miércoles, 24 de mayo de 2017

el mar


Me zambullo en el mar, el agua me recibe como si nunca la hubiera abandonado, su sabor otra vez en el paladar, su tibieza sobre la piel, y un mundo de corales sobre la arena, y un par de peces violetas con aletas transparentes escabulléndose entre las rocas. Me entrego, me dejo llevar hasta el fondo, una infinita gama de turquesas se despliegan en el agua, y el sol, allá en lo alto, atraviesa el mar con una luz del color de los nísperos. Las olas se alborotan por encima de mí. Allá abajo, el silencio es absoluto. No hay nada que lo quiebre. Y es como si hubiera vuelto. Aunque sé que es imposible, aunque en la memoria no quede ni rastro de lo que fue, volví por una fracción de segundo a la placenta de mi madre. No me pregunten cómo porque no lo sé. Pero sí me consta que regresé. Sólo por un instante, más breve que un sueño. Si realmente hubo un lugar en la infancia donde me sentía segura fue en el mar. Podía ser yo misma, libre de miedos, expectativas y frustraciones. El mar con sus olas acaparaba toda mi existencia. Entregarme a él, era irresistible. Dejarme llevar por las olas hasta la orilla, volver corriendo a zambullirme en el agua, una y otra vez, como una danza donde la misma secuencia de movimientos se repite sin cesar. Aquel ritual me hacía sentir libre. El presente se ensanchaba como el horizonte y no había más espacio ni para el “molesto” pasado, ni para el “temeroso” futuro. Del otro lado de la orilla, bien lejos de mí, quedaban las angustias por los deberes de la escuela, por las peleas con mi hermana, por los conflictos cotidianos de mis padres. Y en el presente sólo había espacio para las olas, el gusto a sal, el sol, las risas, los juegos con las primas. El mar es infinito y me recuerda lo finita que es la felicidad. Es sólo ese momento fugaz en el que uno está capacitado para tomarla. Gracias a que es sólo ese momento, es que tiene un valor, un contenido, un verdadero sentido que va llenando la vida casi sin que te des cuenta, como los granitos que se filtran por el cuello de un reloj de arena. Hace unos días me zambullí una vez más en el mar, y volví a sentirme tan protegida como en aquellos momentos fugaces de la infancia, y del otro lado de la orilla quedaron otra vez los miedos abandonados a su suerte: el miedo a no poder, el miedo a fallarle a los que más quiero, el miedo a fracasar, el miedo al éxito. Y cuando los miedos quedaron allá lejos, regresó la confianza, quizá tan fugaz como la felicidad pero persistente. Regresa cada vez para dejarme ser. Es una ola que me sostiene, me abraza, me guía, dentro y fuera del mar.

2 comentarios:

  1. Un placer volver a leerte! A pesar de haber nacido en Buenos Aires, vine a vivir a Las Canarias cuando me casé, el vivir en una isla,me hizo enamorar del mar. Hoy después de tantos años no me imagino vivir en otro lugar lejos de él.
    A pesar de la nostalgia de los árboles y calles anchas de Buenos Aires, elijo el mar.
    Un besazo!

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  2. Muchas gracias. Me alegra mucho que sigas leyendo la Lupa que te mantengas cerca y que compartas algo de ti misma.
    Amo Buenos Aires. Cuando era niña vivi cinco años con mis padres en esa maravillosa ciudad.
    Un abrazo grande

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