Voy al baño, miro por la pequeña ventana la torre torcida de Delft; la que se empezó a construir alrededor de 1325. Unos siglos más tarde, cuando el Príncipe de Orange la vio, tuvo miedo y salió corriendo. Estamos en el 2012 y por suerte la torre nunca se derrumbó. Si estás cerca y mirás para arriba, te impresiona, entendés los miedos del príncipe, te indentificás con él. Pero al final de su historia, Balthasar Gerards, un católico holandés más peligroso que el campanario inclinado, lo mató sin piedad. La torre se fue torciendo con el tiempo por el peso de una campana de casi nueve toneladas; una campana muda que nadie se atreve a agitar porque la construcción de la vieja iglesia no toleraría sus vibraciones. Por las noches el reloj marca las horas con unos puntitos que parecen un conjunto de estrellas ordenadas en círculo. Me guío por ellas para saber en qué punto de la noche me desperté. Ahora el reloj dice que son las cuatro de la mañana. Bajo la escalera, voy al living, me siento en el sofá y la noche se asoma por la ventana con todas sus luces. Las farolas del parque iluminan los árboles y me pregunto si nuestro hijo será un ave nocturna como su madre, o si le fascinará descubrir el funcionamiento de las máquinas igual que a su padre, o si le gustarán cosas completamente distintas. El misterio del pequeño duende, dentro de poco saldrá a luz, soltará su primer llanto, crecerá, descubrirá el mundo con su mirada, jugará con él, dará sus primeros pasos, dirá sus primeras palabras, les pondrá colores y gestos, se hará hombre. Pongo las manos sobre la panza y él las empuja. “Danza, danza, si no, estamos perdidos”, dijo Pina Bausch en la película que Wim Wenders le dedicó. “Escribe, escribe, si no, estamos perdidos”, siento que me dice el niño en medio de la noche, “el tiempo de vivir es ahora, no lo postergues para mañana”. Escribo y que el parto me sorprenda en medio de esta danza nocturna, es lo mejor que podría pasarme, no quiero detenerme ni un segundo. “Escribir mucho y mal hasta llegar a crear algo bueno”, decía mi amigo Mario, y después, a corregir infinitas veces para que el texto se ablande tanto que parezca espontáneo, pero no engañemos al lector con falsas ilusiones, la espontaneidad no existe en el buen arte. La madurez es la que lo determina. El mejor músico de jazz practica el don de la improvisación hasta el cansancio. Lo genuino nace recargado de caprichos que hay que descartar, pulir, afinar. Que sólo resuene lo que importa, lo que realmente uno quiso decir, despojado de afectaciones heredadas, auténtico, brillante como un sol. Nada de hobby de amateur que aunque el sudor de la letra no nos dé el pan de cada día, pueda darnos la dignidad de existir, la dignidad de que nos lean. 
El sonido del lápiz deslizándose sobre el papel, viento nocturno o canción de cuna que arrulla al niño. No se me da por encender la computadora, prefiero la intimidad de aquello tan remoto como escribir a mano. La noche empieza a aclarar, las copas de los árboles se dibujan con nitidez contra el gris del cielo. Vuelvo a la cama, a ver si puedo dormir o soñar un rato más, quizás con la torre torcida a punto de caerse al agua de un canal, o con los cisnes y los patos que nunca sé dónde duermen. 

3 comentarios:

  1. Ale, ¡feliz cumpleaños! Y gracias por regalarnos esta maravilla en tu día. Qué lindo dar así justo el día en que tradicionalmente uno espera únicamente recibir. Me encantó el texto.
    F

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  2. Hola Fer, gracias!!!

    Qué alegría leerte otra vez en la Lupa. Me alienta a seguir con este proyecto. Muchas gracias por pasar y dejar tu inconfundible huella de amistad.

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  3. Agradezco los comentarios tan afectuosos que recibí en mi correo personal.

    Abrazos a todos!!!

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